SOCIEDAD
Cada vez que la discusión sobre seguridad urbana gana la agenda política, los adolescentes aparecen como el ejemplo máximo de la impunidad delicuencial. El debate sobre si se debe o no bajar la edad de imputabilidad es tan cíclico como sintomático de la falta de respuestas de fondo. Mientras, chicos y chicas desamparados de leyes que los consideran como sujetos responsables viven
encerrados en institutos y en condiciones aberrantes.
› Por Sonia Santoro
Cuando tenía 8 años fui a un instituto por primera vez porque
iba a pedir. Nos mandaron una citación a mis tres hermanos y a mí.
Fui con mi mamá a Tribunales y me llevaron a La Plata. Mi mamá
no pudo hacer nada porque era la orden del juez. Estuve 1 o 2 años. Mucho
no me acuerdo. Pero me meaba en la cama del miedo que tenía de que me
hagan algo. Lloraba todo el día porque quería ir con mi mamá.
Y mi mamá no tenía plata para irme a ver siempre. Después
nos sacó para las fiestas y no volvimos.” En el relato desordenado
de Lorena G., los hogares e institutos por los que pasó se suceden escandalosamente,
mechados por escasos períodos en los que lograba recuperar su libertad
a fuerza de fugas. Su delito fue haber nacido pobre. Como el de tantos otros
chicos y chicas que hoy están privados de la libertad por causas asistenciales.
Según indica el trabajo de CELS, “Situación de niños,
niñas y adolescentes privados de libertad en la provincia de Buenos Aires”,
de los 8628 menores de edad detenidos al 2001 en organismos supervisados por
el Consejo Provincial del Menor, el 82 por ciento lo estaba por motivos asistenciales,
contra el 18 por ciento restante detenido por causas penales.
“Soy de Wilde, de Villa Azul, pero paro en Constitución”,
dice Lorena, desde que, siendo la menor de sus diez hermanos (con 6 años),
le tocó acompañar a su madre a abrir puertas de taxis. Todo lo
cuenta en un presente agorero aunque ahora tiene 19 años, dos hijos y
hace meses que duerme bajo el techo de un Centro de Atención Transitoria
del Consejo de niños, niñas y adolescentes de la Ciudad de Buenos
Aires, en busca de un hogar para vivir hasta los 21.
La mitad de su vida la pasó adentro y puede distinguir fácilmente
la diferencia entre un instituto y un hogar: “En un instituto no podés
salir, estás todos los días, todo el día, hacés
todo ahí”. Después de un tiempo el mismo encierro la ponía
“sentimental”, dice ella, y se escapaba. La huida era siempre a
la calle e inevitablemente el círculo se cerraba nuevamente cuando la
volvían a encontrar y a llevar a un instituto.
El peor recuerdo la remonta al Instituto Ramayón, de Luján. Tenía
14 años y estuvo detenida tres veces, más de medio año
cada una. “Ahí es para chicas que tienen más problemas,
es más de grandes, es más duro. No podés salir al patio,
tenés una hora solamente. Y estás en una pieza donde te encierran
con llave. Es para pibas que tienen robos o que caen por un montón de
cosas. Me metieron ahí porque yo me escapaba de todos lados”, dice.
–¿Te peleaste?
–Sí, dos veces. Primero, con una piba que puteó a mi mamá.
Y nos encerraron en el cuarto y nos castigaron. Teníamos que estar en
la pieza una semana, comer ahí, no podíamos salir.
–¿Servía para algo el castigo?
–No, porque si no te peleas te quieren pisar la cabeza. Cuando vas a un
instituto tenés que hacerte respetar. Si no te quieren tratar de mula,
de sirvienta. O vienen y te pegan un sopapo o te hacen cualquier cosa.
–¿Tenés algún buen recuerdo de los institutos?
–La verdad –piensa un poco–, no.
Según pudo saber Las12, desde noviembre de 2003, especialistas
convocados por el Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Connaf)
elaboraron un “Diagnóstico político e institucional del
Area Penal del Connaf”. Las conclusiones de ese informe, aunque previsibles,
hablan del “estado de emergencia” del sistema de institutos y de
su “alto grado de precariedad”. Y señalan algunos episodios
que se sucedieron de manera sistemática en los institutos que dependen
del Connaf. Entre ellos:
“a) Castigos físicos muy graves a jóvenes a cargo de guardias
de seguridad en los institutos Manuel Belgrano y (Luis) Agote, con situaciones
de encubrimientos y complicidades de otras instancias.
“b) Amenazas informales de autoacuartelamiento del personal de seguridad
del Instituto (Luis) Agote, casi siempre formuladas desde el anonimato o el
rumor.
“c) Situaciones de anarquía derivadas del incumplimiento de deberes
de funcionario público por parte de directores de institutos (licencias
sin previo aviso y por tiempo indeterminado en medio de crisis).
“d) Situación anómala en el tratamiento de niños,
en proceso de investigación en el Instituto Brochez (ex Garrigos).
“f) Intentos de generar intranquilidad para promover acciones en los jóvenes
y adolescentes a raíz de las condiciones de infraestructura, malos tratos
y provocaciones. (Caso Instituto Inchausti e informes de los relevamientos en
los establecimientos).”
A partir de esto se elaboró un programa para adecuar el sistema a las
normas internacionales vigentes, como la Convención Internacional de
los Derechos del Niño, cuya puesta en marcha se aprobó el 24 de
febrero de 2004, con la resolución 199 que creó el Programa Nacional
de Justicia para Niños Adolescentes y Jóvenes en Situación
de Vulnerabilidad Socio-Penal. Pero nunca se puso en marcha.
Por su parte, el CELS analizó tres instituciones penales de la provincia
de Buenos Aires: El Instituto Almafuerte, de máxima seguridad para varones
imputados de la comisión de delitos; el Eufrasia Pelletier, de mediana
seguridad para mujeres infractoras; y el Centro de Contención Glew, de
mediana seguridad para varones imputados por primera vez de la comisión
de delitos no graves. Tanto en el Pelletier como en el Almafuerte, la violación
de la intimidad llega hasta el control de las cartas. En el Almafuerte “justificaron
esta medida afirmando que las cartas constituyen una forma de comprender a los
chicos...”. Como se ve, las arbitrariedades violatorias de los derechos
están a la orden del día. En cuanto a las visitas, por ejemplo,
mientras que los chicos reciben visitas de familiares y novias, las chicas del
Pelletier no pueden recibir a novios. Y en relación con la escolaridad,
en el Instituto Almafuerte tenían sólo una hora y media de clases
por día; mientras que en el Pelletier no todas las chicas estaban autorizadas
a tomar clases.
Las sanciones van desde perder el derecho a la llamada telefónica semanal,
hacer un trabajo extra o perder el beneficio de fumar, hasta quedar aislados
sin colchón ni “ropa larga” (Almafuerte). Ahí los
chicos contaron que eran castigados en forma constante: “En algunos casos
reciben agravamientos informales de sus sanciones, y éstos constan, por
ejemplo, en quedar recluidos en celdas cuyos pisos son previamente mojados por
el personal de seguridad”. Por otro lado, según los registros de
la Subsecretaría del Patronato de Menores de la Suprema Corte de Justicia
de la provincia de Buenos Aires, las denuncias de torturas, apremios, maltratos
físicos y psíquicos de menores de edad a disposición de
jueces de menores fue de 1048 en el 2001 y 1150 durante el 2002. En general,
producidos durante la aprehensión y los traslados.
Uno de los cuestionamientos más serios al sistema de internación
actual es que está caracterizado por el régimen cerrado. “Por
supuesto que para la franja que es imputable, para los delitos graves, es razonable
indicar una interacción cerrada, el problema es que todos tienen rejas,
también aquellos donde los chicos son encerrados para protegerlos. En
el Brochez, por ejemplo, hay chicos de 3 hasta 12 años, la mayoría
víctimas de violencia o en situación de abandono y hacen la escuela
y reciben asistencia sanitaria dentro del instituto. O sea que están
privados de libertad. Y el tema del encierro compulsivo para los que no han
cometido delitos es generación de violencia y esto es una violación
flagrante de los derechos de las personas. Además, ahí aprenden
el código tumbero, que se trabajó mucho en los últimos
años para erradicarlo: que los más giles son los que están
ahí sin haber cometido un delito, que la próxima van a volver
con un motivo justificado...”, dice María Elena Naddeo, presidenta
del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de
la Ciudad de Buenos Aires. “El otro problema –agrega– es la
falta de lugares adecuados, el hacinamiento. Son celdas de 2 por 1, con todo
lo que esto implica. Esto hace que se mezclen no sólo las edades sino
las personalidades de los chicos y los motivos por los cuales han ingresado.
Quizá conviven chicos cuyo único delito fue fumar un cigarrillo
de marihuana con otros que están en una red delictiva.”
Erica P. sabe algo de esa cadena de malentendidos. Desde los
3 años se crió con tres familias sustitutas, hasta que a los 14
se fugó de una de ellas y cayó en su primer instituto: el Patiño,
de Lomas de Zamora. Hace cinco años de eso. El tiempo suficiente quizá
para endurecer sus rasgos, enmarcados por un pelo rubio, almidonado casi, que
le cae sobre una camisa abotonada hasta el cuello. De espalda recta, habla sólo
cuando le preguntan. Desde el principio ella se sintió “diferente”,
dice: “Eran chicas más de la calle, yo me venía criando
con familias... Y entrar ahí y encontrarte con chicas que se drogan...”.
Vivió con pánico esos días. Había escuchado que
en los institutos “te violaban y te golpeaban” pero no le pasó
nada de eso. Aunque vio muchas cosas que hubiera preferido no ver: “Se
hizo una reunión de convivencia y ahí dije que las chicas más
chiquitas se estaban manoseando y que nadie se hacía responsable, que
las celadoras tenían que cuidarlas y estaban adelante tomando mate. Entonces,
me habló la directora y me dijo ‘no puede ser que en la primera
reunión tengas tantas quejas’. Y de ahí me trasladaron a
un hogar abierto”, cuenta.
Del edificio recuerda que “tenía paredones grandes, vos sabés
que no te podés escapar por ningún lado”. Ahí adentro
tuvo tiempo para pensar sobre su situación:
–Es lo mismo que estar presa, nada más que siendo chica. Yo pensaba
que si hubiera tenido un papá, así no hubiera tenido para comer,
hubiera estado mucho mejor. También pensaba, yo no robé ni maté
como para estar encerrada. Te quitan la libertad sin haber hecho nada. Yo mi
libertad hasta los 21 años ya la perdí. No es lo mismo estar en
un hogar que estar en tu casa. Y es feo porque la adolescencia se tiene una
vez en la vida, yo la estoy perdiendo. Por eso me gustaría estudiar abogacía.
Me gustaría ayudar a los que están en situaciones que no se merecen.
Aunque desde 1994 la Argentina incorporó la Convención de los
Derechos del Niño a la Constitución nacional, todavía siguen
vigentes legislaciones que responden a una concepción paternalista-tutelar:
a nivel nacional, la ley 22.278 sobre Régimen Penal de la Minoridad y
la ley 10.903 de Patronato de Menores. Hace quince días a raíz
de la movida generada por Blumberg, el gobierno nacional anunció la redacción
de un proyecto de reforma penal juvenil que, al cierre de esta edición,
todavía no había entrado al Congreso para ser debatido. El proyecto
oficial reduce a 14 años la edad mínima para la imputación
penal –pero con penas acordes a esa etapa vital– e incorpora todas
las garantías de procedimiento, debido proceso y defensa para los menores
comprendidos entre esa edad y los 18, además de establecer la reclusión
sólo como medida excepcional y por un plazo máximo de 9 años.
El proyecto que se presenta por oposición a éste –de la
diputada riquista Mirta Pérez– agrava la situación actual:
propone la aplicación de la ley penal de adultos a partir de los 14 años,
sin cuestionar la institución tutelar ni el poder discrecional de los
jueces de menores.
En la práctica, los chicos menores de 16 años son vistos hoy como
objetos “menores”. “Es una mirada basada en los principios
de la situación irregular, que fundamentalmente considera que los chicos
tienen que ser objeto de la tutela del Estado y que cualquier acto que esté
relacionado con su conducta, por debajo de la edad de 16 años, es tratado
con una enorme discrecionalidad; que en definitiva, lo único que con
el pretendido fin de proteger hace es privar de libertad por cualquier cosa,
inclusive, simplemente por ser pobre”, explica Jorge Rivera Pizarro, representante
de Unicef en la Argentina.
Así es como, lejos de ser algo excepcional, la privación de la
libertad para los niños y niñas en la provincia de Buenos Aires
es una medida extendida. Según el trabajo del CELS, de los 8628 chicos
recluidos, el 82 por ciento está encerrado por motivos asistenciales.
Y, de ese universo, el 96,5 por ciento responde a la categoría “artículo
10, inciso b, del decreto ley 10.067/83”: “Cuando la salud, seguridad,
educación o moralidad de menores de edad se hallare comprometida por
actos de inconducta, contravenciones o delitos de sus padres (...) cuando por
razones de orfandad o cualquier otra causa, estuviesen material o moralmente
abandonados, o corrieren peligro de estarlo, para brindar protección
y amparo (...)”. Las fugas de hogar constituyen un 2 por ciento de la
muestra. Seguidos por la “victimización por maltrato” y la
“victimización por violación”, en el caso de las mujeres,
y la “adicción a las drogas”, en el caso de los varones.
Al mismo tiempo, los adolescentes de entre 16 y 18 años
son tratados como adultos. Y esto es lo que ha hecho que la Argentina tenga
el triste record de diez menores de edad condenados a reclusión perpetua.
“Son adultos a partir de los 16, por debajo son pobrecitos, no solamente
en el sentido de pobreza económica, sino que son desvalidos, menores
de edad que requieren una protección. Y esto es contradictorio con la
mirada de la Convención que dice que son sujetos de derecho y, por tanto,
son también responsables de sus actos pero, obviamente, no lo son de
la misma manera en que lo es un adulto porque se entiende que todavía
están en un proceso de formación”, agrega Rivera Pizarro.
La cuestión de la responsabilidad parece encontrar tanto a conservadores
como a progresistas. Tanto Mary Beloff, profesora de Derecho Penal Juvenil de
la Universidad de Buenos Aires, como el consultor internacional Emilio García
Méndez, critican las posturas seudoprogresistas que niegan la subjetividad
de los chicos.
–La imputabilidad en la historia fue algo muy progresista –dice
Beloff–. Las protofeministas, en la Revolución Francesa, reclamaban
poder ser castigadas. Es una paradoja pero a tal punto se las negaba que ni
siquiera se las consideraba capaces de elegir cometer delitos, se decía
que era por algún trastorno en sus fluidos. Entonces, la imputabilidad
fue muy progresista porque tiene que ver con reconocer al otro como sujeto y
conectarlo con los actos y las conductas que realiza. Considerarlos inimputables
es la posición más retrógrada desde el punto de vista democrático.
Tiene que ver con lo que yo llamo el fetichismo tutelar.
Para García Méndez, la explicación no es sólo ideológica:
“Llama la atención que rechacen un régimen de responsabilidad
penalidad juvenil que tendría como efecto inmediato que el 80 por ciento
de los menores de edad que están encerrados salieran en libertad y que
va a separar radicalmente a los adolescentes víctimas de los victimarios.
¿Por qué quieren mantenerlos privados de libertad? Si uno multiplica
la cantidad de chicos detenidos por lo que cuesta cada uno, estamos dando cuenta
de que es un negocios de millones y millones. Y hay muchos organismos no gubernamentales
que lucran con la privación de libertad aunque la llamen ubicación
institucional de los menores”.
En torno de la cuestión “menores” circula
una serie de ideas y percepciones que parecen pasarle bastante lejos a la realidad,
sobre todo porque son diseñadas siempre por otros que no son los chicos
y adolescentes. En “La voz de los adolescentes, percepciones sobre seguridad
y violencia en Buenos Aires, Montevideo y Santiago de Chile”, encuesta
realizada por Unicef en el 2001, se puede rescatar algo de lo que ellos piensan.
La encuesta se hizo entre 2400 adolescentes (800 de cada ciudad), escolarizados
de enseñanza media, entre 14 y 17 años, representativos de todos
los sectores sociales. Cuando se les preguntó cómo era el trato
de la policía para los adolescentes en relación con los adultos,
la mayoría respondió que era igual o peor. La encuesta mostró
además que más del 50 por ciento de los entrevistados piensa que
un juez toma en cuenta, principalmente, los aspectos personales del adolescente
para condenarlo. Mientras que, para ellos, deberían tomarse en cuenta
fundamentalmente el delito cometido y los antecedentes delictuales. Preguntados
sobre la imagen que transmiten los medios de comunicación, consideraron
que la televisión y la prensa escrita los muestra principalmente como
delincuentes, ligados a la droga. Además, señalaron que los medios
de comunicación muestran que los jóvenes cometen más delitos
que los adultos.
En la misma línea, las frases hechas del tipo “que entran por una
puerta y salen por otra”, “que hay que bajar la edad de la inimputabilidad”,
“que son peores que los adultos”, son parte de este imaginario que
interpela a los chicos/as como delincuentes. “Son casi mitos”, dice
Beloff. “Ahora, como en toda cosa que se repite hay algo de verdad en
este sentido: un chico que nunca tuvo contacto con el sistema de justicia de
menores cree que va a ser beneficioso con él. Esto va a ser si él
pertenece a sectores sociales no considerados peligrosos o si al chico no se
lo considera en riesgo moral o material, si no el sistema de menores puede ser
muy severo con él, privándolo de libertad hasta los 21 años”,
agrega.
–En los últimos días se habló de castigar a los padres
por los delitos que cometan sus hijos.
–Esto es inadmisible –dice Beloff–. La responsabilidad legal
es personal, esto es una conquista de la modernidad. Esas bolas se lanzan desde
lo que se conoce como función mágica del derecho penal, si no
se asustan los chicos, se asustan los padres... Cuando se sabe que el miedo
a la pena no funciona nunca. Lo que sí es eficaz es la efectiva aplicación
del castigo.
–Puestos a establecer una cadena de responsabilización ciertamente
que a cada uno le toca una parte –dice Rivera Pizarro–. Pero esto
lo que señala son las pistas de la política social; que una verdadera
prevención de la delincuencia pasa necesariamente por resolver los problemas
sociales que están afectando a las familias.
En cuanto al proyecto presentado por el Gobierno para bajar la edad de la imputabilidad
a 14 años pero estableciendo un sistema penal juvenil especial para los
chicos de 14 a 18, los especialistas están de acuerdo, en líneas
generales. Y señalan como ejemplos a seguir las legislaciones de Costa
Rica, Panamá y el estado de Rio Grande do Sul. En ese sentido, García
Méndez compara las legislaciones de Uruguay, con un sistema tutelar parecido
al argentino, y Costa Rica, con un sistema de responsabilidad penal juvenil
desde 1995 (ambos con una población similar). “Uruguay tiene 400
menores de 18 años privados de libertad, mientras que en Costa Rica hay
aproximadamente 40. En Costa Rica es así por tres motivos: porque es
una ley que solamente se usa para responder a las violaciones a la ley penal
y no como forma encubierta de política social; porque existen todas las
garantías para el menor, y porque la medida de privación de la
libertad es realmente excepcional, ya que para los delitos leves se usan medidas
alternativas, como prestación de servicios a la comunidad.”
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