VIOLENCIA
La noticia se conoció la semana pasada como un “drama familiar”: una joven de 17 había disparado contra su padre. Fue el modo que esta adolescente encontró para poner fin a las reiteradas violaciones que la habían convertido en una víctima silenciosa, como tantas otras: sólo el 10 por ciento de los casos de abuso de menores llega a denuncia y la gran mayoría sucede dentro de los límites de la familia.
C. siguió gatillando después de que la única bala de la Bersa 22 llenara la cara de su padre de sangre la mañana del 1° de junio. A los 17 años ella había acumulado demasiado temor, demasiada bronca, demasiada vergüenza y dolor como para dudar en ese momento de la decisión que había tomado poco tiempo atrás. El no volvería a violarla, si tenía que volver a poner el cuerpo para defender al resto de su familia, sería de otra manera; el silencio para C. ya era insoportable. Fabio Medina se recuperó rápido del impacto, pidió una toalla para secarse la cabeza, preguntó a su hija por qué y ordenó al resto de sus hijos que cerraran puertas y ventanas. En ese encierro él podía seguir reinando, como lo había hecho siempre, burlándose incluso de las denuncias que había hecho su esposa y hasta de la orden de exclusión del hogar que había dictado un juez para proteger a la familia. Total, sin el dinero que él aportaba –y que controlaba hasta el último centavo– Silvia, su mujer, C. y los otros cuatro hijos de la pareja no podían sobrevivir. Por eso apenas se molestó cuando a la tarde, después de más de seis horas, llegó la policía gracias a que el varón de 14 pudo hacer una seña a una vecina para que la llamara. Medina dijo que estaba limpiando el arma y se había disparado involuntariamente. Silvia no lo contradijo, sólo C. se desesperó por contar la otra historia cuando la tozudez de una vecina la ayudó a detener a los efectivos que ya volvían a su rutina. Fuera de su casa, casi en la vereda, C. contó que ella había disparado, que estaba cansada de que su padre la violara y que por eso estaba dispuesta a enfrentar cualquier costo, menos el de tener que seguir soportándolo.
El disparo fue el gesto desesperado que siguió
a una primera confidencia, como si después de haber puesto en palabras
lo que venía sufriendo no hubiera vuelta atrás posible. C. habló
con unos amigos a los que trataba como si fueran sus padres, en una casa vecina
que servía como refugio para huir de a ratos del infierno. Ya hacía
un tiempo que ella amagaba con contar un secreto. Pero sus amigos supieron sólo
el día antes de que ella pasara al acto de qué se trataba eso
que intentaba decir. “Qué lindo sería tener un padre como
tu marido, que no maltrata a sus hijas”, se ilusionaba C. frente a Marcela,
su amiga y vecina. Hasta que estalló y contó de los abusos sexuales
que sufría. “Me dijo palabras demasiado íntimas para repetirlas,
me dio detalles sobre las cosas que el padre la obligaba a hacer”, dirá
Marcela después de que aquel disparo terminara con el único secreto.
Porque que su casa era un infierno de violencia es un relato que se repite en
el barrio. Que pidieron ayuda está acreditado por una resolución
del 14 de abril del año pasado, cuando el juez de familia Manuel Rosas
determinó la exclusión del hogar del hombre. Según cuenta
Silvia, la madre de C., apenas si estuvo detenido en la comisaría 19ª.
A los pocos días volvió, para seguir imponiendo su autoridad mediante
el miedo. Por un lado, la amenaza económica. Con su trabajo en el taller
de rectificación de automotores podía asegurar un pasar más
holgado que el resto de sus vecinos. Pero la plata era de su potestad exclusiva.
Igual que las órdenes y los golpes. Que nadie saliera, que esa semana
nadie fuera a la escuela, que no tuvieran amigos, que C. no tuviera novio porque
lo iba a matar, que ella se convirtiera en su dama de compañía
los fines de semana y que no se le ocurra negarse porque él tenía
la mano pesada. Y encima la manipulaba tratándola como si fuera su hija
favorita.
Desde la foto donde está por cortar una torta
de cumpleaños, C. es una morocha linda, que sonríe. Los que la
conocen dicen que es desenvuelta, buena compañera, una alumna aplicada,
que tenía prohibido salir de su casa sin la autorización del padre.
Estaba obligada a consignar sus horarios escolares en un papel pegado sobre
la heladera, y el padre controlaba que fueran sólo 20 minutos los que
separaban la salida del primer año polimodal de la vuelta a casa. Más
que colaborar, se hacía cargo de sus hermanos. Y ellos eran también
el instrumento que utilizaba el padre para obligarla a callar. Así lo
contó en el Centro de Atención a la Víctima de Delitos
Sexuales; denunció que el padre la violaba desde los 5 años, que
buscaba oportunidades para estar solo con ella y que la había amenazado:
si hablaba, los hermanitos, de 14, 7, 4 y 3 años, quedarían desparramados
en hogares de menores. En verdad, tiene una hermana de 10 que vive con los abuelos
paternos desde que la mamá quedó internada después de una
paliza de Medina cuando la niña era un bebé. “C. considera
que esa niña, al estar fuera de casa, está a salvo”, afirmó
una fuente de la oficina, aunque también es un ejemplo de lo que podía
pasar si alguno de la familia se rebelaba frente a la autoridad del padre. C.
le dijo a la responsable de la Oficina, Mariel Arévalo, que si tenía
que quedar detenida por el balazo se ponía a disposición de la
Justicia. Está imputada por abuso de armas, que supone una pena excarcelable,
pero desde ese día vive en un hogar llamado “Camino a la vida”,
dirigido por una mujer del credo evangelista, al que llegó por disposición
del juez de menores Juan Leandro Artigas. Para Liliana Pauluzzi –directora
de la ONG Casa de la Mujer, especialista en la problemática y autora
de una ordenanza sobre prevención de abuso de menores vigente en Rosario–
en ese tipo de instituciones no se brinda la asistencia profesional que las
niñas requieren. “El Estado no implementa una política de
prevención y tampoco asiste a las víctimas”, afirma. Pero
el magistrado evaluó que la madre no está en condiciones de hacerse
cargo de la adolescente y, además, para decidir la vuelta a casa esperará
el avance del otro expediente judicial por los abusos sexuales. Quiere evitar
que la niña vuelva a convivir con su agresor.
Fue el amor de un chico del barrio lo que hizo que
empezaran a cambiar las cosas para C. Los novios tenían que verse a escondidas,
el chico se cansó de intentar que el padre de ella aprobara la relación
yendo una y otra vez a la casa. Pero las amenazas de Medina empeoraban: que
iba a matar a C., a su madre y a su novio. En el juzgado que tuvo la causa durante
la primera semana interpretan que el noviazgo significó para C. la posibilidad
de terminar con la vida que llevaba. Marcela, la confidente, escuchó
entonces algunos detalles que prefiere callar. Pero mirando el baño de
su vecina advierte: “Ahí había una manguera con la que el
padre obligaba a la nena a hacerse duchas vaginales después de violarla,
pero el mismo día del disparo la hizo desaparecer”. Porque si la
violencia era un secreto a voces en el barrio, sobre las violaciones a la hija
mayor, todo fue silencio. C. no pudo recurrir a su madre, golpeada desde hace
años, sometida por el terror. “Yo no sabía nada”,
dice Silvia, y sostiene la mirada que se humedece. Hace años que dormía
en el otro ambiente, con la nena más chica, que esta semana cumplió
tres. Con cierta vergüenza, reconoce que su marido la obligaba, hasta hace
algún tiempo, a mantener relaciones sexuales. “Ahora ya ni dormía
allá”, dice señalando la única pieza.
La casa de C. tiene apenas dos ambientes y un baño.
El frente se distingue del resto de las viviendas por una gran reja pintada
de amarillo y los cerámicos beige que revisten la pared de revoque. Se
llega por una calle de tierra, cuando Provincias Unidas, una de las avenidas
que recorre de norte a sur el extremo oeste de Rosario, se termina. Se llama
sector seis y queda en el lugar donde la ciudad se desdibuja entre las últimas
construcciones de barrios estatales y los descampados. Hace poco más
de cinco años, sus habitantes fueron trasladados desde un asentamiento
irregular de la zona sur a este extremo suroeste. Son 62 viviendas construidas
por la provincia de Santa Fe, sin gas natural ni pavimento. En el patio, están
las mascotas: un cabrito negro y una iguana. Al lado de la casa, un Fiat 600
bordó destruido, sostenido por tres ruedas y unos ladrillos apilados,
contiene algunos colchones doblados sobre el asiento delantero. Era el auto
que el padre se proponía arreglar. Aunque ahora trabajaba en un taller
mecánico, durante mucho tiempo realizó tareas de seguridad. A
ese antecedente laboral atribuye su mujer la familiaridad con el sistema policial
y judicial. “Está como pancho por su casa en la comisaría,
enseguida lo largan”, afirma sentada sobre la pequeña mesa donde
sólo hay un mate y una pava. Para Pauluzzi no es extraño que la
niña haya podido hablar cuando logró vincularse con un muchacho
de su edad, un par. Pero, sobre todo, puntualiza que el abuso sexual cometido
por el padre biológico tiene sus características diferenciadas.
“En las leyes vigentes, el incesto paterno-filial se desdibuja con la
violación agravada por el vínculo. Pero no es lo mismo para una
niña ser violada por su padre que por otro familiar. El padre es quien
la trajo al mundo, el que tiene los derechos legales y es quien pervierte el
vínculo. Donde se supone que debiera garantizar protección y un
marco adecuado para el desarrollo, hay una ruptura del vínculo, se sexualiza
lo afectivo y se manipula a la niña. Se le impone la ley del silencio
y el secreto”, caracteriza.
En la habitación que oficia de comedor, el
piso es de revoque. Un rosario cuelga de la tapa de la luz, separada de la pared,
donde puede verse el póster de una nena con un conejo en brazos. Al lado
de la puerta de calle, una moto de alta cilindrada está tapada con una
manta. Fue una de las últimas adquisiciones de Fabio. En el único
dormitorio hay dos cuchetas, o sea, cuatro camitas, donde dormían, en
una forma que nadie puede precisar, tres niños, de 14, 7 y 4 años,
la adolescente de 17 y el hombre. “Les pegaba sobre todo a los varones,
aunque siempre estábamos todos asustados, porque cualquier cosita ya
desataba los golpes”, relata Silvia. Pero fuera de su casa, Fabio era
un hombre común. Más que eso, cordial y solidario. Y eso también
es común, que los abusadores no respondan al estereotipo. “No hay
un perfil de abusador”, dispara la psicóloga Pauluzzi para desterrar
cualquier pensamiento tranquilizador. Ahora, los vecinos están ganados
por la bronca frente a la revelación, pero aun así reconocen que
el hombre era uno fuera de casa y otro en la intimidad. Una intimidad que ya
no existe, pero hasta hace nada más que diez días era infranqueable.
La casa que ahora está transitan los vecinos indignados, donde ya no
hay más secretos, fue durante años un muro de silencio que dejaba
indefensa a C. frente al abuso.
Por el barrio circula un petitorio. “Por favor,
necesito sus firmas para la libertad de C. quien hizo justicia. Yo considero
justo lo que ella hizo. Para que el señor Medina siga detenido. Soy la
mamá”, escribió Silvia de puño y letra. Todos suscribieron,
hasta las maestras del anexo de la escuela 1318 donde C. completó la
Educación General Básica.
“Es imposible describir en palabras el martirio que suelen vivir madres
e hijas en esos casos en los que luego de las denuncias y actuaciones judiciales,
deben volver a convivir con el abusador”, dice el juez Carlos Alberto
Rozanski en su libro Abuso sexual infantil, ¿denunciar o silenciar?,
escrito para señalar los procedimientos judiciales que revictimizan a
las niñas abusadas y proponer otros que garanticen el respeto de la Convención
Internacional de los Derechos del Niño.
El temor de Silvia a que su marido vuelva a quedar
en libertad es palpable. La historia suma complejidades. Ella recurrió
en muchas oportunidades al Estado, al servicio de asistencia por violencia familiar
de la Municipalidad de Rosario, conocido como teléfono verde, donde la
ayudaron hasta conseguir que Silvia viviera junto a sus hijos en un refugio
para mujeres golpeadas, pero esos son lugares transitorios y pronto la mujer
volvió a quedar desamparada. En otra oportunidad, el año pasado,
llegó a la Justicia. Según cuentan, el hombre no estuvo ni siquiera
unas horas detenido. “Como yo sólo tengo 100 pesos del plan Pass
–un plan de asistencia social de la Nación–, me dijo que
dependía de él para mantenerme, porque si no los chicos iban a
ir a un hogar”, relató Silvia, de 40 años, con dificultades
para movilizarse por un cuadro avanzado de artritis.
Fabio Medina está preso desde el martes. Es
un hombre alto, cuarentón, de bigote. Tiene un porte autoritario. Ahora
está a disposición del juez de instrucción Alfredo Ivaldi
Artacho, la primera magistrada que tuvo la causa, Carina Luratti, lo imputó
por abuso sexual con acceso carnal agravado por el uso de violencia. La pena
que corresponde es de 8 a 20 años. Como consigna Irene Intebi en el libro
Abuso sexual en las mejores familias, los efectos del abuso son los de “un
balazo en el aparato psíquico”. Como el que C. gatilló para
terminar con el sometimiento. La especialista alerta que el abuso “produce
heridas de tal magnitud en el tejido emocional, que hacen muy difícil
predecir cómo cicatrizará el psiquismo y cuáles son las
secuelas”. Como la mayoría se producen en el seno de la familia
o grupo conviviente, según expresa Rozanski, “no se puede contar
con la ayuda de la propia familia para superar la crisis” que sobreviene
tras la revelación. “Así, la soledad de las víctimas
suele ser completa, requiriendo por tanto, de parte del Estado, la mayor atención
posible, comprensión y respeto”, agrega.
C. no es una excepción, sino una regla en los
casos de abuso sexual infantil, aunque ella se haya sentido durante todos estos
años la persona más sola y aislada del planeta. Su reacción
puso en acto algo que no encontró escucha para poner en palabras. Y si
bien la abogada de Indeso Mujer, Mabel Gabarra, rescató la ordenanza
sobre abuso sexual infantil que existe en Rosario, consideró: “Logramos
un marco legal adecuado, pero no existen los mecanismos de aplicación
efectiva que brinden a las niñas y niños abusados lugares de contención
al alcance de sus posibilidades, donde puedan recurrir a pedir ayuda”.
Según Pauluzzi, sólo se denuncia el 10% de los casos de abuso.
El secreto, la desprotección que sufren las víctimas, el encierro
y la acomodación, la revelación tardía y conflictiva son
instancias que los especialistas conocen. “Los niños abusados desde
pequeños, al llegar a la adolescencia y en especial al iniciar relaciones
con sus pares, se encuentran muchas veces en condiciones de alejarse del hogar
y consecuentemente de la continuación de los abusos, o bien de revelar
lisa y llanamente lo sucedido”, apunta el libro de Rozanski.
El disparo de C. buscó el mismo efecto que en febrero del año
pasado el grito de la niña de 8 años que el abogado salteño
Simón Hoyos había llevado a un hotel para violarla, en uso del
derecho de pernada. El mismo que el disparo de una niña de 11 años,
que en marzo del año pasado mató a su padrastro cuando quería
volver a violarla. Denunciar, cuando todos silencian. Poner el cuerpo para que
deje de ser el territorio de satisfacción de padres o patrones. Si las
historias contadas por los padres de niñitos que concurrían a
jardines de infantes confesionales de Mar del Plata despiertan inquietud porque
esos niños podrían ser los hijos de cualquiera, aún más
perturbadoras resultan las que relatan estas niñas, sometidas en el ámbito
familiar. Está acreditado que la mayoría de los abusos sexuales
contra niños se cometen entre esas cuatro paredes donde transcurre una
vida familiar que durante siglos fue considerada parte del ámbito privado,
vedado a la intervención pública. A falta de una instancia estatal
que la protegiera, C. se defendió como pudo. A Pauluzzi tampoco le extraña
que la familia haya transitado instancias estatales por la violencia familiar,
pero no se haya detectado el abuso. “Falta capacitación para los
agentes de todas las instituciones. No hay una política de prevención”,
afirma.
Ahora vendrán las pericias, las declaraciones
y un largo proceso que, según alertan los especialistas, puede derivar
en una revictimización. “Esto pone a prueba todo el sistema de
intervención, ya que cuando los abusos se producen en el seno de familias
sin recursos económicos mínimos, una inadecuada intervención
del Estado aumenta el desamparo que de por sí padecía la víctima
al momento de los hechos”, señala Rozanski. En particular, el juez
cuestiona los mecanismos de declaraciones y careos que muchos jueces utilizan
durante el proceso. “Las circunstancias particularmente traumáticas
que han vivido las han llevado a estados de conmoción de tal magnitud
que requieren de precauciones especiales a la hora de pretenderse de ellas un
relato”, afirma.
El caso de C. no irá a juicio oral, porque
el proceso penal en la provincia de Santa Fe es escrito, pero dependerá
de la forma y los prejuicios que los diferentes operadores del sistema judicial
que C. no encuentre nuevas escenas amenazantes en el camino judicial que le
espera. Para ver que todavía no conjuró el peligro, basta saber
que la semana pasada la Justicia de Chubut absolvió a un hombre de 52
años acusado de violar a su hija de 15. La fiscal Susana Vilaseca equivocó
la carátula de la causa y acusó al violador por un delito de menor
jerarquía, estupro. Pero los testigos que se presentaron en el juicio
oral acreditaron que el hombre la sometía por medio de castigos corporales.
Ahora, la chica tiene que volver a realizar la denuncia para que su agresor
sea castigado por violación. Y si bien la funcionaria judicial afrontará
un pedido de juicio político, nadie quitará a la víctima
que volvió a serlo de un sistema jurídico que muchas veces garantiza
la impunidad. Si la vida de una niña pobre con un padre abusador no es
una condena, C. debería tener otra oportunidad, tejida con una escucha
atenta, asistencia psicológica y oportunidades de desarrollo. Por Sonia
Tessa, desde Rosario
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