REINA MADRE
La comediante inspirada que tanto ha hecho reír al público con aquella delirante Eleonora, en comedias teatrales y televisivas o interpretándose a sí misma como La Campoy, ahora se ha puesto seria para encarnar a la madre de Oscar Wilde en una obra de su hijo Pepe, con quien además comparte cartel como intérprete. Superado el accidente de cadera, aunque todavía con bastón, Ana María Campoy, entre volados y plumas, es una suerte de reina madre en el escenario del Teatro del Globo.
› Por Moira Soto
Con esa decidida vocación por la felicidad por ver el mejor perfil de las cosas aun en los momentos más duros –que los ha tenido en cantidad– y con esa envidiable capacidad de disfrute, ella está ahora que no cabe de júbilo actuando junto a su hijo Pepe en una pieza que él escribió. Un proyecto muy deseado que ya llegó a su entrañable Teatro del Globo, donde tantas veces trabajó formando rubro con su marido Pepe, y algunas con Pepito (antes de convertirse en Pepe).
A Ana María Campoy, coprotagonista de La importancia de llamarse Wilde, musical recientemente estrenado, le gusta tomarse su tiempo antes de salir a escena; incluso el acto de maquillarse (“es que me hago un Rembrandt, o más bien una especie de kabuki”) forma parte para ella de un ceremonial privado. De modo que el primer encuentro con la creadora de Eleonora, de La Campoy en vivo, con la autora de Recetas de amor, se frustra a poco de empezar la charla porque hubo un malentendido con el horario y la actriz es inflexible respecto de este tiempo que consagra a hacer el pasaje de la vida cotidiana (“esa mentira”) a la ficción teatral (“que siempre es verdad si el actor es honesto”).
En una segunda entrevista más distendida, después de coquetear graciosamente con el fotógrafo, de posar cumpliendo todos sus pedidos pese a no estar del todo repuesta del accidente que afectó su cadera, Ana María Campoy se justifica apasionadamente: “Es que yo necesito una unción, hacer un rito del teatro. Desprenderme de La Campoy para entrar en Speranza, esa madre de Oscar Wilde que ha inventado Pepe. Me gusta llegar al teatro con bastante anticipación, entrar por la platea vacía, oír mis pasos sobre la madera, llegar al camarín donde está ese tocador que para mí es como un altar, con todos sus chiches que me parecen santos, como cosas sagradas, de niña. Para mí todo esto tiene que ver con algo religioso, sacerdotal. Entiendo que en la Comédie Française no dejen a los actores tejer, jugar al parchís, porque la mente no debe distraerse. Yo me voy media hora antes al escenario, me siento allí y me quedo hasta la hora de empezar. Necesito oler eso. Jamás podría llegar corriendo a último momento como alguna gente. Necesito ese tiempo de unción, de reverencia, ¿me entiendes ahora por qué te despedí un poco abruptamente el otro día?”.
Se entiende, claro, sobre todo si quien así habla es una señora tan irresistiblemente simpática, tan briosa cuando se trata de defender lo suyo, los suyos, el teatro y su familia, tan indisolublemente ligados. Porque Ana y Pepe, su marido durante más de medio siglo, provenían de familias españolas de artistas y ellos siguieron esa huella haciendo su propio camino, aunque a él los padres lo querían ingeniero de puentes y caminos. Pero, nada, que el chaval de 19 se pasó de la universidad a la compañía teatral Ladrón de Guevara, porque ya no daba más de estudiar a desgano. Y Ana, que había nacido en Colombia, casi sobre el escenariodonde su madre Anita Tormo, de gira, estaba haciendo embarazada la Ofelia de Hamlet, creció entre utilería y candilejas, y debutó con toda naturalidad a los cuatro años.
Parece que Ana y Pepe se cruzaron en la España de sus mayores justo cuando él había optado por ser actor, doce años antes del flechazo que los fulminaría de amor en La Habana. Poco después del cruce de miradas entre la niña de 9 y el joven diez años mayor, estalla la Guerra Civil en España: Ana pasa hambre y miedo pero, a pesar de las bombas, la función debe continuar; Pepe se enrola del lado de la República, aunque había nacido por azar en la Argentina, en una gira de sus padres, obviamente. Cuando todo termina tan penosamente y Franco asume como sempiterno dictador, Pepe marcha al exilio, primero a Francia, después a México, donde empieza a trabajar en el cine (hasta estuvo con María Félix en La monja alférez). Y allí es donde Ana intenta encontrarlo: para su desaliento, él está en Cuba. Pero volverá y se formará una pareja para toda la vida, en las buenas y en las malas, sobre el escenario y en la televisión, en casa y en algún de hotel, de gira por supuesto. Pareja modélica, legendaria, que sigue unida por cierto en la desgracia, cuando Pepe tiene un infarto cerebral y queda lúcido pero sin capacidad motriz, y Ana lo cuida fielmente, amorosamente, lo convierte en su bebé durante más de una década, hasta hace año y medio. Porque para entonces, cuando Pepe padre enferma, ya Pepito y Roberto –los hijos de la pareja– eran adultos con vida y profesión hechas: el primero, no hace falta decirlo, dedicado con ahínco a escribir, dirigir, producir comedias musicales antes de que el género se pusiera de moda en nuestro país, sin dejar de lado algunas incursiones como actor.
La madre que parió
a Oscar Wilde
“Yo le dije a Pepe: a esta obra si no es contigo, no la hago. Antes de mi caída ya lo había decidido”, sentencia Ana María Campoy. “No era fácil escribir una pieza sobre Oscar Wilde, hay que hamacarse, es un poeta como una catedral. Por suerte, desde que Pepe escribió La importancia..., me subyugó. Con el agregado de que Pepe padre era locura que tenía por este escritor, porque se identificaba mucho con su estilo, el de la difícil facilidad. Oscar Wilde es un autor enorme que dice cosas muy profundas, pero de forma indirecta. Entonces resulta que esta pieza es como un homenaje a Pepe padre, que debo decirte que leía muy bien, para mí era una fiesta cuando lo hacía por la noche, cuando ya estábamos en la cama, me dormía feliz después de escucharlo. Pero cierta vez me avisó: te voy a leer algo muy duro que todavía no conoces de Oscar Wilde, un canto de amor que habla de algo tan difícil para su época como podía serlo una relación homosexual. Y me leyó De profundis y no pude pegar un ojo en toda la noche. Me preguntaba cómo se puede amar a alguien tan perverso como Lord Douglas, su Bosie. Tan canalla y tan bajo. Porque no se puede sufrir más por amor. Es decir, Wilde se enfermó de amor, lo arriesgó por ese ser que no se lo merecía.”
–¿Se te cae la baba por tu hijo Pepe?
–Lo que me gusta de esta versión que estamos haciendo es que de verdad pinta una época. Hay momentos que te crees que estás leyendo a Wilde. Queda mal que yo lo diga porque soy la madre del autor y del actor. Pero no me importa, ya estoy hecha, me da igual. En una época, cuando era muy joven, vivía preocupada por el qué dirán. Ahora me preocupa más lo que pienso yo, mi conciencia: poner la cabeza en la almohada, hacer un balance y saber que puedo estar en paz. Pero sí, lo admiro mucho a Pepe. Y aunque estoy involucrada, no te creas, también sé distinguir, tengo mis exigencias. Justamente por ser una dinastía de actores, no tenemos la costumbre de tirarnos flores: si no nos gusta algo, podemos ser terribles. Cada vez que Pepe me lee algo, rezo: Dios mío, que me guste un poco...Pero creo que La importancia de llamarse Wilde es una obra de madurez, para mí es un honor trabajar con mi hijo.
–Esta pieza llega en un momento en que, si bien perduran algunos prejuicios, se está produciendo un cambio de mentalidad, hay lugares en el mundo donde los gays se pueden casar. Algo bien diferente de lo que sucedía en la época de Oscar Wilde.
–Sí, afortunadamente se está produciendo ese cambio. Pero lo de Wilde va más allá de su condición de homosexual, porque él quería provocar a una clase social con sus críticas, mostrarles su hipocresía y eso no se lo perdonaron. Aunque es verdad que él pudo hacer algo para evitar ese juicio tan doloroso, con consecuencias tan terribles sobre su salud, que lo llevarían a morirse a los 46.
–Nadie que vea La importancia... y que conozca mínimos datos biográficos de ustedes dos, puede dejar de advertir que se trata de un jugado homenaje de tu hijo hacia vos, a esta altura de la vida y la carrera de ambos. Lo cierto es que no se trata meramente de una madre actriz y su hijo actor y autor que comparten cartel sino de una pareja escénica que se potencia fuertemente por diversas razones, en una obra donde se dicen mutuamente cosas ásperas, mordaces, durísimas.
–Te voy a decir lo que yo pienso, cuál es mi interpretación: considero que esta madre aparentemente permisiva, por momentos no sé si inmoral pero sí, seguro, muy desprejuiciada, no es precisamente la mujer más maternal del mundo. Para ella, la maternidad no es el gran papel de su vida y, sin embargo, está jugada a un gran amor por Oscar Wilde. Mi opinión personal es que, precisamente por esas características tan especiales, es fantástica. Creo que esta madre, Speranza, pretende llevar a Oscar al límite del ridículo para que no lo haga. Y él no entiende este mensaje. Al final de la obra está la clave: son iguales, o se asemejan muchísimo, por eso chocan permanentemente. Por eso ven lo que nadie ve, con una cuota de paranoia, es verdad. Pero se aman, no como amantes, no se trata de una relación transgresora sino simplemente de una madre y un hijo muy singulares. Aclaremos que esta madre está recreada por Pepe. Yo siempre he sido de querer con locura a mis hijos, pero lo de Speranza es otra cosa. Es un personaje muy contradictorio, pero a pesar de todo, de esos choques tremendos, ellos llegan a ese final de amor infinito, donde está claro que ella ama a Oscar por él mismo, independientemente de su fama y su grandeza. A la vez, ella es un personaje fantasmal, como toda la obra lo es. Ya todos han muerto, saben lo que va a pasar, desde luego también lo sabe el público. La única que no lo sabe es esta madre, que no está integrada a la historia, que aparece por su cuenta en escena en varias oportunidades.
–Hay versiones que afirman que Speranza, en realidad Jane Elgae, era un personaje un tanto excéntrico, escritora, sufragista.
–Yo creo que ella quería ser un poco Oscar Wilde, participar de su éxito. Y se involucró en un mundo frívolo para estar a su lado. A él lo que le encantaba era llamar la atención, tener actitudes sorprendentes, no pasar inadvertido.
–Bueno, era un dandy militante, en la pilcha y el espíritu, en todos sus gestos.
–La verdad es que es un personaje para hablar años de él, incluso para hacer un debate sobre educación y homosexualidad. Cuando una madre tiene un hijo homosexual, como en el caso de Oscar Wilde, resulta una situación difícil de manejar, saber cuál ha sido su influencia. Porque suele ocurrir que esa madre crea que ella ha tenido alguna falla al educarlo. Lo cual, por supuesto, no es así, porque tampoco es un defecto ser homosexual. Todo lo hizo Dios por algo.
–La idea de enfermedad sólo la puede defender hoy gente muy prejuiciosa, muy preconciliar y reaccionaria.
–Exacto. Pero esta madre de Wilde también pertenece a esa época victoriana, por pocos preconceptos que tenga. Es un fantasma un poco extraño, una mujer joven y al mismo tiempo vieja. Tiene un pájaro en la cabeza y dentro cuarenta mil. Uno se le escapó: ya no le cabían más. Yo la adoro, hacía mucho que no hacía este tipo de teatro que amo. Porque, aunque haga con felicidad la comedia y todo el mundo me identifique con ese género, a mí me tira más el teatro de corte más clásico; si es en verso, mejor. Me parece que es el lugar desde el cual el actor se puede expresar más plenamente. La palabra tiene otra importancia, se la dice de otra manera que a mí me encanta. Esta mujer, Speranza, tiene apenas cuatro escenas fuertes.
–Pero cuando ella no está, queda su sombra. Se la espera.
–Eso me apasiona, que tenga ese peso misterioso en la obra. Y me encanta como metáfora la idea del amor que comparte con el hijo. Porque el mar puede ser calmo, tormentoso, tenebroso, pero no se termina nunca. En esa locura por el mar coinciden ellos, ése es el punto de encuentro. Y de no regreso. Por algo, Pepe padre amó a Wilde más que ningún otro autor.
Aristócrata de la escena
–¿Nadie mejor que el escritor irlandés, entonces, para volver al teatro en compañía de tu hijo mayor?
–Nadie, si consideramos además que Pepe es el autor y el actor. Realmente estoy pasando un buen momento, a punto de cumplir los 79 el próximo 26. Como a todo el mundo a esta edad, siento que se me han volado los años. Es un lugar común, lo sé. Pero los he vivido en el teatro, haciéndolo lo mejor posible. Conozco este mundo desde la época de los cómicos de la legua, tan queridos por mí. Esos actores que eran capaces de pasar de lo más cotidiano al mundo de la ficción absoluta pintándose con rosas puestas en alcohol, porque no había dinero para comprar colorete. Y llegar a esta edad habiendo hecho todos los géneros, y ahora poder interpretar este personaje de Speranza en La importancia de llamarse Wilde, con mi hijo de 56, es un gran regocijo para mí. Le estoy tan agradecida a Pepe hijo, aunque fijate cómo me hostiga al final, no sabés el daño físico que me hace (risas). Porque mi pierna no está todavía óptima, y yo me agarro a él como a una roca para no caerme. Y él zarandea a esta madre a la que no querría tener y sin embargo ama profundamente. Esta Speranza y este Oscar son muy diferentes de mí y de Pepe, eso nos ayuda a despojarnos, a no involucrarnos en el plano personal.
–Cuando nació Pepe hijo, Pepe padre brindó porque fuera actor. Y Pepito lo fue hasta hace más de quince años. Ahora regresa para terminar de cumplir ese deseo.
–Sí, estábamos muy mal en La Habana cuando Pepito nació. No teníamos para pagar el sanatorio, así que me fui al mejor. Cuando ya envolví al niño para irme, le dije al dueño: “Le vengo a decir que ahora no le puedo pagar, sea piadoso, es una nueva vida, lo voy a hacer más adelante”. Y en ese mismo momento, Pepe estaba en Trinidad brindando porque su hijo fuera actor. Eso era la vida misma, aunque pueda sonar teatral la situación. Pepe tenía 31, yo 21, el colmo del masoquismo o de la mística. Pudimos haber tomado otros derroteros, pero no, nos quedamos a pelearla en este terreno, en este campo de batalla. Pepe y yo nos propusimos compartirlo todo, no pesar los papeles por separado sino juntos: si el papel de uno pesaba veinte y el del otro ochenta, nos daba igual. Lo importante era la obra. Para mí, lo he dicho muchas veces, el teatro es una aristocracia. De modo que yo, a esta edad, me he proclamado condesa.
–Las vueltas que da la vida y el teatro: ahora estás formando pareja protagónica con Pepe hijo, que es casi un clon de Pepe padre.
–Sí, desde que Pepe se fue, no sé por cuánto tiempo antes de volver a encontrarnos, Pepito tomó la posta. Por supuesto que Roberto, mi otrohijo, está presente. Siempre me siento un poco culpable por él, porque no lo involucro en las notas. El se ríe: “Mamá, si yo no soy actor, sólo soy tu hijo”. Pero el hombre que tomó las riendas de mi vida, de mi carrera, fue Pepe, y sigue en eso. Y yo lo que dure, quiero durarlo acá, en el teatro. No te hablo de morir en el escenario, que es una cosa aburridísima. En el escenario quiero divertirme, morirme de risa, en todo caso.
–¿Hacés algo especial para prolongar esa duración?
–Me cuido lo normal, hago una vida sana. Por supuesto, no me he hecho estéticas, no he pretendido detener el tiempo, salvo mentalmente: de eso me opero todas las noches, sí, sí... Hago un recuento, una autocrítica. Físicamente me encuentro bien para mi edad. Acepto que el tiempo pasó y que yo lo denoto en mi cuerpo, en mi anatomía. Pero en mi espíritu sigo siendo la misma Ana María de cuando tenía catorce años. Pienso muy parecido, haría las mismas cosas. Soy muy fiel a mí misma, muy pegada a los afectos, quizás a veces me hago demasiadas ilusiones.
–Tuviste momentos difíciles, de estrechez económica con los hijos chicos. ¿Cómo manejaste la doble jornada de ama de casa y actriz en épocas en que se culpabilizaba a la mujer que salía a trabajar teniendo niños?
–Lo hice a costa de mucho esfuerzo, la casa es muy trabajosa. Y yo he hecho todas las tareas en épocas durísimas, más el teatro o lo que fuere en ese momento. Pero me gusta ser una mujer de hogar, yo habría tenido cuatro o cinco hijos. La vida me llevó a tener que ganarme el sustento con lo único que sabía hacer, en este oficio me hice fuerte y ya no podría vivir sin él, es como una droga. Fijate que en un momento de la vida le dije a Pepe padre: “¿Por qué no me retirás como si fueras un viejito verde?”. “¿Y yo qué hago sin ti? Esto está muy pegado, no se despega, se rompe”, me respondió él.
–¿Era como separar siameses?
–Eso mismo, pero te aclaro que ser mujer de mi casa siempre me ha parecido tan importante como cualquier otra profesión, y yo he tratado de hacerlo bien, aunque a veces me sintiera tironeada, porque amaba tanto el teatro. Por eso, si tengo las cosas de la casa hechas, todo en orden, me tengo que ir al teatro, que es la prolongación de mi vida. Y me desespero si no llego a tiempo, aunque sea para estar sentada en la platea. La verdad es que yo nunca dejo de ser actriz, desde que me levanto hasta que me acuesto. Pero eso no quiere decir que sea una falsa: el teatro es la verdad para mí, la falsedad es la vida. En la vida no hacemos más que mentir, en cambio en el escenario un buen actor no miente, es fiel a un personaje. Yo, aunque haya ocho, diez personas en la platea, no me permitiría hacer trampa. Piso esas tablas y automáticamente soy honesta, no sé mentir, no sé hacer una obra a media máquina. Nada de “hoy la voy a hacer ligerito porque estoy cansada”. Y sin embargo, a lo mejor en la vida privada puedo macanear un poco, decir alguna mentirijilla.