Vie 23.07.2004
las12

La vida sin mi

(De las innumerables cuestiones a tener en cuenta antes de decidir sobre la propia muerte.)

Luis del Mármol es, al parecer el último gran librero vivo. Su conocido carácter bilioso lo lleva a afirmar que su calle preferida es una que se llama Los endemoniados. Por suerte, ahí nomás en el bar, Nicolás Casullo le refutará inmediatamente que prefiere la Diderot del DF, y de paso ¡ésas son ciudades, las que ponen en sus placas nombres de filósofos franceses! Entonces, su sobrino Martín Subieta, que practica el populismo, sale con la gracia de que no sabe por qué la calle República de Israel, al llegar a Palestina, cambia de nombre. En medio de ese debate municipal, practicado en su local de la calle Gorriti, Del Mármol ejerce su oficio maligno aunque lucrativo de no darle al cliente lo que éste quiere. Y él adivina con sólo un semblanteo, que no incluye cartas de tarot ni péndulo, cómo inocularle un vicio del que carecía antes. Es como ir a un prostíbulo, pedir una rubia en portaligas y que se le ofrezca una sobaquera transpirada o una botita de 22 botones. Por ejemplo, a algunas clientas entradas en años, Del Mármol las inicia en el culto del libro de suicidio. Más allá de Levantar la mano sobre uno mismo, de Jean Améry, o de Libertad fatal de Tomás Szasz, que pueden consumirse hasta con aburguesamiento académico, él ofrece otro, más secreto, que propone y hasta festeja el suicidio alegre. A esta altura es preciso aclarar que los libros más perversos ofrecidos por Luis del Mármol suelen ser grises, de papel troquelado y de no más de 80 páginas. El suicidio alegre y documentado fue ejercido por Henri Roorda, educador de Lausana, el 7 de noviembre de 1925, utilizando el revólver que tenía a buen recaudo entre los muelles de su colchón. Dejaba detrás un panfleto cuyo escueto título, Mi suicidio, parecía aludir a la pertenencia definitiva a sí mismo del Catón de Plutarco al exclamar “ahora soy mío” antes de suicidarse. Redactado por un tal Balthasar, su argumento apela a la estética de Breton de asociar arte y vida hasta perder esta última sin asegurar el primero. Pero luego renuncia en nombre del mal gusto que involucra el ceder ante la voracidad del público por el melodrama y realizar un acto que podría traer el desprestigio a un espacio donde se la ha pasado bien. Cito: “Quisiera que mi suicidio procurase un poco de dinero a mis acreedores. He pensado ir a ver a Fritz, el dueño del Gran Café, y decirle ‘anuncie en los periódicos una conferencia sobre el suicidio por Balthasar y añada en grandes caracteres que el conferenciante se suicidará al final de su conferencia’. (...) Estoy seguro de que tendremos mucho público. Pero he renunciado a esta idea. Seguramente Fritz se hubiera negado, pues mi suicidio podría dejar una mancha imborrable en el suelo de su honorable establecimiento”. El narrador había llegado a evaluar su acto como una mercancía por la que podría pagarse de 20 a 5 francos según la ubicación, sin contar con que el precio de las consumiciones se elevaría tres veces sobre el normal. El tal Baltasar, que se describe como socialista y desde la infancia “paladín de la criada”, afirma suicidarse por el pan y por las rosas quitando del ideal socialista la mera distribución material y satisfacción de la necesidad. Es decir, con un touch de socialismo utópico se suicida en contra del pan, la leche, las verduras y los “macarrones sociales sinqueso”. Nada de granja colectiva en su ideología anticapitalista y sólo defensora del egoísmo hasta el acto final, ni de trabajos duros con el módico premio de la igualdad: la verdadera justicia consistiría en satisfacer hasta los excesos para dejar libre el espíritu. Su suicidio tiene un argumento sencillo: si sigue viviendo no está dispuesto a renunciar a la gran vida y eso no haría más que acrecentar sus deudas. Es cierto que tiene amigos que le han propuesto mantenerlo a cambio de que desista de su acto. Pero eso no le quitaría algunas preocupaciones y tratos humillantes. Además, contrariamente a Sócrates, que le debía un gallo a Esculapio, no debe un gallo sino mil. Seguir viviendo prolongaría su situación de parásito y, al mismo tiempo, de esclavo. Se trata de una muerte elegida en plena facultad para gozar de los alimentos terrestres, pero por un hombre cansado que mantiene un apetito de ogro, un productor perezoso pero, al mismo tiempo, un consumidor siempre dispuesto. Mi suicidio denuncia el absurdo de invertir la juventud en la preparación de la vejez, es un suicidio pro cigarra, pero también de una cigarra que se niega a seguir viviendo a la hormiga antes de que ella misma le cierre la puerta de su cueva: “Cuando me hablan de los Intereses superiores de la Humanidad, no comprendo de qué me hablan. Pero me gusta el solomillo de corzo y el borgoña viejo. Y sé lo adorable que pueden ser la poesía, la música y la sonrisa de la mujer”. En medio de su alegría fúnebre, Balthasar sostiene la joie porque no habrá nunca en el fin de su camino un juez supremo –es ateísimo–, mientras que él ha burlado los tribunales un poco cómicos de este mundo. Triunfo del moroso que, sustraído al reproche de sus acreedores, deja de ser moroso para desaparecer en la categoría de filántropo al ahorrarles a los otros pechazos futuros. ¿Acaso Baltasar no es el nombre de un rey mago? ¿Es decir, un donador? Todo un suicidado en nombre del país de Jauja.
Balthasar se mata para ponerle fin a una deuda. Pero como no es posible que un autor se mate dentro de un libro que ha llegado hasta el final, Henri Roorda lo hace después. Teniendo la opción de seguir haciendo el parásito gourmet, a costa de la paciencia de sus amigos, o de administrar los placeres intercalándolos al trabajo, elige condenarse a muerte antes que renunciar a saciar sus apetitos. Roorda imagina lo que harían las buenas conciencias gobernantes si los pobres se suicidaran en masa. De fallar, piensa, serían furiosamente castigados en nombre del humanismo. El Estado, denuncia, suele querer para sí el monopolio de la violencia, la dieta distributiva de calorías y las medicinas que llegan después de la muerte. Entonces, con el acto que precedió a su panfleto, propone el piquete in extremis de sustraerse a sí mismo en nombre de la vida verdadera.

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