Vie 06.08.2004
las12

LIBROS

La mujer muerta, el hombre mudo

El modo en que la poeta Silvia Plath eligió morir y la avidez por desenredar la madeja de razones e intenciones que ella embrolló en sus últimos poemas, más el silencio autoimpuesto por Ted Hughes –su marido y para muchos, responsable del suicidio– han sido argumentos tentadores para biografías. Así lo entendió Janet Malcom, autora de La mujer en silencio, quien además de hacer la propia, va más allá y construye un ensayo sobre el género.

› Por Mariana Enriquez

Por Mariana Enriquez

Cuando Sylvia Plath puso fin a su vida en febrero de 1963, dejó mucho más que el testimonio de una poeta extraordinaria muerta prematuramente: abrió una caja de Pandora fenomenal, material para una novela trágica donde sus protagonistas –la propia Sylvia, su esposo el extraordinario poeta Ted Hughes, su madre, su cuñada, los amigos y testigos– tienen otra vida, que se relata en las biografías de la poeta, los escritos íntimos, los testimonios. Y esa novela tiene un nudo narrativo central: qué le pasó a Sylvia Plath en sus últimos días, cuando su crisis emocional desencadenada por la separación de Hughes la llevó a vivir sola con sus hijos en la casa de Fitzroy Road Nº 23, donde escribió Ariel, la colección de poemas que la hizo célebre. Poemas furiosos, llenos de desdén, capacidad revulsiva, belleza y autoridad. Quizás el más famoso es Señora Lázaro, donde Plath escribía:

Morir
Es un arte, como todo
Yo lo hago excepcionalmente bien

Tan bien, que parece un infierno
Tan bien, que parece real
Supongo que se podría hablar de vocación.

Después de dos meses de creación frenética, Sylvia Plath se suicidó metiendo la cabeza en un horno de gas mientras sus hijos dormían en una habitación cercana, que ella había aislado de los escapes de gas y donde había dejado tazas de leche y un plato con pan. Llevaban seis años casada con Hughes, y se había separado el otoño anterior.
La narración mítica siempre tuvo un villano: Hughes, el infiel, el poeta de atractivo magnético que sedujo y abandonó a Sylvia. Y ese congelamiento de Sylvia Plath-víctima y Ted Hughes-victimario se arma y desarma con dos bandos claramente identificados: los biógrafos que apoyan a Ted (la minoría) y los que convierten a Plath en una heroína trágica (la mayoría). El debate no tiene fin y se alimenta con el silencio de Hughes quien, desde las sombras de su relativo retiro, participa de las ediciones de diarios y cartas de su esposa muerta, suprimiendo todo aquello que considera innecesario. Algunos –la mayoría– consideran a esta acción de Ted “censura”. La minoría cree que está ejerciendo su legítimo derecho. Lo cierto es que cualquier biógrafo que pretenda escribir sobre Sylvia Plath debe pasar por los Hughes –especialmente por Olwyn Hughes, hermana del poeta y agente literaria del legado de Plath desde mediados de los 60– que no dudan en lanzar descargas de artillería durante el proceso de escritura, y después de la publicación.

La biografía imposible
“En una obra que no sea de ficción, casi nunca sabemos de verdad lo que pasó. El ideal de la información sin mediaciones habitualmente sólo lo consigue la ficción, donde el escritor informa fehacientemente de lo que se le pasa por la imaginación”, escribe JanetMalcolm en La mujer en silencio, el libro recién editado sobre Sylvia Plath y Ted Hughes. Pero es mucho, mucho más que un libro sobre la pareja. Es un ensayo sobre la (im)posibilidad de escribir una biografía, y un desconcertante y analítico desarrollo de la trama que se construyó alrededor de Plath y Hughes. Malcolm no busca la verdad, parece decir que tal cosa es imposible. Se limita a referir sus encuentros con los biógrafos de Plath, con Olwyn Hughes, con los amigos de la poeta; ofrece las cartas de todas las partes y complejiza la estructura de Sylvia-mito hasta límites impresionantes. Es un ejercicio sobre la indiscreción, la avidez, el pudor, las media verdades y una lección sobre la construcción de una biografía.
Malcolm, además, se ubica en una posición provocadora: afirma que está del lado de Ted Hughes. “Los defensores de Sylvia, muchos de ellos feministas, no son en esta lucha representativos de una especie de movimiento de liberación de la mujer”, escribe. “Quieren devolverle a Plath los derechos que perdió cuando murió. Quieren arrebatarle a Hughes el poder sobre sus restos literarios que él adquirió cuando Plath murió sin hacer testamento. Quieren suprimir su derecho a censurar sus diarios y cartas. Pero al hacer eso, al devolver a Plath la categoría de viva, simplemente realizan una sustitución: mandan a los Hughes abajo, para que ocupe el lugar de Plath entre los muertos, sin ningún derecho”.
Pero al ser parcial, Malcolm tampoco se erige en defensora incondicional de Hughes. Simplemente se niega a ubicar a Sylvia en el lugar de víctima
(“Plath nunca solicita nuestra simpatía. No se rebaja a ello”, escribe), y también defiende el misterio de los poemas de Ariel, negándose de lleno a pensarlos desde el romanticismo, como el producto de una mente inestable: “El modo en que la niña bien alimentada y rubia de Estados Unidos se convirtió en la mujer delgada y blanca en Europa que escribió poemas como “Señora Lázaro” y “Papaíto” sigue siendo un enigma de la historia literaria; un enigma que está en el núcleo de la urgencia nerviosa que impulsa la empresa biográfica de Plath, y la fascinación que la leyenda de Plath ejerce sobre nuestra imaginación”.
Sylvia Plath se casó con Ted Hughes en junio de 1956. Durante el matrimonio, escribió la novela La campana de cristal, crónica de la depresión nerviosa, intento de suicido y recuperación de Esther Greenwood, alter ego de Sylvia. La autora no teme ser desagradable en esta notable novela, tanto que la publicó con el seudónimo de Victoria Lucas para no herir las susceptibilidades de las personas reales en que basó a sus personajes (especialmente su madre). Ese doble juego, cree Malcolm, esas dos caras de Sylvia, son reflejo de la doble moral de los años cincuenta, que Sylvia encarnaba. “Se hizo mayor en una época en que la simulación era intensa. La historia de su vida es una historia representativa de las dos caras de esa temerosa década. Sylvia Plath encarna de un modo vivo casi emblemático el carácter casi esquizoide del período. El tenso surrealismo de los últimos poemas y el apagado realismo de su vida son grotescamente incompatibles”. En “El aspirante”, de Ariel, Sylvia escribía:

Una muñeca viva, mires por donde mires
Sabe coser, sabe guisar
Sabe hablar, hablar, hablar

Funciona, no tiene averías
Si tiene agujeros, será cataplasma
Si tiene ojos, será una imagen
Es tu último recurso
¿Te casarás, te casarás, te casarás con ella?

Esas dos caras también aparecen en los diarios y las cartas de Plath. Fueron publicadas por su madre, con permiso de Hughes, y la muestran como una chica aplicada, responsable, modelo. Los diarios, que aparecieron en1982, muestran a otra mujer, más mordaz, más angustiada, fundamentalmente más sexual. El episodio sobre su primer encuentro con Hughes en una fiesta es clásico: “Luego me besó con fuerza en la boca. Y cuando me besó el cuello le mordí con fuerza la mejilla un largo rato, y cuando salimos de la habitación, le corría sangre por la cara. Y grité para mí misma, pensando: ah, entregarme a ti con estrépito, luchando”.
Hughes suprimió bastante del contenido original de los diarios. Y también destruyó –o conservó y no quiso publicar– dos de ellos, escritos durante los últimos días de Sylvia. Ese material es el botín ansiado por todos los biógrafos. Pero Janet Malcolm apunta que si el poeta deseaba tanto preservar su vida privada, es sumamente extraño que permitiera publicar estos textos: mutilados o no, contienen pasajes de una intimidad pavorosa, que no lo dejan bien parado. Malcolm se pregunta por qué lo hizo Hughes entonces, pero no intenta responder el interrogante: le da la palabra al poeta, y se corre de la discusión. Escribe Hughes en una carta a la biógrafa de Plath Anne Stevenson: “Yo nunca he intentado ofrecer mi versión de Sylvia, porque desde el primer día vi con toda claridad que soy la única persona de este asunto a la que no pueden creer todos los que necesitan encontrarme culpable. También sé que la alternativa, mantenerme en silencio, me convierte en blanco en el que se proyectan todas las peores sospechas. Preferí eso a dejarme arrastrar al ruedo y ser asediado y espoleado y aguijoneado hasta que vomitara todos los detalles de mi vida con Sylvia para gran disfrute de cientos de profesores y licenciados en literatura inglesa”.

La trama infinita
Janet Malcolm entrevista a la mayoría de los biógrafos de Plath, desde Anne Stevenson (pro Hughes) hasta Al Alvarez (pro Plath). Entrevista a sus amigas, Elizabeth Sigmund, Clarissa Roche. Tiene un diálogo fluido con Olwyn Hughes, y se cartea con el escurridizo Ted. Hasta visita al vecino de Plath en el momento de su suicidio, Trevor Thomas, autor de un pequeño libro de memorias sumamente hiriente para Hughes. Adjunta gran parte de las cartas que Olwyn y Ted enviaron a los biógrafos de Sylvia, la mayoría muy largas y obsesivas, detallistas. También las reseñas cruzadas, las cartas de los Hughes a los medios, las cartas de Sylvia a su madre. Comete errores: muchas cartas faltan y jamás serán encontradas. Malcolm desnuda la manipulación, las especulaciones, los chismes, los exabruptos, sus propias contradicciones. Cuando la vence la curiosidad y se acerca en taxi a Court Green, la casa de Ted Hughes, afirma que “sentí vergüenza por mi complicidad en el acoso que había hecho de su vida un tormento. Ahora yo formaba parte del grupo de los que lo perseguían”. Cuando visita al vecino Trevor Thomas, que vive en una casa increíblemente recargada y desordenada, encuentra una analogía con respecto al trabajo del biógrafo: “Así son las cosas. Así es la realidad inmediata, con toda su multiplicidad, azar, inconsistencia, redundancia, autenticidad. Ante el desorden magistral de la casa de Thomas, las casas ordenadas en las que vivimos la mayoría parecen mediocres y sin vida; igual, y en el mismo sentido, que las narraciones que se llaman biografías palidecen y se hunden ante la desordenada realidad que es la vida”.
En esa desordenada realidad vivieron Sylvia Plath y Ted Hughes; con la muerte de la poeta, el cuidado escrupuloso de Hughes se pareció más a una rebelión: Hughes no quiso ser un personaje de ficción, parece decir Malcolm, no quiso que se escribiera de él como si estuviera muerto, trató de recordarle al mundo que los hijos de su esposa muerta están vivos, y que él tenía que lidiar con esa ausencia. La posición de Ted queda expuesta en una carta escrita a Al Alvarez, el crítico que describió los últimos momentos de Plath: “Mis hijos tenían suficiente con los hechos y las verdades vivas en el mausoleo que Sylvia dejó para ellos. Lo que tus recuerdos proporcionan no sólo son hechos, sino veneno. El veneno no es menos venenoso porque sea un hecho. Me saca de quicio ver mis experiencias y sentimientos privados reiventados de ese modo brutal, blandengue, einterpretados y publicados como la historia oficial, como si yo fuera un dibujo en una pared o preso en Siberia. Y ver que la usas a ella del mismo modo”.
¿Censor o padre cuidadoso? ¿Villano u hombre atrapado en el huracán Sylvia? Malcolm no abre juicio sobre Hughes, ni sobre los otros implicados en esta guerra personal-literaria que tiene al cadáver silencioso de una mujer en su centro. Sencillamente plantea que la realidad es infinitamente más compleja que la ficción, y que la Sylvia ficcionalizada –y el Ted ficcionalizado– quizá se parezcan muy poco a las personas reales. Biografía de las biografías de Plath, La mujer en silencio es un texto revisionista, que cuestiona la legitimidad del género, y trata de dialogar con dos mudos: la mujer muerta, y el hombre que calla. Pero esos silencios están cargados de susurros, dice Malcolm. Y ella trata de escucharlos.

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