Vie 12.04.2002
las12

SEXUALIDAD

El grupal

“Sexo grupal” suele decírsele ahora a lo que desde la antigüedad se conoce como orgía. Una vez traspuesto el límite de los dos integrantes de una pareja, hay varias opciones, cada una de ellas con códigos, especialistas y hasta organizadores que se ocupan de que no falte la bebida, pero tampoco las medialunas del desayuno.

› Por Marta Dillon

La organización exige tiempo y esfuerzo. Entre siete y diez días son necesarios para tejer las redes que harán seguro el abismo de una orgía. O de “un grupal”, como suelen llamar los iniciados a esa práctica en la que pueden enredarse hasta 40 personas, sumidas en el murmullo de ayes y gemidos, en el chapoteo de los fluidos, el deslizarse del látex, la confusión de las manos, las piernas, lo cóncavo y lo convexo. Cuarenta es un número posible, al menos está anotado en la experiencia de Hugo, un hombre maduro y voluminoso, que esta misma noche verá concretarse eso por lo que estuvo trabajando toda la semana. Julie y Andrés lo acompañan en los trámites previos al encuentro. Los tres están en la cocina de una vieja casa de Partenal convertida en club de encuentros sexuales. Es una cocina común, con la pintura algo derruida, la mesa de fórmica, las sillas de aluminio, la luz desnuda de una bombita eléctrica. El televisor está prendido, como en tantas otras cocinas, sólo que el zapping enseña las mil y una posibilidades de los cuerpos cuando se entregan al estímulo de los genitales, siendo rubio/a y siliconado/a, tal como lo exige el porno del primer mundo. Pero ellos no miran la tele, la dejan correr, nada más. Están atentos al teléfono, el primer filtro que tamiza a los interesados en participar en “el grupal”. La dificultad, como siempre, es el equilibrio. Hay que asegurarse un número de mujeres digno frente a los siempre dispuestos varones heterosexuales. Estamos hablando de orgías de este tipo y las cosas tienen que quedar claras desde el principio: ni drogas, ni violencia, ni homosexualidad masculina. Con las mujeres es distinto, a ellas se les permite todo y los organizadores, incluso, hacen estadísticas. Hablan de un 90 por ciento de ellas dispuestas a entregarse a la bisexualidad sin complejo alguno. Por lo demás, la organización exige lo que cualquier fiesta: bebida abundante, pero sin excesos, algún bocadillo para los entretiempos, un lugar acorde que en este caso está asegurado y, eso sí, preservativos. Muchos preservativos. Veinte personas dedicadas al placer mutuo y simultáneo requerirán no menos de cien condones de buena calidad.

Hugo está orgulloso de su nidito de amor en masa. Ha sido habitué durante cuatro años de otros “boliches” en los que el sexo explícito no sólo está permitido sino que es la clave de su existencia. Pero quería tener el suyo. El primer piso de la agrupación vecinal que dirige en El Palomar ya no era funcional para sus encuentros, aunque le ha dado múltiples satisfacciones. Es un anfitrión nato y le gusta hacer sentir bien a sus invitados, incluso ofrecerles alguna sorpresa. Como aquella vez que se juntaron veinte parejas “y terminamos a las seis de la mañana, en bolas, haciendo tortas fritas”. Durante el día le había pedido a “los muchachos de la agrupación” que amasaran, puso los bollos en el freezer y silenció las protestas de las mujeres cuando propuso la bacanal después de la bacanal. “¡Claro! Las minas no querían saber nada cuando les dije, creían que tenían que amasar, más ellas, que después tienen que limpiar. Pero las tenía ahí, listas y las hice yo mismo.” La idea de Tu Club, eselugar que abrió en Paternal, es justamente ésa, dar lo que otros boliches no dan. Un precio accesible –30 pesos “el (hombre) solo”, con canilla libre; y 20 la pareja, en las mismas condiciones– y algunos extras. “El otro día, por ejemplo, hice una pata de jamón, enterita, a la parrilla y después les tiro unos sanguchitos, para que repongan fuerzas –hay que entender que hombres y mujeres suben y bajan de su propia cima más de una vez como obedientes y esforzados escaladores–. Y a la mañana, tipo seis o siete, les sirvo el desayuno, facturas calentitas con café con leche bien hecho. Atender bien a la gente no cuesta nada.” Este hombre entiende perfectamente los ritos de hospitalidad sexual de los esquimales o de algunas tribus en Oceanía. Pero ninguna ofrenda lo es totalmente sin comida. Es un hombre de gran tamaño, hay que decirlo, uno de sus verbos favoritos, seguro, es comer. Aunque también podría escribirse con g. En la semipenumbra de su bar, ubicado en la nada sutil calle Dickman –dick en inglés es lo que polla en castizo moderno– y lindante a una fábrica de hostias (!), se hace difícil imaginar el tránsito de los cuerpos. Es que el secreto está en el fondo: dos dormitorios vacíos con la única excepción de una cama matrimonial tamaño king y edredones elegibles en cualquier shopping. Allí es donde sucede todo. En el primero se puede entrar aunque la puerta esté cerrada. En el segundo, con una única luz negra, hay que tener acuerdo para entrar, las vacantes son limitadas. “Porque ahí pasa de todo, pero de todo, de todo”, dice Hugo con un guiño en el que hay que entender que allí los hombres también se disfrutan mutuamente, algo que, como dijimos, no está permitido en “el grupal” convencional. Hay un detalle más en el salón central de Tu Club, algo en lo que Hugo ha puesto grandes expectativas: un inmenso hogar a leña con campana de metal que no sólo da la calidez necesaria para el invierno sino que además promueve situaciones. “Las chicas vienen, arriman un quebracho...”, sugiere Hugo, dando por sobreentendido que en ese acto ellas erguirán la grupa, tentando así a sus eventuales compañeros. Esos pequeños gestos, como casi todo lo demás entre quienes conocen las ventajas y desventajas de la orgía organizada, son una cuestión de códigos.
“De las miradas lánguidas los indios pasaban, sin transición, al toqueteo. Había quienes se estiraban en el suelo como para descansar, arrastrando consigo a sus vecinos, que, blandos, se dejaban llevar, había quienes se abrían como flores o como bestias, quienes se paseaban buscando, entre la multitud, el objeto adecuado a su imaginación, con la minuciosidad descabellada del que quiere hacer coincidir, como si estuviesen hechos de la misma pasta, lo interno y lo externo.” El texto es un fragmento de El Entenado, la novela de Juan José Saer en la que se describe la orgía a la que, imagina, se entregaban los indios de la Cuenca del Plata cada vez que comían carne humana. Un ejemplo local de la utilización de la orgía como un ritual religioso, generalmente dedicado a la celebración de la naturaleza, la fertilidad, la cosecha, en más de una cultura antigua. “Una ventana mística”, en palabras de Bataille, una vía de acceso a estados de conciencia alterados, alentados muchas veces por alucinógenos –como en la celebración de los misterios dionisíacos en la antigua Grecia, o en las orgías que emularon los beatniks en la década del ‘60–, o simplemente por la visión de los cuerpos desarticulados que se buscan por partes, recortados, entreverados. Las orgías que se organizan en Buenos Aires como perfectas puestas en escena no quieren nada más allá de los cuerpos. Pero esa intimidad, esa búsqueda de alguna catacumba que los proteja (en Floresta o en Paternal), creer que van más allá que el resto, les da a los participantes asiduos un sentido de pertenencia similar al de la tribu. Ellos se reconocen en la calle, con unas cuantas palabras clave sabrán que pueden hablar sin pudor e incluso invitarse para el próximo encuentro. Conocen los códigos, una palabra fundamental, aunque intangible y variable de grupo en grupo. Aunque Fiama, una mujer de 33, madre de una hija y orgullosa esposa de un “superdotado humilde”, no esté de de acuerdo, para ella el sinónimo de código es respeto. “Se trata de entender lo que desea el otro, de no avanzar más allá, de ser cuidadoso.” Otros, como Daniel y Beatriz, editores de la revista Entre Nosotros -nosotros se refiere a quienes disfrutan de las combinaciones sexuales que se pueden dar cuando intervienen más de dos–, se animan a ordenar esos gestos que forman el código. En su revista ofrecen verdaderos manuales sobre el comportamiento adecuado en “un grupal”: “Si por alguna razón alguien que no es deseado se nos acerca y nos toca (...), sólo basta con mover delicadamente la parte del cuerpo que se nos está acariciando de manera que él o ella entiendan que no deseamos continuar con el juego. Ahora bien, desestimar el inicio de un juego que sabemos terminará en penetración es una cosa, evitar ser en todo caso tocado es otra”. Las cosas claras, como se ve, conservan la amistad y si uno se introdujo en el magma de cuerpos puede elegir, pero nunca tanto. Hay otro detalle: no se puede confundir “el grupal” con un mero intercambio de parejas, por eso la revista Entre Nosotros aconseja “como dato final: nunca se retiren con otra pareja de una reunión al poco tiempo de haber entrado, porque todos sabrán que fueron a pescar parejas. Esa es sin duda una actitud poco respetuosa y no les hará quedar bien para futuro”. Pertenecer tiene sus privilegios, y sus obligaciones.
“La orgía es como el mar: entrás, salís, te tirás a tomar sol.” Cuando quiere, Víctor Maytland puede ser un poeta. El se sitúa al margen, organiza encuentros como propietario, junto a su socio Matías, de la revista Atracción Sexual, pero no participa. Es, en todo caso, quien sirve las bebidas, provee los preservativos o alcanza un tentempié de jamón y queso. “Cuando conocés la cocina, ya no te pasa nada, ni siquiera nos erectamos –ellos, Víctor y Matías, no sus órganos–; el sexo grupal es demasiado elaborado para mí. Además ves a los tipos tan preocupados por erectarse que te das cuenta que no disfrutan.” Y a Víctor no le gusta “provocarse”, quiere que la sangre acuda a su entrepierna sin necesidad de estimulación manual, como hace “el 80 por ciento de los hombres”. Igual que las ocho personas entrevistadas, Víctor desgrana conclusiones diciendo que justo estuvo hablando de ello más temprano. “En estas cosas se arranca por el espejo, al que le gusta mirarse en un espejo, le va a gustar un grupal. El problema es que miran muchas películas y las porno no son buenas enseñanzas. Ahí está todo bárbaro porque no ven la otra parte, minas molestas, tipos que –otra vez– no se erectan”, y lo dice con conocimiento de causa, él es el único y más reconocido director de películas porno nacionales y autor del primer reality show de sexo explícito ¡del mundo! Si de algo puede hablar Víctor es de las costumbres sexuales de Buenos Aires más allá de la pareja. “Nosotros rompemos mitos, porque los que se dicen swingers, que dicen que tienen códigos muy estructurados, que sólo de cuatro, es mentira, en todos los boliches se arman quilombos. Había uno, Cleopatra, que hasta a mí me impresionaba, se decían: ‘Hola, mucho gusto’, y se ponían en bolas.” Entre los almohadones de ese lugar llegaban a mezclarse más de cincuenta cuerpos ansiosos y mojados por diversas sustancias. Víctor describe las acrobacias en grupo como quien, ya cansado, se ha sentado sobre una piedra a observar el devenir del tiempo. Dice que los pruritos son mentiras, que muchos hombres se hacen acompañar por mujeres que cobran por ello “sólo para ligar por canje”. Pero desde otro lugar, Hugo, con sus 49 años y su experiencia, lo desmiente: “El gato es como el negro, siempre destiñe”. En lo que acuerdan los dos es en la ausencia de drogas –”si te drogás, no funcionás; y si estás pasado de alcohol, te echan flit”–, de violencia y de “homosexuales masculinos”, pero, como las brujas, todos susurran que los hay, aunque ni ellos lo sepan amparados en añejos matrimonios. “Lo que pasa es que no se puede, porque todos los tipos entramos con miedo. Yo, la primera vez, me apoyaba en las paredes porque pensaba: ‘En este quilombo me la ponen’”,dice Andrés de 35, el marido y primer hombre de Julie, con quien se casó hace diez, cuando ella tenía sólo 15.
Fiama es una mujer decidida. Tiene una voz finita y sibilante que usa todo el tiempo para hacer propuestas indecentes, una de sus mayores diversiones es asustar a los no iniciados. Su debut en actividades grupales fue poco convencional: se dejó llevar por una fantasía antigua, nacida al calor de la represión de su madre que la acompañaba hasta a los bailes –porque según ella los tipos “podían hacértelo ahí, de parados”–, y contestó un aviso que pedía actrices para películas pornográficas. “Fui y me preguntaron qué me animaría a hacer. Yo les dije: ‘Bueno, que quería hacer algo poco convencional, algo que no se había hecho’.” Su fantasía era ser protagonista de un gang bang, lo que quiere decir ser la única mujer entre muchos hombres que quieren tener sexo con ella. “Le pedí quince hombres y me consiguió doce. Al principio estaban sorprendidos, me decían que no me iban a pagar por cantidad de hombres sino por tiempo, y no era por plata que lo proponía.” La experiencia no fue lo que ella buscaba, de los doce sólo dos pudieron penetrarla, el resto se dedicó a las manualidades. Igual ella consiguió ver, entre todos, algo mejor: un marido, Héctor, de quien todavía se considera admiradora de sus atributos físicos. Y aunque cada vez que puede se anota para volver a filmar, en privado también se dedica a los grupos. Pero, eso sí, grupos reducidos, su ideal son los tríos. “Somos cazadores de víctimas incautas”, se confiesan Héctor –un cruzado en apoyo de la pornografía nacional– y Fiama. ¿De qué se trata? “Por ejemplo, la otra vez, Héctor se encontró con un amigo al que no veía hace veinte años y lo invitó a casa. Cuando llegó, le dijo: ‘Mirá lo que tengo para vos’. Era yo, desnuda, boca abajo, tapada con una sábana. Le dijo que me toque y no sabés, le temblaban las manos al pobre.” La historia resultó tan bien que tres días más tarde el amigo llamó pidiendo una segunda vuelta, que desde entonces no había podido dormir pensando en su experiencia. Mientras Fiama almuerza lo que amorosamente le preparó su marido, trata de clasificar a los que se dan a los juegos de grupo, sentando claramente la preferencia de la pareja por quienes tienen “buena onda, los del palo, los que comparten todo” y, por supuesto, por eso que llaman “víctimas”. “Están los que tienen un pequeño morbo y recurren a gente arancelada por el diario. Son casos de emergencia, calenturas del momento.” Y en el peor escalón del ranking sitúan al “típico machista porteño pelotudo, ese que cree que puede hacer de todo, pero a su mujer no se la pueden tocar. Esos son los que llevan a sus parejas presionadas y encima siempre quieren estar con dos mujeres, para no arriesgarse”. Ellos mismos se anotan entre los discretos que gustan esperar la ocasión para organizar un trío y hasta un intercambio de parejas, aunque sólo una vez resultó como esperaban porque las otras veces Fiama “se quedó con hambre”. A una marea de cuerpos no entran más que cuando filman, la cantidad los abruma, la pérdida de control no les interesa. Ellos quieren ser entrenadores de no iniciados, dirigir la escena y no abandonarse a ella. “Además, me causa rechazo el olor; la primera vez que fui a un grupo parecía un trencito eso, era una pescadería.”

Julie es menudita y agradable, tiene un flequillo lacio que casi le tapa los ojos y confiesa que miente en casi todas las notas, menos en ésta. ¿Por qué habría que creerle, entonces? “Porque esto te lo digo a vos, entre mujeres. Además, sólo miento en televisión.” Claro que su experiencia en la pantalla es vasta, llegó hasta “El show de Cristina”, en Miami, en donde se presentó desnuda para completo espanto de su familia con la que, por suerte, ya arregló sus cuitas. Dice que pasaron años desde que apareció la fantasía del grupo hasta que se decidió a concretarla. Y que la primera vez fue horrible. “Celos, mal”, elige, como única definición. Por eso la mayor parte de los tríos los prefiere con su maridoy con otro hombre. Y él acepta complacido, porque, según Andrés, las chicas son las que mandan y las que definen. “Te diría que hacemos un grupal dos veces por mes, y en un mes bueno. Porque a mí no me gusta relegar mis cosas por esto, es un gustito que nos damos, pero en su justa medida.” Sentada entre Hugo y Andrés, tomando apenas un traguito de cerveza porque ya es tarde y no hay riesgo de emborracharse, asume, igual que sus compañeros, que en “esto hay siempre una suma de inseguridades”. Por eso jamás estaría con una de “esas que se creen leonas, ni con un tipo soberbio, con nadie que me quiera tapar”. No hay demasiadas exigencias estéticas, la ventaja del “grupal” es que todo el mundo recibe lo suyo en el alegre montón. “Además, siempre hay mucha gente para elegir y todos saben a lo que van, es fácil hablar tranquilo porque somos todos iguales.” En resumen, una práctica auténticamente democrática en la que se pueden usar salidas de emergencia. “No podés decir que con alguien no lo harías ni loca, pero te podés ir al baño, o decir que te acabás de indisponer”, claro que hay que hacerlo con elegancia. “Lo que a mí me gusta, además, es encontrarnos con la gente y no hacer nada, ser amigos, compartir la plaza con los chicos, porque así te das cuenta de la buena onda.” De la misma manera que disfrutan de los momentos de relajo de la gimnasia grupal, cuando pueden hablar y reírse, lo hacen, incluso de sí mismos. Para una buena distensión, Hugo tiene sus servicios: ducha, patio con mesas en la que sirve el desayuno o la comida y una pileta en la terraza. Como la fábrica de hostias sólo funciona hasta las tres de la tarde, el que lo desea puede bañarse en la Pelopincho sin traje de baño, “han pasado aquí días enteros tomando sol en bolas”, acota Hugo. Esos momentos no son para los predadores de esta especie, esos que llaman aprovechadores porque se ocultan en el grupo para cazar, mujeres en el caso de las lesbianas y hombres en el caso de los gays. No es que los rechacen en la vida cotidiana, el problema es que contaminen sus juegos, como si hubiera en ellos algo que no pueden encontrar en otro lado. Sin duda, quienes se organizan para compartir sus cuerpos se sienten poseedores de bellísimas joyas, y aunque está permitido mirar y no participar, una vez que se entró en la marea hay que estar dispuesto a compartirlo todo. Es una cuestión de códigos. Porque pertenecer tiene sus privilegios, pero también sus obligaciones.

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