Vie 03.12.2004
las12

RESCATES

CUENTOS DE LA CRIPTA

El alma de una mujer que habita en una hiedra, la imagen de otra eternizada con la mano en el picaporte que podría haberla salvado de la muerte lenta en el encierro de un ataúd –al que llegó viva, obviamente– son algunas de las historias que pueden rastrearse en cualquier cementerio. Porque, a pesar del silencio, la muerte se hace oír.

Por Noemi Ciollaro

La noche está nublada, la humedad penetra en los huesos. Al acercarnos al majestuoso portal del Cementerio de la Recoleta, después de recorrer sus calles pobladas de historias y de haber escuchado relatos misteriosos entre las penumbras de tumbas y bóvedas centenarias, las trabajadoras de cementerios advierten: “No miren hacia atrás, salgan a la calle sin volver la cabeza, o algún espíritu errante saldrá con ustedes”. El público que acababa de participar de la visita nocturna, impregnado todavía de las sensaciones provocadas por el contacto cercano con la muerte, obedeció la sugerencia sin parpadear y atravesó el umbral que separa a los vivos de los muertos para zambullirse en la movida nocturna de uno de los barrios más lujosos de la ciudad.
María Elena Tuma, coordinadora de las jornadas culturales Historias ocultas en la Recoleta, propuestas por la Dirección General de Cementerios, explicó sonriente a Las 12: “Vivir en contacto permanente con la muerte no es sencillo, y las trabajadoras de cementerios juegan de alguna manera con creencias y ritos que hacen menos dura su labor y desestructuran los tabúes propios de la actividad”.
Atrás habían quedado bóvedas y mausoleos cuyos habitantes (si es que existen los espíritus) vieron trastocada la rutina habitual en una noche en la que un centenar de personas se dejó hechizar por la voz profunda y cavernosa de Miguel Dedovich, guía de la recorrida, y por los cuentos de María Rosa Lojo, leídos por los actores Beatriz Spelzini y Manuel Callau, frente a la bóveda de la familia Cambaceres.
Entre faroles de luces mortecinas se alza inmensa la figura de Rufina, una escultura que inmortaliza a la joven hija del escritor Eugenio Cambaceres, quien con sus ácidas obras desnudó hipocresías de la alta sociedad pacata de fines del 1800, y fue repudiado por haber contraído matrimonio con Luisa Baccichi, nacida en Trieste y llegada a Buenos Aires junto a una de las tantas compañías de bailarinas inmigrantes. El matrimonio tuvo una única hija, Rufina, quien desde chica padeció la discriminación de la que fue víctima su madre, a quien la “gente bien” apodaba “La Bachicha”. Cuando Cambaceres murió de tuberculosis, Luisa y Rufina quedaron solas, con un palacete en la calle Montes de Oca y una estancia, El Quemado, entre otros bienes. La niña desarrolló un carácter introvertido y solitario que se profundizó cuando su madre, cuatro años después de la muerte de Cambaceres, se convirtió en “la querida” de Hipólito Yrigoyen con quien tuvo un segundo hijo, Luisito. Para entonces Rufina tenía catorce años, era hermosa y muchos jóvenes rondaban la casona de Montes de Oca, pero ella mostraba indiferencia.
El 31 de mayo de 1902 Rufina cumplía 19 años, su madre había organizado una gran fiesta y luego escucharían música lírica en el Colón. Cuando finalizó el festejo y debían partir hacia el teatro, Luisa escuchó el alarido aterrador de una de las mucamas, corrió a la habitación de Rufina y la encontró tendida en el suelo, rígida, muerta. Un médico confirmó que había sido un síncope. Al día siguiente Hipólito Yrigoyen acompañó a Luisa a sepultar a su hija en la Recoleta. Pero la trágica historia no terminó allí; poco más tarde el cuidador de la bóveda de los Cambaceres le avisó a Luisa que encontró el ataúd de Rufina abierto y con la tapa rota. La versión oficial dijo que había sido un robo, ya que la niña fue enterrada con sus mejores joyas; pero Luisa vivió el resto de su vida torturada por la convicción de que su hija había sufrido un ataque de catalepsia y fue sepultada viva. El monumento que recuerda a Rufina la muestra tratando de abrir el picaporte de una puerta.
Más complejo aún es el caso de Aurelia Vélez Sarsfield, hija de Dalmacio Vélez Sarsfield, uno de los más grandes opositores al gobierno de Juan Manuel de Rosas. Aurelia nació en 1836, y en 1853 se casó con su primo hermano, Pedro Ortiz Vélez, de quien se separó a los ocho meses acusada de adulterio. En 1854, Aurelia inició una relación sentimental con Domingo Faustino Sarmiento que se prolongó a lo largo de toda su vida, pero que desató un escándalo cuando la esposa de él descubrió la situación. Mujer de vocación política y de acción, Aurelia propuso a Sarmiento para suceder a Mitre en 1868. El llegó a la presidencia y Aurelia partió hacia Europa para acallar el escándalo. La relación entre ambos perduró hasta la muerte de Sarmiento, en 1888, siempre atada a las contingencias políticas y a los escándalos desatados por sus opositores. Aurelia falleció en 1924 y, según se relata en Aurelia Vélez, la mujer que amó a Sarmiento, de Araceli Bellota (Sudamericana, 2000), “debió ser sepultada en el mausoleo que ella se había encargado de construir” en la Recoleta, donde descansan los restos de su padre y el resto de la familia.
Sin embargo, en el libro de registros de ese cementerio aparece inscripta como “Aurelia Vélez de Ortiz, sepultada el 7 de diciembre de 1924, en la parcela 19-3-35/36, que no es la que ocupa Dalmacio Vélez Sarsfield”.
Los sobrinos de Aurelia cumplieron con el deseo de ella de un entierro sencillo, “pero no pensaron en su voluntad implícita de descansar en la bóveda familiar y de que su nombre no apareciera acompañado por su apellido de casada”. En 1964 los herederos dispusieron la cremación de sus restos y los colocaron en un nicho al que ni siquiera le pusieron una placa. Finalmente, se supone que Aurelia fue a parar al osario común, ya que sus herederos no renovaron la tenencia del nicho innombrado. En el mausoleo de Vélez Sarsfield actualmente perdura la hiedra que Sarmiento había plantado en homenaje a su amigo Dalmacio. Dicen que el alma en pena de Aurelia está prendida a esa hiedra.
Pero Recoleta no es el único cementerio con historias ocultas. En las Primeras Jornadas Nacionales de Patrimonio Simbólico en Cementerios, realizadas el 19 y 20 de septiembre pasados por la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Cuidad y la Dirección General de Cementerios, en el Centro Cultural Recoleta, se dieron a conocer tradiciones orales, investigaciones, mitos y leyendas de cementerios de todo el país.
Paul Armony y Eva Fritz se refirieron a los cementerios judíos, acerca de los cuales realizan un relevamiento desde que los archivos originales fueron destruidos en el atentado a la AMIA. “Paradójicamente, el primer cementerio judío propio (1899) en Buenos Aires fue el de los tmeim (impuros), como se llamaba a los tratantes de blancas”, relataron, ya que la entidad que llevaba otro nombre y que hoy es la AMIA rechazó la propuesta de comprar un cementerio con ellos. En esa época las personas de origen judío eran sepultadas en los cementerios de Chacarita y Flores, pero debido a la enorme cantidad de inmigrantes, se vieron en la necesidad de adquirir un cementerio propio. “Los tmeim constituían un sector muy rico dispuesto a dar todo el dinero necesario para comprar un cementerio, inclusive sin pedir ser aceptados como socios; al ser rechazados adquirieron su propio cementerio en Avellaneda. Allí fueron sepultados hasta alrededor de 1950 los rufianes y las madamas. Hoy está abandonado y bajo la custodia de la comunidad marroquí.”
“Los tratantes de blancas judíos y las mujeres que explotaban fueron los únicos marginados por su comunidad, señala Armony, mientras que los franceses y los ‘criollos’, a medida que hacían dinero, obtenían mayor posición social y nunca fueron marginados por sus comunidades.”
Armony también ha investigado los registros del cementerio de Flores para relevar la cantidad de sepulturas judías allí existentes; en los libros de causas de fallecimiento de 1902 encontró que “es un tema muy triste, hay gran cantidad de bebés nacidos muertos o con pocos meses de vida, las mujeres morían jóvenes, desde inanición hasta infecciones puerperales, consecuencias de abortos, heridas de arma, asfixia”.
En el Cementerio Británico de Chacarita existe hoy un monumento realizado en Francia en recuerdo de la joven María Ornstein, sobrina de un acaudalado joyero fundador de lo que fue la organización que hoy se llama AMIA. María falleció en 1885, a los 21 años, cuando estaba a punto de casarse. La causa, una pulmonía contraída al salir del teatro Colón en una helada noche invernal. El monumento es una columna tronchada que simboliza una vida cortada trágicamente, representación utilizada en numerosos sepulcros de la época en todos los cementerios.
Pero la realidad actual ha arrasado con una gran parte de los ritos fúnebres; las trabajadoras de cementerios María Elena Tuma y Liliana Rothkopf afirman: “En la actualidad asistimos a una verdadera desritualización, a una desimbolización y profesionalización neutralizante de las conductas funerarias. El hombre moderno, acumulador de bienes, actúa como si no debiera morir. La inhumación en bóvedas, panteones y nichos, circuito tradicional hasta 1950, fue sustituida por un vuelco progresivo a la cremación directa, que en la actualidad llega a más de la mitad de la totalidad de las prestaciones del cementerio”.
El crematorio de la Chacarita se creó en 1903 –actualmente su directora es una mujer, Olga Ligieri–, pero recién en 1960 la Iglesia Católica se pronunció oficialmente permitiendo a sus fieles la posibilidad de la cremación. “Esta serie de cambios, afirman, impulsó la necesidad de la elaboración de una investigación sistemática de la situación de las trabajadoras y trabajadores de cementerios, cuyo material cotidiano son los fallecidos y sus deudos.” Así se creó el Equipo Interdisciplinario de Investigación de Cementerios, que se plantea como objetivo revalorizar el sector, calificarlo y enlazarlo con la comunidad en la búsqueda del reconocimiento social de la actividad y de sus trabajadores. Tanto las jornadas como las visitas nocturnas con lectura de cuentos apuntan a esos objetivos y a rescatar la memoria colectiva del patrimonio simbólico y cultural que los cementerios representan. £

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