RESISTENCIAS
Si hubo un término que se resignificó después de la masacre del 30 de diciembre fue el de “aguante”, porque el lugar se convirtió en el infierno esa palabra dejó de ser una manera de arengar o de enunciar esa forma de conservar un lugar ganado o por ganar para describir una manera concreta de poner el cuerpo en contra del miedo, de salvar vidas a riesgo de exponer la propia.
La esquina de Bartolomé Mitre
y Ecuador tiene prosapia de aguante, un linaje que consolidó en los noventa,
cuando a metros del lugar las pintadas gigantes del grupo Malón coronaban
testas de vendedores ambulantes apostados en la zona y se convertían
en un espacio mural que por años pugnó por mutar las viejas paredes
del ferrocarril en expresión de una resistencia que urgía ser
parida.
Diez años después y en apenas estos últimos quince días,
el mismo cruce volvió a erigirse como santuario, refugio, posta sanitaria
y espacio de contención a cielo abierto de sobrevivientes, familiares
y amigos que se sostienen para, una vez más, resistir frente al incendio
del boliche que también fue galpón, que también fue bailanta,
que también fue centro de actos políticos y episodios policiales,
y que finalmente supuso montarse a la soberbia de nuevo templo del rock.
“Muchos pudimos escapar del incendio, tomar la calle y mirarnos a los
ojos. ¿Y sabés qué? No nos dijimos nada, sólo nos
tapamos la nariz y la boca con la remera, y volvimos a entrar para rescatar
a los demás. ¿Cómo nos íbamos a quedar mirando a
los que morían si cada uno era como de nuestra familia? Yo no sé
si eso es resistir o qué; lo único que sé es que debía
salvar a esos pibes, los negritos callejeros como yo.” “El Ramo”
espanta con voleos de mano cualquier referencia a la valentía, el arrojo
o la intensidad solidaria de cientos de jóvenes que lograron salvar sus
vidas y volvieron a ingresar a República Cromañón para
rescatar otras hasta desvanecerse en el intento. “O hasta no volver a
salir más por esa maldita puerta. Porque no se trató de héroes,
no somos héroes ni a palos. ¿Héroes de qué? ¿Por
haber sobrevivido a nuestros amigos, a nuestros familiares? El que tuvo la suerte
o la bendición de quedar con vida esa noche, tenía que salvar
a los demás y punto.”
Desde las 22.50 del 30 de diciembre hasta alguna hora difusa, “esa maldita
puerta” de Bartolomé Mitre al 3000 vomitó chicas y chicos
empapados en un sudor oscuro, brillándoles de miedo la piel y los ojos,
que sin embargo se frotaban el cuerpo rápido, allí donde más
había dolido la avalancha, improvisaban barbijos con su ropa y quedaban
en cueros, ligeros para rescatar. “Sin saberlo, estábamos preparados
para no olvidar”, precisa Andrea, de 19 años, que esa noche perdió
a su hermana Melina.
“Ella no se salvó, estaba bastante más adelante. En cambio
yo logré escapar pero no me lo banqué, tenía que volver
a entrar para buscarla. No tuve miedo por mí, tuve miedo por ella, por
la posibilidad de separarnos y no verla nunca más o volver a verla muerta.”
Menuda, con un hilo de voz por los gritos de presente que profiere cada hora
desde hace quince días pero rotunda en la parada y en esos cristales
celestes de sus anteojos, Andrea prefiere sacudir jirones de horror antes que
hablar de su vida. “Ni apellido ni barrio; eso no importa. Somos todos
callejeros, somos de verdad. Por eso no dudé ni un momento que debía
rescatar a Melina.” Quiso el destino o qué, que no llegara a tiempo
para salvar la vida de suhermana, cuando adentro de Cromañón se
le cruzó Brian, un nene de 5 años que le pidió a gritos
que lo ayudara.
“Me dijo ‘por favor, sacame’. ¿Y cómo no lo
iba a sacar? Después volví a entrar, pero ya no pude hacer nada
por mi hermana.” Andrea olvidó hace rato “ese verso de que
los jóvenes somos lo sublime, si nos bajan como a pajaritos” y
desde que ocurrió la tragedia se empeña en darle una forma “al
delirio” de tantas muertes. “Es la idea de resistencia como una
alternativa de espera, de aguante a lo que vendrá, a lo que se pueda
construir a pesar de todo. O el sentimiento de rebeldía que los jóvenes
expresan para no dejarse tragar por el pesimismo o el realismo de la cultura
consumista”, explica la psicóloga Ana Rubiolo, que integra el Servicio
Adolescencia del Hospital Pedro de Elizalde. “Los sentimientos intensos
y el rechazo a lo ocurrido pueden generar acciones de desconexión, de
huida. Otros, en cambio, adquieren una autonomía suficiente como para
diferenciarse y toman decisiones, como tratar de recuperar vidas, asistir, cuidar
lo que queda. Las víctimas se transforman en sobrevivientes, crean lazos,
emplean diferentes recursos, se sobreponen al estado catastrófico. Las
estrategias utilizadas por los sobrevivientes consisten en ponerle obstáculos
al poder destructivo y la importancia de su implementación consiste en
que por esas acciones pueden seguir considerándose personas que están
luchando para no dejar de serlo. Construyen un ‘nosotros’ a partir
de esas terribles circunstancias.”
Qué podría activarse
en las cabezas de los sobrevivientes si no el acto de resistir que se les impuso
habitual, cuando todos los días se desayunan con un muerto más
o cuando ven a sus padres destruidos por la ausencia de ese hijo que hasta hace
días sólo olía a futuro. Si de todos modos ya venían
aguantando de antes, condición y condicionante del ser joven o niño
en este país, donde unos 9 millones de menores de 22 años viven
en hogares pobres y un poco más de un millón no estudia ni trabaja,
según informes recientes de la Cepal.
“Ellos heredan un país que fue golpeado y saqueado con ferocidad.
La Argentina es una pieza llena de gas, sólo falta un boludo que encienda
un fósforo. Y esto fue una chispa. Pero ahora se unen para bancársela,
porque tienen una generosidad innata y menos miedo a la muerte que los adultos.
Esa noche se defendieron entre sí y siguen haciéndolo ahora, porque
los jóvenes están siendo atacados desde todas partes. El desempleo,
la violencia, el gatillo fácil rompiéndoles ese paso de cachorro
a perro, y la necesidad de enfrentarse a los adultos porque si no, no se cambia
el mundo. Son como una raza aparte, y esa raza se llama futuro”, explica
el psicólogo social Alfredo Moffatt, que asiste junto con un equipo de
voluntarios a familiares de los muertos en República Cromañón.
Hernán decidió excluirse del acampe y guardia en el santuario
que se fue armando sobre la valla policial de Bartolomé Mitre y Ecuador,
“porque no sé si me corresponde, pero estoy presente”. La
noche del 30/D llegó al boliche con unos amigos desde Villa Celina, en
el momento en que todos salían corriendo, “y al principio no entendíamos
muy bien qué pasaba, pensamos que hubo algún bardo, pero nos alertó
que todos salían descompuestos y caían en el suelo como moscas.
Quisimos mandarnos de una pero no se podía, la gente no terminaba de
salir, y esperamos para poder entrar porque gritaban que adentro quedaba cualquier
cantidad. Cuando logramos meternos, empezamos a manotear al que teníamos
cerca; arrastrábamos de a dos, de a tres hasta la calle hasta lo que
el cuerpo dio porque se hacía imposible respirar y sentíamos el
tóxico en la garganta. Venir a estos lugares era lo cotidiano, como tomar
el colectivo para ir a trabajar; adentro quedaron mis iguales, personas con
las quealguna vez compartí un trago de cerveza o una charla. Por eso
no quise quedarme mirando en la vereda de enfrente”.
A Hernán le ocurrió lo que a Juan, otro pibe de Ituzaingó
que ese día le dio una cara al miedo, “porque el humo, el calor
y la oscuridad eran el miedo”. Y acaso fue también la impresión
primaria de Hernán. “Miedo por lo que estaba pasando, pero no me
paralizó. Me la jugué, ya estaba ahí.” Juan cruza
los brazos sobre el pecho y se inclina, como si pudiera sacarle centímetros
a ese metro ochentaipico que lo expone irremediable y que esa noche jugó
a favor de manos que se le colgaban desesperadas. “No sé cómo
se hace para bancar todo esto. Desde ya que siempre nos estamos aguantando los
bajones de la falta de laburo, la cana que te bardea, los problemas con los
viejos, pero son circunstancias que te tocan vivir. Por eso duele tanto lo que
pasó, porque cada recital de Callejeros era una reunión familiar,
unas horas de felicidad que te hacían olvidar toda la mierda.”
El Negro corre de un lado a otro,
reparte agua, raciona los cubitos, consigue sillas para madres y ancianas, se
grita con los amigos para organizar, para que nada tense aún más
el clima de ese santuario que según él “la policía
quiere volar a la mierda”. El Negro es hermano de Jacqueline Santillán,
una periodista de 29 años que falleció en el incendio. “Ella
y tres amigos más, entre ellos Martín Escobiani, que se salvó
y volvió a entrar para rescatar gente, pero a la tercera vez no salió
más. Y ahora nosotros estamos sosteniendo a madres que se nos quiebran,
por eso de aquí no me muevo hasta que metan preso hasta el último
perejil, aunque en esto me vaya la vida.”
Aprender a pensar en situación de catástrofe permanente o “morir
por salvar a otro”, agrega Rubiolo. “Puede ser un acto de resistencia,
de valentía; correr el riesgo humaniza, es una decisión puesta
en acto. ¿Qué diferencia podríamos establecer entonces
entre una conducta de riesgo propia de la adolescencia y los hechos aberrantes
que suceden a diario y que nos ponen en riesgo a todos? Las formas de vivir
y pensar cambiaron, los objetivos de vida pasan a centrarse en el lograr y el
consumir. Lo social afecta nuestra humanidad y terminamos, sin quererlo, siendo
agentes multiplicadores de un modelo negativo y, lo que es más grave,
transmitiendo a niños y jóvenes los disvalores que lo acompañan.”
La esquina de Bartolomé Mitre y Ecuador semeja una trinchera de agua,
flores, papeles, aerosoles rojos y metáforas. “La serpiente va
a terminar mordiéndose la cola”, promete el Callejero de Almagro,
quien como única presentación extiende hojas con poesías
propias o ajenas. “Hoy me sacrifican como un cerdo por no estar de acuerdo/
con conservas y militares/ por no querer altares de oro y sangre/ me acusan
de rebelde, agitador y revolucionario/ por no pensar lo mismo y decirlo/ que
los que abusan de mi gente a diario/ Cae el agua desde el cielo sobre un mar
de desconsuelo/ se hace eterno este silencio/ lleno de real desolación.”
Patricia y la calle Por R. S. Patricia González llegó al 30 de diciembre
con algunos entusiasmos y varias cuentas pendientes que la llenaban de
angustia. No era su historia como chica de la calle ni los recuerdos de
viejas palizas los que la tenían a maltraer sino la sensación
amarga de abandono que todos los años para estas Fiestas le ganaba
una partida. Hacía tiempo venía diciéndole a su íntima
amiga, Ana Sandoval, “que ya no se bancaba” recordar que sus
padres la habían dejado anclada a los 12 años en San Telmo
para irse a vivir a Marcos Paz con otros ocho hijos. Unas pocas cosas
la ayudaban a distraerse de la situación: la convivencia con Ana,
cursar el secundario y haber conseguido un trabajo estable –aunque
en negro– en República de Cromañón. El aguante |
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