RESISTENCIAS
Dos islas en un mar de prejuicios
Dos historias distintas que suceden cada una en una isla diferente del Gran Buenos Aires, dan cuenta de cómo cambia la valoración que tienen de sí mismos los y las adolescentes en riesgo cuando se los escucha, se toman en cuenta sus producciones y se les permite creer que pueden ser protagonistas, de algo más que historias desgraciadas.
› Por Sonia Santoro
Estas son dos historias. Las dos suceden en una isla. Cada una recibe una visita que logrará una transformación en sus habitantes. Ellos dejarán de ser pibes, drogones, chorros para pasar a ser autores, periodistas, fotógrafos, peluqueros. De ser considerados una “amenaza” para el resto de la gente, a ser elogiados productores de cultura. Por eso las dos historias pueden ser una sola: la de cómo tender una mano para que los chicos ya no se hundan en los márgenes.
La primera transcurre en un día de lluvia. Isla Silvia es una comunidad terapéutica en la que se tratan 44 adolescentes de 14 a 21 años. Está en el Tigre, a minutos de lancha de esas casonas de fin de semana que hace rato se han puesto de moda. Hay que tener constancia para llegar allí. No sólo la constancia de estos chicos isleños que pescan mojarritas a pesar de la lluvia y del agua marrón hasta las rodillas, también la de soportar un aislamiento en una especie de paraíso natural, pero lleno de normas estrictas. Y se sabe, todo paraíso del que no se puede salir puede transformarse en un infierno.
Allí llegó, semana tras semana, durante los últimos meses del año la escritora Raquel Robles y su grupo de colaboradores, con una certeza: los “menores” actúan según lo que se espera de ellos. Esta certeza se plasmó después de que la duda la persiguiera días y noches enteros desde que trabajaba dando talleres en distintas instituciones del Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia: “¿En qué medida las rejas hacen que los chicos sean peligrosos?. O ¿hasta qué punto no son los adultos los que hacen que estos chicos no puedan aprender, que la escuela no sea para ellos, que no tengan capacidad de simbolización?”; que es lo menos que suele decirse sobre ellos. Ese es el origen del Proyecto El poder de la imaginación, del Programa Nacional de Inclusión Cultural de la Secretaría de Cultura de la Nación. El proyecto fue concreto: durante tres meses los pibes participaron de talleres de Matemáticas, Antropología, Filosofía e Historia, asignaturas todas con un alto grado de abstracción. “No damos actividades prácticas sino asignaturas e intentamos demostrarles a ellos que no son intelectuales mediocres. Para eso pensé un sistema que tiene que ver con construir relatos en los que el contenido que se intenta transmitir esté inserto, como cuentos o adaptaciones de cuentos que hacemos nosotros. Entonces, lo que tratamos de enseñar es necesario para aprender el relato”, dice Robles en uno de sus últimos viajes del año, el de la cosecha. Porque con lo que los chicos escribieron se hizo un libro y en esta fiesta de fin de año lo reciben junto al diploma de fin de curso.
La lluvia ha hecho que el acto se mude al comedor. Desde allí se ve una guardería de lanchas y más acá el río, límite insondable para los momentos en que los pibes flaquean; porque nadie dice que sea fácil estar allí, sobre todo después de haber pasado por la pasta base, que es la marca quese repite. Pero esta vez los relatos son otros, como la historia de un padre que no sabía dividir, la de aquel que intentaba cruzar el cementerio y lo encandiló una chancha a la que las tetas se le enredaban en las patas o las cartas escritas al Che Guevara o Juana Azurduy. Los chicos leen frente a sus compañeros pequeños fragmentos de esos relatos que han producido y reciben los diplomas con exultantes brazos arriba o una tímida cabeza baja. Pero los aplausos y los silbidos son siempre estruendosos, exorcizando también tanta humedad, recuerdos o la extrañeza que les depara el rol de autores, quien sabe.
Julio R. es uno de los que todavía no asimila la belleza de sus palabras. Pregunta sorprendido si lo que atrajo a esta cronista es su relato, a pesar de haber escrito “un montón de cuentos” demás. Julio tiene 16 años y hace dos meses que la policía lo despertó en el Bajo Flores y terminó durmiendo acá. Fumaba pasta base desde no sabe cuándo “porque cuando yo tenía una edad pensaba que tenía más años, fue todo confuso”, dice, restregándose las manos y apretando las mandíbulas. Cuando era aún más chico, a eso de los diez años, su sueño era robar a lo grande y ponerse un negocio. Pronto el sueño adquirió las miserias de la vida cotidiana y robó una papelera y no paró. Cuando llegó a Isla Silvia tenía el pecho hundido y las manos “de una señorita”. Ahora tiene músculos, se ve mejor, y hasta festeja los callos que le aparecieron a fuerza de cortar yuyos. “Me siento bien trabajando, corte que te ganás el plato de comida”, dice, con su libro bajo el brazo.
José María Gutiérrez, director de la isla desde 1992, agradece el aporte de los talleres: lograr que los chicos puedan poner palabras a las cosas, a los sentimientos, a los conflictos. Para Juan S. que hace casi dos años que está adentro, los talleres fueron como un punto final en su aprendizaje para el afuera. Del taller de antropología le gustó conocer “cosas famosas”, y de matemáticas, los cuentos y que “no se te hacía difícil escribir”. En marzo deja la isla para cursar el Polimodal y vivir en un centro de reinserción, que es lo que le gusta de este lugar, tan distinto de otros tantos por los que pasó y lo largaban a la calle nuevamente con muy pocas herramientas. “Igual tengo miedo de salir a la calle, de volver a drogarme o más que eso de volver a estar mal, solo, sin proyectos, sin nada”, dice. Si de algo está seguro es de que no quiere volver a su casa de clase media de Palermo. Lo mismo le pasa a Juan P., que esquivará a su Villa Soldati natal para poder terminar sexto grado y “ponerme las pilas”. De los talleres le quedará el gustito de haber hablado con gente muerta: “Al Che Guevara le puse que me gustó mucho lo que hizo por Argentina. Pensé muchas cosas. Me enseñó un poco a escribir. Ahora sé leer y escribir más o menos”, cuenta.
Para cuando el festejo termina, la lluvia se cansó de desahogarse en los canales del Tigre. El pequeño muelle está repleto y las orillas también. Todos quieren apurar la partida.
El sol no podía ser más iracundo el día de la fiesta en Isla Maciel, ese pedazo de tierra de Avellaneda aislado por límites más que geográficos. En la memoria, La Maciel es esa estela de casitas bajas que se ve junto al puente Avellaneda pero, sobre todo, zona de burdeles y mujeres prostituidas. El presente remite a la zona donde más supuestos enfrentamientos entre policías y menores hubo en los últimos años. Y ese presente de principios de 2003 trajo a Cristian Alarcón, periodista y miembro de la Asociación Miguel Bru, junto a María Echeverría a investigar esos fusilamientos. Alarcón no sólo nunca pudo dejar la isla sino que logró que otros pusieran los ojos y el cuerpo allí. Primero, la asociación puso abogados del Centro de Estudios de Política Criminal (Cepoc) para los padres de los fusilados. Este año empezaron a trabajar con los padres y madres de los que llamaron “jóvenes afectados por la violencia”, no yasólo de torturados o maltratados por la policía sino también de la violencia en la vida cotidiana. Luego sumaron a los adolescentes y con ellos escribieron un proyecto que presentaron ante el Ministerio de Desarrollo Humano de la provincia de Buenos Aires por el que consiguieron una beca (76 pesos para los chicos y 74 pesos para un kit de materiales) para cada adolescente que participara de una serie de talleres. Se formó entonces un grupo de fotógrafos, coordinados por Gonzalo Martínez; otro de periodistas, coordinados por María Eugenia Ludueña; en peluquería tomaron la posta Delia y Rosa, dos mamás del barrio. “Los talleres se largaron cuando se creyó que se iba a cobrar el dinero, que fue hace 3 meses. Pero el impacto en un territorio tan abandonado y golpeado como la Isla Maciel, donde la mano del Estado desapareció hace demasiado tiempo, ha sido tan fuerte que ya podemos estar mostrando este trabajo, que es conmovedor”, dice Alarcón, en medio del club 3 de Febrero, un gran patio semiabandonado, al aire libre, y tomado para los talleres y la fiesta de fin de año.
En una de las paredes de madera y chapa descascaradas se puede ver el periódico mural Sin censura: la famosa Isla Maciel hecho por los adolescentes del taller de periodismo. Ahí hay poesías de amor, entrevistas a “las chicas de la esquina” para saber “por qué una chica de 20 trabaja de ‘eso’”. Alguien cuenta cómo es “vivir en la Maciel” o qué significa “gatillo fácil”. “Hay muchos derechos que yo no sabía que existían”, escribe Betty. Aunque Yésica Baez es la firma que se repite en casi todas las notas. Yésica tiene 18 años y su cuello y sus brazos marcados por cortes de navaja por una vida que muchas veces fue imposible soportar. Esa fue otra época dice, aunque resulte inimaginable algo peor que tener a la madre presa, a sus 9 hermanos desparramados en distintas casas y a ella misma viviendo con su abuela y separada de su hija de dos años. Pero parece que la hubo y ella, que está siempre en guardia porque cree que si demuestra las cosas está bajando los brazos, no está dispuesta a dejar que caigan. “Por suerte aparecieron ellos –dice en referencia a los talleristas, que le hicieron recordar que escribía y saber que podía hacerlo muy bien-. porque me quiero ir de acá, esto es puro embrollo –dice–. Con los talleres estoy dando un paso más adelante en mi vida”.
En otras paredes aparece un “todo por todos”: fotos en que los chicos pudieron retratarse mutuamente. Y más allá, una serie de tomas a la realidad personal, que lograron producir cuando tuvieron sus propias camaritas: un nene se pierde en un pasillo hacia un horizonte de chapas encimadas; chicos comiendo en torno a una mesa; un bote en el Riachuelo con el puente de hierro como fondo; basura en el río; tres perros rascándose la fiaca. Todas de excelente calidad.
La murga “Los auténticos descamisados” llegó desde el Tigre para recorrer el perímetro del 3 de Febrero con estruendosa presencia. Hay mujeres, hombres, viejos, adolescentes, pero sobre todo muchos nenes y nenas cuyos años no superan los dedos de una mano. Todos se sientan en el suelo como hormiguitas pacientes para ver un espectáculo de teatro, una exhibición de boxeo o el despampanante desfile de moda de las talleristas. Los sacarán sólo si algún botín se les viene encima o alguien los empuja para quitarles el lugar. “Acá no hay cines, no hay teatros, no hay cosas para divertirnos”, aclarará Joana desde un palco, agradeciendo la posibilidad de esta fiesta en la que es probablemente por primera vez una de las protagonistas. Por eso seguramente el clima festivo. Juana del Puerto, madre de Luis Alberto, uno de los asesinados por gatillo fácil hace tres años, lo dice con otras palabras: “Nosotros éramos animalitos acá, nadie se arrimaba”.
Como anunció el comienzo, estas son historias con finales felices, en el más acotado sentido que se le puede dar. En una punta y a otra delconurbano, las dos islas terminaron el 2004 con algún motivo para festejar. Su experiencia no hace más que recordar algo que Robles define perfectamente: “Ellos son menores, eso significa que lo que hacen es responsabilidad de los adultos. Lo que los adultos hemos podido o no con ellos es lo que ellos son. Entonces, necesitamos más adultos que crean en ellos”.