A MANO ALZADA
Otras políticas, otras voces
Por María Moreno
Cuando conocí a mi amiga de juventud, Li Mayer, una rubia con labios de Brigitte Bardot a quien le gustaba horrorizar usando calzoncillos de varón y un bastón con mango de plata. A lo largo de una serie de viajes que imitaban el estilo de la película Locas Margaritas y sostenidos por la venta de velas perfumadas, que entonces no estaban de moda, ella y yo alimentamos una complicidad matizada por escandaletes públicos, relaciones prohibidas y autoestops que incluían desde el Porch ejecutivo hasta el transporte de vaquillonas. Cuando ella se transformó en viajera sistemática, sólo nos acercaron cartas ocasionales pero de afecto intacto. Como muchos de nuestra generación interesados en experiencias de vida alternativas, se instaló cerca del El Bolsón donde construyó una granja a la que bautizó Granja Zen y luego El caminante. Tuvo cuatro hijos sin salir de su casa y los bautizó Brisa, Camila, Huayra y Alma Serena. Curt, el padre de Li, era un alemán seductor y viajero que estuvo preso en el Uruguay por su colaboración con los Tupamaros y que terminó sus días en Brasil, muy cerca del mar, escribiendo sus memorias. Y Li se le parece bastante en planear siempre una selva por desvirgar, un acceso prohibido que franquear. Lucas, el padre de sus hijos, es descendiente de japoneses y de mulatos. Li Mayer, creo recordar, es en parte, de origen judío. Los hijos, una tentación para Benetton, pero ellos jamás la consentirían. Li Mayer siempre me escribió cartas que aludían a la política planetaria, y al pensamiento holístico, expresiones que me hacía sonreír porque yo las asociaba a la new age donde la solidaridad suele ser una inversión a ser redituable en futuras reencarnaciones. ¿Se podía ser hippie sin Viet Nam? ¿Acaso las comunas más duraderas no habían terminado como Oneida –actualmente una fábrica de cubiertos– en exitosas empresas internacionales? La ingenuidad era la mía. Hace poco recibí una carta de Li Mayer: “Resulta que estoy en la chacra, acá en el río Azul. Y Bolsón está pasando por una crisis grossa, debido a que un millonario, accionista de multinacionales, de nombre Joe Lewis, que compró hace algunos años una gran extensión de tierra en el lago Escondido (de donde ya han sacado a algún turista a punta de escopeta) compró ahora unas 100 ha fiscales a un poblador (Cipriano Soria). Esta tierra, la pampa de Ludden, queda bastante cerca de mi chacra. Ahí este hombre está pretendiendo construir un aeropuerto para sus helicópteros y que, dice, será de uso público. La cuestión es que en esa pampa están las nacientes del agua con que bebemos y regamos nuestros campos. Los pobladores nos oponemos y estamos resistiendo de diversas maneras (marchas, petitorios, etc.), pero este hombre tiene el poder político posiblemente comprado. Aparte aquí en la comarca ha habido asesinatos no esclarecidos por cuestiones de tierras. Uno a una madre y un hijo del lago Epuyen y otro a una viejecita dueña de 100 hectáreas”.
Esa carta me hizo atender a una dimensión política que, como la mayoría de los habitantes urbanos, me resultaba abstracta pero que ya Jorge Rulli, ex militante de la Juventud Peronista y actual miembro de una organización con nombre de gruñido Grupo Reflexión Rural (GRR), me había detallado. Rulli plantea no la vuelta al campo como nostalgia de un origen perdido, en el marco de una naturaleza cuadriculada cuya forma podría ser la de un country estilo country sino la recolonización agrícola con respaldo de tierras, semillas y tecnología. Para él la ecología popular no debe confundirse con el ambientalismo sino que es la socialización de recursos técnicos y ecológicos para proyectos locales. Con humor negro suelerecordarle a la izquierda que, para que haya reforma agraria, debe quedar planeta donde hacerla y no una bola de fuego recalentada como el Reichtag cuando el incendio. Que las consignas contra la oligarquía han vencido porque la oligarquía ya está vendiendo antigüedades en San Telmo mientras que las 26 millones de hectáreas están en manos de 2000 empresas con gerentes e ingenieros agrónomos a cargo. Y que se usaron millones de pastillas de semen norteamericano para preñar a la mitológica vaca argentina, a quien le nacieron hijas delicadas que comen balanceado, necesitan constante ayuda veterinaria, viven y se reproducen menos. Y que el campo argentino de los libros de lectura, de mieses dibujadas como las trenzas de Evita, hoy son campos de soja, una agricultura para exportación, sin agricultores ni semillas. Porque el campo puede ser propio pero la semilla hortícola es de la trasnacional Monsanto y, aunque los intelectuales gasten su retórica en volver a una idea de Nación no contamos siquiera con ingeniería genética. Global y local en sus cruces políticos, a Rulli le gusta citar a un compañero de lucha francés quien suele decir: “Participo de las luchas globales, pero el mejor queso es el de mi aldea”. Espacios como Seattle y Montreal mostraron la urgencia política de estas temáticas invisibles para los que aún se lamentan de la desaparición del sujeto obrero como artífice de la historia y que, críticos de la generación del ochenta, asimilan el discurso progresista porteño al nacional. Son los mismos que desestiman el originario valor crítico de los estudios culturales, asociándolos a un fetichismo de la diferencia cuando, en sus comienzos, éstos hicieron foco en el vínculo entre clase, cultura popular, medios de comunicación y transnacionalización política y económica, no para dejar de lado la lucha de clases sino para señalar que la inscripción de raza, edad, género y orientación sexual son la experiencia material de ésta, su puesta en historia a través de condiciones concretas. Son definiciones de otra intelectual, Silvia Delfino, quien suele denunciar con énfasis que la tolerancia neoliberal a los excluidos, a través de la pluralidad de oportunidades que generan excepciones, mientras reproduce los patrones transnacionales de miseria y exclusión, reifica una diferencia sin diversidad. Silvia Delfino como Jorge Rulli aspiran a que la crítica de las apariencias y la denuncia de mistificación no se diferencie de la intervención cívica. Ellos militan para que el fecundo pensamiento de los setenta no sea el que se rescata sino el que sigue desarrollándose, poniendo en cuestión hasta sus mismas condiciones de existencia.