A MANO ALZADA
De concurso
› Por María Moreno
No soy devota de la obra de Ricardo Piglia aunque admito sus cualidades*. He leído salteado a Borges, a Joyce, a Faulkner. Los he soltado sin nostalgia. Se dirá que, al colocar a Piglia en mi serie de lo valorado sin afecto, lo pongo igual por las alturas. Es que lo que no valoro son las alturas, prefiero lecturas menos evidentes, más caprichosas, no por snobismo sino más allá de mi voluntad. Tampoco estoy de acuerdo con que Piglia evoque, para poner el chillido jurídico de Nielsen en alguna tradición, las quejas de José Mármol y sus fans cuando Juan María Gutiérrez ganó el Certamen Literario realizado en Montevideo en 1841. Ya Mármol fue suficientemente insultado por Ignacio B. Anzoátegui cuando lo llamó poeta de calabozos y mingitorios. Después de todo escribió Amalia, que sigue siendo un gran folletín. Todo esto para decir que en este comentario no me alimentan las pasiones.
No me interesa saber quién tiene razón ni preguntar por evidencias. La juridicofilia ha llegado al dominio de la literatura para que los abogados lucren con los referentes de personajes imaginarios y que éstos exijan derechos humanos, y el peso de la ley caiga en espacios tan resbalosos para la Justicia como los concursos literarios que dependen de lo que se lleva ese año, las presiones editoriales, las políticas y los gustos de los jurados y hasta de que alguno de ellos sea lo suficientemente psicópata como para persuadir a los demás, de acuerdo con su gusto personal. Ahora resulta que se pretende que la Justicia coincida con el cumplimiento de las bases de un concurso y la verdad con los indicios de que si Piglia no se hubiera presentado, Nielsen hubiera ganado el concurso.
Algunos dichos del fallo son tan delirantes que podrían formar parte de las vanguardias, tan en retaguardia ahora: Los jueces señalaron que era imposible que los jurados hubieran leído 264 obras ya que, si hubieran leído dos por semana, hubieran necesitado 132 semanas (Nótese la idea que tienen los jueces de esfuerzo descomunal: leer dos libros por semana). Esta lógica es la misma con la que el prefecto de “La carta robada” de Poe hacía revisar toda la habitación del acusado, incluso el caño de las sillas, sin advertir esa otra lógica brillante que hace esconder un objeto precisamente donde éste debería estar. Quien ha sido jurado de un concurso ha visto la andanada de “Daneris” originales, basura ilustrada y conseguida con el vademécum del taller literario, torpes construcciones sentimentales que apuestan a que la sinceridad se imponga sobre valores estéticos, tal vez cuestionables pero en vigencia, plagios que, con ingenuidad, apuestan a la ignorancia del jurado. Créanme: Sin caer en la injusticia, en la ilegalidad o en la vagancia, basta ojear, para eliminar. Nielsen tiene dos “pruebas” que declara a los medios: Le preguntó a un jurado qué le había parecido su novela. El jurado habría contestado que no la había leído. ¿Qué jurado, cómplice en premiar a otro, no acude a esta mentira, ante la grosería demandante de los perdedores? Nielsen dice que Piglia no cobró el dinero, lo que probaría la teoría de que hubo una “recomposición patrimonial” para la editorial, que, con su inversión en Piglia “no había producido el rédito inicialmente previsto”.
Entonces está acusando a una víctima. Las editoriales suelen dar adelantos escasos por obras de investigación a entregar en seis meses o un año, que en otros países se hacen con el aporte de diversas fundaciones y con una década de trabajo organizado en equipo. Firmado el contrato con el diablo, el Fausto-escriba queda a merced de reparaciones económicas o de una deuda que no caduca sino con la producción de un best seller.
A menudo se ha insultado a Piglia con una simple marcación de su oficio: “profesor”. En la Argentina, el intelectual, aun el heredero, es profesor. Es el hombre del portafolio desfondado –nada desfonda más que las obras de fondo– que, en las rutas argentinas, descansa de su Benjamin o de su Jauretche, con la cabeza rebotando contra la ventanilla del ómnibus, rumbo a la Universidad de Tucumán o de Rosario donde dará interminables horas de cátedra para reparar su condición de foráneo antes de volver a constituir la tracción a sangre en alguna universidad local. Vejanco seguirá rindiendo examen gracias al sistema de concurso. Sin que se haya propuesto seguir el modelo ascético de un Alfredo Palacios, suele acceder a la casa propia pasados los cincuenta, la beca Guggenheim, que más que bancarle la gran obra nacional suele ayudarlo con las expensas o la prepaga. Si trabaja afuera, vive mejor pero no trabaja menos y a lo mejor no le queda tiempo para ese vivir mejor.
Nielsen es un hombre de concursar y su obra no deja de tener méritos. Alguna vez, como jurado, contribuí a que saliera primera. Claro que no era un concurso peliagudo. La obra de Nielsen era la única, de todas las presentadas, que estaba escrita en castellano por un escritor. Y como es un hombre de concursar, para armar su denuncia, no se metió con los jurados, no vaya a ser que a éstos les toque evaluar su obra en un futuro concurso y estén enojados por haber sido acusados de tongo.
Plata quemada es una gran novela. Imaginemos un cuento de Miguel Briante. Una carrera en el pueblo. Los jockeys están adornados. Es que corre el caballo del comisario. Después de la largada, para que la cosa sea verosímil, cada uno sale a todo meter, y antes de empezar a aminorar la marcha ven que el caballo del comisario ya le lleva tres cabezas al que va adelante. Los que iban a fingir perder, perdieron realmente. Lo que Nielsen no se resigna a entender es que a veces gana el caballo del comisario sin que el tongo se haya podido siquiera intentar.
* Para más detalles leer “La lógica de los hechos” en Radar del 13 de marzo.