ENTREVISTA
Pionera en terrenos bien diferentes, María Angélica Bosco, a los 96, discurre con total lucidez y mucho humor. La escritora tan considerada por su obra policial sigue en plena actividad periodística y literaria, sin abandonar su diario íntimo, al tiempo que reconoce que si la abuelidad es un lujo, la bisbuelidad es fabulosa.
› Por Moira Soto
El haberse destapado en los años ’50 con una estimable novela policial publicada por la exclusiva colección Séptimo Círculo la marcó para siempre como una de las damas del crimen, ese club que integran tantas mujeres en la actualidad (y que fundó, por así decirlo, Anna Katharine Green al publicar The Leavenworth Case, en 1878, en Nueva York). Pero María Angélica Bosco, lozanos y lúcidos 96 años, siete nietos y siete bisnietos, además de La muerte baja en el ascensor (1954), La muerte soborna a Pandora (1955), La trampa (1960) o más recientemente Las burlas del porvenir (1993), escribió títulos como La Negra Vélez y su Angel (1969), Cartas de mujeres (1975) y Tres historias de mujeres (1976). En estos días, Bosco prosigue con sus columnas en la revista de La Nación, corrige un libro escrito hace unos años y hace anotaciones en su diario (“no, no cuento todo, aunque, desgraciadamente, por ser una persona conocida no tengo tantos secretos”.)
Ahora está en un departamento de la calle Santa Fe, una casa que no figura en Memoria de las casas (Editorial Vinciguerra, 1998), pero sí en el diario que MAB sigue escriben y que quizás publique: “En realidad, yo pensaba que no me iba a mudar nunca de Laprida 1178, pero mis hijos, cuando cumplí los 90, me plantearon que no debía vivir sola, que necesitaba una compañía, cosa que me pareció prudente. Entonces, hacía falta un dormitorio más, es decir, otro departamento. Me mudé a dos cuadras, de modo que no cambié de barrio. Me encanta esta calle con tantos negocios, tanto movimiento, tengo todo a mano. Sobre todo ahora, que después de la operación, camino con cierta dificultad, estoy más limitada. Conozco bien esta avenida: viví en el 1415 cuando me casé, hace 70 años. Después estuve cerca del Botánico, al 3900. Acá me instalé en el ’98, ya tengo una historia en este lugar: han nacido nuevos bisnietos, fui protagonista de algunas celebraciones como, por ejemplo, el baile de disfraces que mi hermano organizó con sobrinos y sobrinos nietos hace dos años para mi cumpleaños. Todos disfrazadísimos, yo de pingüino. Pero no por adhesión a Kirchner –aunque en aquel momento tenía más ilusiones– sino porque ya tenía que usar el bastón, y ese traje me venía como anillo al dedo: me movía obligadamente igual que un pingüino” (risas).
–Una demostración más de ese sentido del humor, del que usted siempre ha hecho gala, y que también ha cultivado en sus hijos, según ha narrado en Memoria...
–Sí, siempre creí que el sentido del humor ayudaba a vivir mejor, que era un buen ejercicio para la inteligencia. Pienso que debe ir unido al respeto, cosa que sucede en nuestra familia: no nos metemos en la vida del otro, pero estamos presentes.
–Circunstancias de su vida personal, como haberse separado en una época en la que las mujeres casi no lo hacían, ¿contribuyeron a que usted sea tan abierta a las nuevas familias agregadas?
–Siempre he tenido una mentalidad abierta, pero a la vez, reconozco que la mía es una familia muy unida, algo que representa un respaldo fuerte en la vida. Y también siempre he sido de la idea de que no hay que ser autoritario, no hay que imponerse: hay que dejar que los demás vivan, según sus opiniones. Tratar de entender al otro, o por lo menos respetarlo y aceptarlo. Para empezar, yo soy muy independiente y no me gusta que me coarten.
–De niña, de joven, ¿sufrió mucho el autoritarismo de la época?
–Claro, pero no me vengué. Traté de corregir en mí esas tendencias. Tampoco es que siempre haya sido tan independiente: hubo un tiempo en que pensaba hacer mi vida del brazo de un hombre fuerte, hasta que me di cuenta de que el brazo fuerte era el mío. Entonces, hice la vida de mi brazo.
–No es raro que de chica pensara en casarse: la educación de las mujeres estaba encaminada en ese único sentido.
–Nos educaban para casarnos, es verdad. Casarnos bien y llegar vírgenes al matrimonio era el mandato. Porque la virginidad era un valor. La mujer de un amigo de mi marido, muy graciosa ella, solía decir: no sé por qué hacen tanto lío por una cosa que sirve para una sola vez. Tenía mucha razón; ¿en qué radica la importancia?
–¿No era una especie de derecho de pernada para el marido?
–Bueno, sí, pero es un concepto medieval. Puedo entender que la mujer se respete a sí misma en su vida privada, me parece bien que actúe sin denigrarse. Pero no ese tabú de la pureza al que se otorgaba tanto peso.
–Mientras que para los varones era al revés: estaba bien visto que llegaran al matrimonio con cierta experiencia.
–Y por otra parte, ellos contaban con la supuesta ignorancia de la mujer. Que por cierto no siempre era tan ignorante. Algunas, las más despiertas, sabían hacer trampa. Pero en general, se daba por sentado que todo lo que la mujer sabía sobre la vida sexual se reducía a su experiencia matrimonial. Como tampoco existía nada parecido a la educación sexual, muchas mujeres fueron frígidas toda su vida sin enterarse. Peor aun, la relación física con el marido la consideraban una obligación y no un placer.
–Para las más desinformadas, ¿la noche de bodas era una suerte de violación legalizada?
–Y sí. Aunque supieran algún detalle de esos que se comentaban en voz baja, nada que ver con lo que sucede ahora. Se nos había hecho creer que el placer era cosa de hombres, no para las mujeres, que debían cumplir con su misión de esposas y madres. En todo caso, disfrutar quedaba para las locas. Por suerte, es una época en ese sentido totalmente superada.
–También se ha avanzado con respecto a los tiempos de su juventud, en lo que hace a la educación de las mujeres, a las posibilidades de seguir ciertas carreras antes tenidas por masculinas.
–Me parece muy bueno que las mujeres se preparen, que sean profesionales en la carrera que elijan. Claro, no es cuestión de hablar solamente de derechos sino también de deberes. En los ’50, cuando empecé a escribir en una revista femenina, decía estas cosas que sonaban de avanzada. Me mandaron algunas cartas acusándome de ser quinta columna de los hombres, cuando en realidad, lo que yo intentaba era incentivar en las mujeres el sentido de responsabilidad para que hicieran mejor su papel en la vida pública. Estaba defendiendo a las mujeres, pero algunas de ellas formadas en la mentalidad antigua no lo podían entender. Bueno, las cosas han cambiado y ahora hay más mujeres que varones en la universidad, y ellas tienen mejores promedios, aunque después les paguen menos por el mismo trabajo. Creo que ya no hay nadie que se considere democrático, en su sano juicio, que le pueda discutir el derecho de estudiar, de seguir cualquier carrera a las mujeres. ¿Fuma?
–No, gracias.
–Yo sí, a pesar de mi edad... (MAB enciende el primero de cuatro cigarrillos que se fumará a lo largo de la conversación). Si no me ha hecho nada hasta ahora... Será porque empecé a fumar a los 40, allá por 1950.
Inspirada por Chesterton
–¿Cómo se preparó usted para ser escritora?
–Siempre me gustó escribir, es algo vocacional. Soy una de las raras mujeres de mi época que hizo el secundario completo porque a papá le gustaba la idea de que fuéramos preparadas, aunque después no nos dejara trabajar... Pero carrera universitaria, no: eso ya era demasiado. Como le decía, yo ya tenía ese gusto por escribir en el colegio. Por escribir y por hacer trabajar la imaginación. Tiempo después, me alentó a escribir en forma más profesional un amigo de la familia que era juez, el doctor Horacio Dobranich. A él le encantaban mis cartas, pensaba que yo tenía ese talento. Sin embargo, tardé en hacerle caso.
–¿Siempre le dedicó muchas horas
a la lectura?
–Ah, sí, he sido una lectora curiosa y ávida. Como hice en la Alianza Francesa el curso de profesora superior, tuve mucho contacto con la literatura francesa, después de descubrir la española en el colegio secundario. También me atrajeron mucho los autores rusos. En mi juventud, el escritor que me deslumbró y me sigue apasionando es Flaubert. Traduje su Madame Bovary, con notas, le hice un prólogo. Ahora si hablamos de un romántico que me emocionaba, tengo que nombrar a Lamartine, un poeta que ahora nadie conoce. Otro escritor que me sorprendió en mi juventud fue Aldous Huxley. Me reveló un mundo distinto, me hizo pensar mucho.
–Cuando aún vivía con sus padres, ¿podía leer lo que se le ocurriese o había alguna forma de censura?
–Censura no diría. Elegía con bastante libertad, lógicamente, en mi casa no circulaban libros pornográficos. En verdad, papá, que era contador público, pensaba que la literatura era puro cuento: cuando se quería distraer, agarraba un libro de álgebra. Que le haya salido una hija novelista es, no sé, una broma de la naturaleza... Pero es cierto que las matemáticas también tienen su encanto.
–Pero para usted, no tanto como los enigmas policiales...
–En ese género, lo que me interesa es resolver el misterio que yo misma inventé. Pero hay gente que confunde al autor de novelas policiales con un detective. Fíjese lo que me pasó: yo estaba separada cuando publiqué La muerte baja en el ascensor, vivía con mi hijo menor –cuya tenencia no se me había discutido– en un departamento. Y resulta que el portero del edificio viene a verme y me dice: “Señora, me enteré de que ganó un premio con una novela policial”. Yo, halagada, pensé que tenía un lector asegurado. Pero él me pregunta a continuación: “¿No me ayudaría a encontrar al que roba las botellas de leche?”. También hubo en ese entonces una señora que me felicitó porque había situado la acción de mi novela en la Argentina: “Acá tenemos tan buenos crímenes como en cualquier otro lugar del mundo”, me señaló. De todos modos, querría dejar aclarado que todas las formas del nacionalismo me parecen estúpidas. Porque el nacionalismo, el racismo, la discriminación por clases sociales son fundamentalistas. Acá hubo muchísima de esa discriminación porque eran tan soberbios los que se creían aristócratas. Y pensar que no tenían ni un blasón.
–¿Hubo algún autor o alguna autora que la inspirara para escribir policiales?
–Sobre todo Chesterton y El candor del padre Brown. Pero las primeras cosas que escribí no eran policiales. Antes de La muerte... publiqué un libro de apólogos, El corazón de la princesa, que tuvo muy buena crítica. Después hice otro libro de cuentos, pero me casé y dejé, equivocadamente, sin duda. Claro que en ese momento era o el matrimonio o la carrera. Quizás no supe imponer mi deseo, me faltó un espíritu de lucha que después sí desarrollé. Yo no me quiero buscar excusas, aunque es cierto que había condicionamientos en contra. Los lugares estaban muy definidos y por más que una chica tuviese un trabajo que le gustara, se suponía que al casarse, si el marido podía mantenerla, ella debía renunciar al empleo.
–Volviendo a su elección del género policial para varias de sus novelas: lejos de la novela negra, usted trabajó la trama más a la inglesa, partiendo de un enigma a resolver, un rompecabezas en el que debían encajar todas las piezas.
–Siempre he dicho que escribí esa primera novela policial por modestia, con la ambición de entretener a los lectores. En ese sentido, soy muy considerada. Horacio Dobranich me sugirió: un cadáver en el ascensor, un borracho que se lo encuentra al querer subir a su casa... Por supuesto, no me consideraba en condiciones de descubrirle al lector una verdad fundamental, pero sí de ofrecerle un problema para que intentara resolverlo. Porque a su modo, en este género, el lector también trabaja en el descubrimiento del culpable. Aquí llamó la atención en esas fechas que una mujer escribiera este tipo de novelas. Eran los ’50 y había muchas que escribían en contra de los hombres. Tenían razón, pero yo no quería entrar en ese lamento. Entonces, en vez de desgarrarme las vestiduras, inventé esta intriga. Salió bien y seguí en ese camino, aunque no exclusivamente. Con En la estela de un secreto, ¡qué gracioso!, me pasó que la llevé a Emecé como policial y me dijeron “no, esto va más allá del género”, y me la publicaron en la colección Novelistas Argentinos. Me pasó lo mismo con Muerte en la costa del río, para mí un policial, pero no la consideraron así. De todos modos, no son tantos los libros que escribí dentro del género.
–Bueno, seis policiales más los guiones televisivos que hizo para “División homicidios”, hablan de una evidente predilección.
–Me divierte mucho, sin duda. Ahora se está preparando la historia del género policial en la Argentina y parece que me van a dar un lugar. Creo que fui la primera mujer en escribir esta clase de historias aquí por cuenta propia, porque Silvina Ocampo hizo Los que aman, odian junto con Bioy Casares. Para mí fue un gran orgullo salir en la colección de El Séptimo Círculo, tan cuidada por Bioy y Borges. Salieron autores tan notables como Nicholas Blake, y se vendía muy bien.
–P. D. James, la gran escritora inglesa de policiales, dice que a las autoras les interesa menos la violencia que a los autores, y más las motivaciones psicológicas.
–Siempre he pensado lo mismo: si las motivaciones son suficientes, el relato convence mejor. Entre los autores de la novela negra americana, hay algunos excelentes, que me gustan mucho como Ross Mac Donald. Pero de golpe, una se encuentra con tres páginas que te detallan cómo un tipo le rompe los huesos a otro. Creo que las mujeres tendemos a rechazar ciertas formas de violencia, incluso literaria. A mí, particularmente, no me gusta nada la sangre: soy capaz de desmayarme como un hombre.
–En la vida real, lo dicen las estadísticas, las mujeres todavía cometen muchos menos crímenes que los hombres.
–Es así: las mujeres son proclives al crimen pasional, también matan por interés. A veces, pueden contratar a terceros.
–¿A representantes del llamado sexo fuerte, que de todos modos, viven unos siete u ocho años menos que las mujeres?
–Bueno, yo les llevo veinte años de vida, no queda ni uno. Mire, cuando cumplí los 90, mis hijos y mis nietos me hicieron un libro en el que inventaron reportajes. Me preguntaban ¿qué siente usted por sus enemigos? Y yo respondía: “nada, se murieron todos”. Porque creo que he tenido enemigos, como cualquier persona que se precie, aunque me han hecho fama de amistosa y querida por todo el mundo.
Amigas son las amigas
–Enemigos aparte, según sus propios textos autobiográficos, usted es una amiga de fierro, capaz de sostener relaciones a través de muchos años.
–Eso sí. Mantuve hasta el final –de ella, claro– una amistad muy cercana con una compañera de colegio, la Nenga, que después fue profesora de historia y fundó el Instituto Moreniano. Murió hace pocos años. Sí, yo he sido de conservar a amigas a lo largo de la vida. El problema es que no todas son tan longevas como yo. Me habré peleado, habré tenido diferencias, pero las amistades sinceras y fuertes han prevalecido. Como novelista, también me interesa entender al otro, somos psicólogos que tocamos de oído. Pero mi interés por la gente, sus problemas, es más amplio. Otra mujer importante en mi vida fue Fructuosa, una niñera que tuve de un corazón enorme, sin el menor resentimiento nunca. Ella entró a trabajar en mi casa cuando tenía 15. Mi hermana Nélida y yo nos enfermamos de escarlatina y mamá, con sentido común, la llamó a la madre de esta chica tan jovencita y le dijo que se la llevara, que se podía contagiar. La mujer, una castellana seca, le respondió: “Pues la niña está a su servicio, y a su servicio ha de quedar”. Raro sentido del deber para una madre... Fructuosa permaneció con nosotros y fue una persona trabajadora y cariñosa que nos alegró la vida. Nunca se quiso ir, hasta que muchos años después su madre, ya muy envejecida, la necesitó. Y esta mujer se fue a la casa de su familia y siguió ayudando a todo el mundo, cuidó a su madre, a sus sobrinos. Siempre bien dispuesta, como si ésa fuese su misión en la vida. Yo creo que era asexuada. Sólo una vez tuvo un novio y esa situación la disgustaba mucho. Claro, ella era un ángel, y los ángeles no tienen sexo... Siempre tan afectuosa, a mis hermanos casi los echa a perder. Nada que ver con una gobernante inglesa, muy tierna, se interesaba de corazón por todos, le importaba cada integrante. ¿Sabe cómo reapareció años después de haberse ido? Cuando mamá, cerca de los 80, se enfermó, ella pidió cuidarla. Yo ya le había perdido el rastro, y un día me llama la mujer de un sobrino de Fructuosa y me invita a una misa y posterior lunch en una confitería, en honor de ella. Allá fuimos con mis hijos, mi hermana Zulema. Y Fructuosa en la fiesta se bailó el vals de punta a punta con todos sus sobrinos. Años después, le celebré los 101, se murió al año siguiente. Nenga, por su parte, fue siempre una compañera fiel y consecuente. De chica me divertía mucho con ella, una persona de mucha integridad, capaz de dejarse retar por algo que había hecho yo y contármelo después muerta de risa. Nenga era un verdadero encanto. Lamentablemente, a ella la descompensó una mudanza, ya mayor, a Mar del Plata. Murió al poco tiempo. Dicen que no es bueno que la gente de edad se mude... Pero yo lo hice más de una vez siendo ya mayor y aquí me tiene...
–Pero usted es inmune a todo, tiene unos genes privilegiados.
–Yo soy una mujer infiel, por lo menos a las casas. A mí no me importa nada dejarlas. He guardado algunos muebles de mis padres que llevo conmigo junto con las fotos familiares, los cuadros hechos por mi hijo mayor –el de Londres–, por mis nietos y bisnietos. Las paredes no tienen dueño, cuando se cumple un ciclo, ya está: las abandono sin pesar y me renuevo. Las paredes cambian según el propietario, a mí me ha costado reconocer casas en las que viví.
–Según sus propias palabras, usted la pasó mejor como viuda pobre que como niña rica.
–Es que con mi carácter independiente disfruté mucho de ser dueña de mis actos, fue la época más feliz la de ese descubrimiento. Por miedo de que pidiera ayuda, me dejaron tranquila, libre. No es que hayamos tenido tanto dinero durante mi infancia y juventud, pero mi padre llegó a tener una posición muy buena. Sin embargo, no conocí realmente las ventajas de la plata, estaba todo muy programado, me sentía coartada, restringida. Así que cuando me tuve que ganar mi dinero, comprendí lo que era ser dueña de mi vida, sin ataduras ni condicionamientos. Fue una lección fundamental para mí poder mantener a mis hijos, llevar una vida digna. Nunca me interesó acumular dinero, sí darme algún gusto, como viajar.
–¿Se acuerda de lo primero que hizo cuando empezó a cobrar un sueldo?
–Antes que el primer sueldo estuvo el premio Emecé. Pero como enseguida murió mi marido, del que ya estaba separada, aunque el divorcio no se sancionó, tuve que pagarles igual a los abogados que se presentaron con la cuenta inmediatamente. Ahí fue a parar el dichoso premio. En esa época empecé a trabajar como periodista, escribía cuentos y notas.
—Nacida en 1909, usted ha sido testigo y a la vez, parte activa de casi un siglo de cambios profundos en la condición de la mujer.
–Esos cambios ocurrieron por etapas, no se produjeron mágicamente. Fue importantísimo que la mujer saliera a trabajar, que se emancipara económicamente. Viví esas transformaciones con una alegría enorme. Creo que a pesar de todo, el mundo va mejor con la incorporación de la mujer a la vida pública. Creo también que la mujer que no tiene centrada su vida únicamente en los hijos les sabe dar libertad, no los considera de su propiedad como antes. Me siento muy cómoda en la familia moderna, creo que las relaciones son más sinceras. No es el paraíso, pero hemos progresado. Hay menos hipocresía que la que había en sociedades rígidas, que por algún lado tenían que soltarse, porque el corsé aprieta mucho. Ahí es cuando aparece la doble moral, más severa siempre con las mujeres. No entiendo a los nostálgicos de tiempos pasados. Ahora las separaciones, en general, se hacen sin tanto drama. La familia está más extendida, los hijos de una y de otro de matrimonios anteriores se suman y en algunos casos se llevan muy bien. Creo que en este terreno también hemos salido ganando: antes una mujer no se atrevía a tomar la iniciativa y buscar una salida como hice yo, que encontré una excusa irrebatible.
–Usted ha sido una mujer linda y elegante de más joven, y ha envejecido con gracia y sin cirugías. ¿La belleza ha sido una preocupación en su vida?
–Lo razonable: cuidar la higiene, la salud, alguna cremita. En verdad, nunca me hice un lifting, ésta es la cara con la que nací, salvo unas arruguitas... Esa preocupación por la belleza llevada al extremo puede ser terrible, mire la tragedia de Martha Lynch, le desfiguraron la cara, ocultaba que era abuela y terminó en suicidio... Yo tuve nietos a los 50 y salí a proclamarlo, me daban un orgullo y una felicidad tan grandes que quería comunicarlos: sólo me faltó llevar un cartel con la noticia. No entiendo mucho el tema de la cirugía, salvo para subsanar algún detalle realmente molesto. Pero con frecuencia un retoque, como en el caso de la nariz de Silvina Bullrich, quita personalidad. Creo que hay algo de la expresión personal que queda en la cara, cuando pasa el tiempo que me parece mejor respetar. Además, si tuviese esa plata, me la gastaría en un viaje. Hay que aceptar que el tiempo nos va modificando en muchos sentidos: si yo hubiese permanecido igual a la chica que fui en Adrogué, sería de lo más lamentable. No habría crecido, no sería escritora, no tendría bisnietos.
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