CRóNICAS
He aquí un alivio para quienes temen que todo acabe después de la muerte. En el cementerio de Pére-Lachaise, en París, Francia, quienes yacerán por siempre no se sienten solos. Cholulos post-mortem de ambos géneros se reúnen entre lápidas y mausoleos a hacer yoga, besar pies de mármol o toquetear algunas partes –de estatua– que la costumbre ha convertido en mágicas.
› Por María Moreno
Ives Montand ést ou?” Madame Flocon viene haciendo ruido con sus zapatos de taco carretel mientras va eludiendo las lápidas con agilidad. Sortea sin trastabillar cada base de mármol destrozada por las raíces de los árboles ornamentales, muchas de cuyas especies enorgullecen también el Jardín de Plantes, cada sendero tapizado de guijarros que, entre tumba y tumba, no llega a abrir el espacio para el pie de los vivos. Pero Madame Flocon curva el empeine y avanza, aunque en sentido equivocado “¿Ives Montand ést ou?” (¿Dónde está Montand?). Ha querido ahorrarse la compra de un mapa y confiar en su memoria, pero se encuentra perdida entre la tumba del anarquista August Blanqui y la del millonario Lafitte. Ha caminado al tun tun por el cementerio de Père Lachaise y ha ido a parar al sector de los enemigos: por poco atora el taco ante la tumba de Francisco Trujillo. Pero el pueblo y los comunistas se encuentran a ras de la tierra, algunos, como Ives Montand y Simone Signoret sobre la calle Aguado. Mientras repite su pregunta, se empina y, por encima del hombro, mira el mapa que mi amigo Karl tiene abierto. “Je suis Louise Flocon, mâitresse. Montand ¿ést ou?” La boina roja ladeada es típica, también los labios dibujados y las cejas en forma de acento circunflejo sobre un rostro estragado, sobre el que ella sostiene esa gestal de tres puntos. ¿Montand? No lo recuerda como el amante palurdo al que Piaf obligó a dejar de cantar canciones vaqueras, ni como el popular cantante de Las hojas muertas, ni como el marido de Simone Signoret a la que corneaba con Marylin Monroe. “Pour moi, un vieux camarade. Il faut être grand pour jouer un enemi”. (Para mí un viejo camarada. Hay que ser grande para representar al enemigo). Seguramente alude al papel de Dan Anthony Mitrione que Montand hizo en la película Estado de Sitio. Dirigida por mi amigo Karl, buen mapista, Madame Flocon se encamina a la tumba de Montand haciéndose la clandestina, como si hubiera allí un mitin, volantes, la decisión de camuflarse de club de fans ante la supuesta llegada de los flics (la cana). Lleva las manos vacías de flores ¡entre ateos!
Amistades irrecíprocas
Como si siguieran indicaciones escenográficos, en Père Lachaise, el cielo plomizo y el aire frío, retrasan la primavera sobre ese paisaje de criptas adonde parece que, en cualquier momento, va a emerger el tío de la revista Creepy.
Al cholulismo en cuerpo presente lo inhiben el pudor y el temor al rechazo, pero la tumba permite un voyeurismo sin peligro. Si cuando muere un ser querido, nos apresuramos a negar que él sea “eso” que descansa bajo tierra, la tumba antigua y prestigiosa es tan abstracta que “eso” no es menos el autor querido y leído que una de sus obras. Yo quiero ver elespacio por donde Colette desapareció hacia la tierra, cuyos frutos ella devorara con fruición panteísta.
–Ya vas a ver –mi amigo Marcelo dice que lo que más me iba a interesar no era tan célebre como Colette, pero igualmente sensual. Y con Karl se ríen haciéndose los misteriosos. A Marcelo no le gusta el lugar común y se empeñaba a subir la cámara por sobre las tumbas para alcanzar la ciudad entera con su típica torre, bajo la niebla ¡Qué precaria parece entonces la profecía de César Vallejo!: “Me moriré en París, con aguacero”. Porque en París llueve casi todo el año, con aguaceros espaciados, pero que no cesan.
Hay que reconocer que Père-Lachaise está más descuidado que la Recoleta y que la frase “concession à perpetuité” grabada sobre una ruina, condiciona la perpetuidad a la piqueta municipal. Pero también que allí la gloria no se ha excedido en palacios de mármol de Carrara –en la belle époque los enviaban desarmados a la Argentina de Roca– e insiste en no disimular el paso del tiempo: las coronas que se ajaron no se reemplazan, la macetita con flores de estación dura lo que ayudan los aguaceros, el mausoleo derrumbado sirve para ocultar el sexo oral al paso. Nada de necrofilia: pragmatismo. Pero la gloria garantiza, para cada uno, la tumba florida que va de la flor fresca a la mustia, desde la de Marcel Proust a la de Honoré de Balzac, pasando por la de Miguel Angel Asturias, que tiene como único monumento un totem indio. Los ofertantes suelen ser asociaciones culturales, consejos universitarios que dejan sus siglas en tarjetas y sin frases declamatorias. La flor sola, cabe imaginar, pertenece al admirador anónimo que trama allí alguna superstición privada. De vez en cuando, un guía se desliza entre muertos nobiliarios que no son de la nobleza, pero la gente apresura el paso hacia las tumbas frescas, esas donde se puede imaginar debajo, aún putrefacto, los contornos del cuerpo. La de Marie Trintignant, por ejemplo, con sus candelabros pop, muy parecidos a los de Navidad. Está al lado de la de Gilbert Becaud, para facilitar el recorrido popular.
La tumba de Oscar Wilde es una aberración donde una alimaña pesada encoge las piernas en posición de vuelo. Podría decirse que si él, al morir dijo “muero muy por encima de mis posibilidades”, ahora podría parafraseárselo: “Y fui enterrado muy por debajo de mi gusto”. Tiene los pies cubiertos de boquitas pintadas de rouge. Llegada hasta allí, me apresuro a pintarme los labios y depositar mi homenaje, en representación de amigos gays a los que enviaré la fotografía (Mi pasión es meramente transitiva). E ignorante. Mi rouge queda débilmente impreso en el granito. Mi amigo Karl me hace observar que el resto de las boquitas son impresas, producto de un sistema de sellado semejante al que los admiradores de Jim Morrison han aplicado a las tumbas donde se sientan a fumar un porro. Y, amante de las instantáneas donde el modelo se abandona a sus peores gestos, me toma una foto mientras revuelvo en la cartera con la expresión de Mamá Cora.
Ninguna flor para Gertude Stein, en vida ella exigía que se las llevaran a su esposa Alice B. Tocklas, pero una multitud de piedritas colocadas en la parte superior forman una suerte de rompecabezas cubista. ¿Quiénes las dejaron? ¿Lesbianas? ¿profesores de modernismo? ¿alemanes? Preguntas prejuiciosas.
El monumento a los deportados es atroz. La reproducción en mármol de los llamados musulmanes, les da un efecto de extraterrestres o de calcinados. Un fósforo quemado o una escultura de Giacometti hubieran mejorado la representación del cuerpo despojado de la carne hasta el hueso.
La irrecíproca relación entre vivos y muertos exige mediaciones. Por eso está allí la tumba de Alan Kardek, el teórico del espiritismo, que sus seguidores transforman en mesitas de tres patas para llamarlo a él y a otros difuntos, aprovechando empíricamente la presencia del cuerpo presente aunque desaparecido por los gusanos. Y también una ambiciosagestora del más allá, homónima de la ex infanta de piernas peludas, hija del Generalísimo, cuya tumba reza simplemente “Carmen Martínez, médium”. Del lado del arte-vida, alrededor de la tumba de Isadora Duncan, viejas muchachas ateas que no creen en el más allá, desenvuelven sus paquetes de comida árabe o practican un yoga discreto que elimina el saludo al sol porque falta espacio.
El muerto caliente
Con la melena ensortijada como si hubiera sido revuelta por alguna mano, la galera volcada, los labios y bragueta entreabiertos, la estatua de Victor Noir (née Ivan Salmon) descansa y no descansa. Una erección palpable a la altura del pantalón ha provocado la calentura de algunos paseantes y Víctor Noir, periodista de La Marseillese, asesinado a los 22 años por Pedro Bonaparte, es hoy sistemáticamente sobado a través de su monumento donde el bronce se ha oscurecido en la entrepierna, adquiriendo al aspecto de un derramado seminal producto de la polución nocturna o de una fellatio de apuro. El escultor Jules Dalou, sin duda, ha sido un transgresor: primero por hacer un monumento funerario que representa al muerto acostado en una pose forense que pretende hacer una réplica demasiado viva. Yo sabía de las erecciones de los ahorcados, pero no de los heridos de bala. O bien el bueno de Dalou, como el joven Salmón fue muerto un día antes de su boda, quiso dar a la que no llegó a ser su viuda la imagen libidinosa que ella no pudo gozar como casada. Las buenas conciencias han hecho de Victor Noir un mito femenino. Lamerlo “ahí” o montarlo con la audacia que exige eludir a los guardianes, garantizaría la fertilidad. De vez en cuando, sobre la bragueta abultada y corroída, aparece, paradojal y sorpresivo, un escarpín celeste o rosa. Pero la insistente mención de Victor en las páginas gay de Internet, muestra que el mito ha sido expropiado y adaptado: tocar íntimamente la estatua de Víctor Noir responde a una superstición más gratuita y placentera que la de garantizar la fecundidad: hacer feliz el sexo bucal con amigo o desconocido, ya sea en el cementerio mismo, como en el yire. “Toda degradación, por medio de grafittis, tocamientos indecentes u otros medios puede ser perseguida”, dice un cartelito. Pero yo no sé francés. Mi amigo Karl me toma una fotografía mientras practico cívicamente el ritual y, si en ella mi mano aparece ligeramente corrida, es porque la estatua de Víctor Noir calza largamente hacia la izquierda. Jamás contacto similar, pero en vivo me dejó la mano tan fría. La guardo en el bolsillo, ligeramente avergonzada por mi falta de imaginación. Arriba las nubes parecen venir hacia nosotros.
¿Nubes? El escritor venezolano Paul Desenne, jefe del grupo de creación colectiva Alzheimer y autor del célebre estribillo “Tumba-Lacan-ya-ma-chete-ro,Tumba-Lacan-ya” dice que, cuando murió Jean Gabín, lo vio salir en estado gaseoso de las torres del crematorio. El estaba en su departamento de la Place Martin Nadaud y lo saludó. Pero una garúa fina aleja los fantasmas literarios. Me distraigo. Quizás, entre los favores que realice Víctor Noir existe uno menos conocido: que, al pasar por su tumba, lo que se haya palpado en representación, pueda palparse pronto en cuerpo presente.
Fotos: Marcelo Plaza y Karl Kaiser
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