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Viernes, 24 de mayo de 2002

MUESTRAS

Aquellas grandes tiendas

En el Museo de la Ciudad, fotografías y objetos cuidadosamente rescatados a tiempo ofrecen una visión nostálgica de las grandes tiendas porteñas. El recorrido por la muestra permite reconstruir el clima en el que esas tiendas prosperaron, al calor de una sociedad, ay, clasemediera.

 Por Soledad Vallejos

En 1872, una pequeña tienda de todo tipo de artículos importados desde Europa abría sus puertas sobre la calle Perú 76. Pocos años después, la inauguración del inmenso edificio con frentes llenos de vidrieras sobre Avenida de Mayo, Perú y Victoria (actualmente Hipólito Yrigoyen) demostraba que la aventura había salido más que bien. Maravillosamente, digamos, lo mismo que para la arriesgada sociedad comercial del inglés Alfred Gath y el santiagueño Lorenzo Chaves. Es que, en los inicios del siglo XX, Buenos Aires se deleitaba ante la gloria de llevar los mismos diseños que paseaban los parisinos, tomar el mismo té que Inglaterra entera tomaba y señores como Twinnings exportaban desde las colonias de las Indias, compartir lozas de sanitarios y nociones arquitectónicas con las grandes potencias. Y todo eso podía conseguirse en una sola visita a los grandes almacenes, con paseo incluido, o, a veces, en modestas excursiones a comercios menos pomposos pero igualmente efectivos. Ese es el mundo que el Museo de la Ciudad (Defensa 219) ha rescatado para su adorable muestra “Pequeñas, medianas y grandes tiendas”. Y la exposición tiene tres ventajas interesantes: continuará durante junio; la entrada es libre y gratuita; y ha sido montada con tal criterio que los objetos no se agotan en el mero testimonio sino que ofrecen millones de lecturas posibles, desde la nostálgica hasta la asombrada, pasando por la que siempre creyó en el pasado próspero, y la que acaba de comprobar que eso, ay, fue poco más que espejitos de colores.

El granero chic
Durante las últimas décadas del siglo XIX, la Revolución Industrial se consolidaba y expandía entre las potencias europeas. El correlato inmediato, consecuente de manera directa con esta abundante y novedosa producción, podía verse en países que estaban bastante lejos de industrializarse y se dedicaban a producir alimentos, por ejemplo. En Buenos Aires, por caso, la necesidad que el primer mundo tenía de colocar sus nuevos chiches se traducía en comercios “de ultramarinos”, una suerte de almacenes de ramos generales como el de “Don Juan del Aujero” (presente en la muestra gracias a una simpatiquísima página de Caras y Caretas escrita en 1898), que ofrecía “telas, perfumes, cajas de sardinas, etcétera”. En esos años, estas tiendas de ultramarinos y otras algo más especializadas en dos o tres rubros empezaron a crecer tanto en tamaño como en importancia. Algunas lo lograban especializándose aún más y refinando al extremo la atención al público y la calidad de sus productos, como la Tienda San Miguel, inaugurada en 1857. El establecimiento de Bartolomé Mitre y Suipacha (actualmente, el local se conserva tal como fue reformado en la década de 1920, con los mármoles en la fachada, los techos vidriados y el vitral de San Miguel al fondo, aunque se destina a eventos sociales), se había impuesto como sinónimo de alfombras, cortinados y tapicería para cualquier familia porteña medianamente acomodada, gracias al esmero de su propietario, Elías Romero, que se aseguraba de que cada uno de sus clientes llevara un retazo de género de 1 metro por 1 metro sólo para hacer pruebas. Y, créase o no, los clientes retornaban al salón de ventas de doble altura con galerías y devolvían la tela después de probarla en su casa.
Poco tiempo después, se fundaban otras tiendas con vocación de emblema de época: “A la ciudad de Londres” (1872), Tienda San Juan (1875) y Gath & Chaves. Las tres compartían la misma admiración por los magazines franceses al mejor estilo Galerías Lafayette (la arquitectura de la central de Gath & Chaves, de hecho, era tremendamente parecida) y los department stores ingleses (de los que luego llegaría un representante tan claro como Harrod’s), las tres iban a conocer la prosperidad tras ser pequeños locales, pero cada una de ellas, por algún motivo, iba a tener un público propio y diferenciado, algo así como lealtades. Las tiendas de ultramarinos se batían en retirada: estaban llegando las grandes tiendas. La ciudad empezaba a mostrarse cosmopolita, sus habitantes empezaban a disfrutar eso de haberse convertido en el Granero del Mundo (en la división mundial del trabajo, a la Argentina le tocaba ser agroexportadora), y a tomar como naturales los avances del Viejo Mundo.
La razon del cliente
Pocas ciudades latinoamericanas reunían tantas condiciones para convertirse en la “París de Sudamérica” como Buenos Aires: tras superar el impacto del crac de 1890, y al afianzarse la exportación de materias primas, la sociedad contaba con efectivo y quería gastarlo. Y si podía ser en porcelana de Limoges, hilados ingleses y cosméticos franceses, tanto mejor. “Todas las compras que efectúa ‘a la ciudad de Londres’ son hechas directamente en las principales fábricas europeas (y sin ningún intermediario), lo que le permite vender sus mercaderías mucho más barato”, decía la publicidad de la tienda que no se conformaba con extenderse sobre las calles Perú, Avenida de Mayo y Victoria (H. Yrigoyen), sino que también quería dominar el mundo: “Casas en París, Lyon, Londres, Saint Etienne y Manchester”. Este empeño en diferenciarse de otros grandes comercios iba más allá de lo declamativo, o la creación de un escenario lujoso (que, en este caso, no sobrevivió a un pavoroso incendio de 1910). Además de imágenes del edificio, el Museo puso en exposición algunas reliquias: una serie de primorosos almanaques de bolsillo con dibujos de niños en escenas supuestamente muy brit que la casa obsequiaba a sus clientes.
Los primeros años del siglo coincidían con la gran inmigración, esa de europeos dispuestos a hacerse la América y países americanos dispuestos a recibir a cuantos europeos pudieran viajar en esos barcos inmensos. Para atraer a esos potenciales clientes, una tienda importante de la calle Florida (la gran calle comercial de la época, que luego compartiría cartel con Avenida de Mayo) como A la ciudad de México –que con la llegada del peronismo sería expropiada y rebautizada como “Grandes Tiendas Justicialistas”– publicaba en 1906 un mismo aviso en cuatro idiomas: castellano, francés, inglés y alemán (?). “Las tiendas de Buenos Aires”, señala el arquitecto José María Peña, director del Museo, “fueron desde el comienzo del siglo XIX un lugar de reunión, en no pocas circunstancias los dueños vivían en los altos y la tienda, atendida por ellos, estaba a la calle”. Pero, con el crecimiento urbano, “lo que fue un encuentro social y comercial se transformó en un rito diferente a fines del siglo XIX y primera mitad del XX. En el caso de las grandes tiendas, visitarlas fue, además de comprar, un paseo para grandes y chicos”. Es decir, los primeros esbozos publicitarios de la época no iban dirigidos sólo a quienes podían comprar alguno de los miles de productos ofrecidos sino también a quienes difícilmente pudieran acceder a ellos. En Inventando la soberanía del consumidor: publicidad, privacidad y revolución del mercado en Argentina (publicado en Historia de la vida privada en Argentina), el historiador Fernando Rocchi señala que el libre acceso a las grandes tiendas fue crucial para “atraer a las masas al mundo del mercado”: “la estrategia permitía que la sociedad de consumo pudiera imponerse”, bajo un disfraz democrático como, por ejemplo, la difusión de ciertas prendas a bajos precios, que ocultaba otras desigualdades.

Clasico de clasicos
En uno de los salones del Museo, una señora algo mayor intenta no dejar de mirar esas fotos de tiempos pasados (y, por lo que dice, conocidos en carne propia) mientras le explica, infructuosamente, a otra señora algo más grande que ella qué quiso decir un diario con eso de que “Harrod’s se convertiría en un outlet”. Una mujer pega un grito a un señor porque acaba de encontrar una publicidad de “Casa Lamota, donde compra Carlota”. Dos adolescentes ven con incredulidad esas bellísimas latas art nouveau y art déco que Tienda San Juan (la “única casa que vende artículos de calidad” que, en su cincuentenario, había contratado al famoso dibujante Columba para sus avisos) regalaba a sus clientes para guardar pomada y cepillo de zapatos. La muestra llega a incluir una reconstrucción (resumida, por cuestiones de espacio) de la zapatería barrial Podestá (“Producción nacional”), con caja registradora, banquitos para los clientes y estantería de madera incluida, y el asombro no alcanza jamás. Mucho menos a la hora de enfrentarse a los testimonios de las dos grandes tiendas que han sobrevivido en la memoria de unas cuantas generaciones: Harrod’s y Gath & Chaves.
Una pequeña maqueta resucita lo que fue la primera tienda que Alfred Gath y Lorenzo Chaves, dos ex empleados de Casa Burgos, abrieron hacia 1863 en San Martín 569 para ofrecer exclusivamente ropa de caballeros, confeccionada con telas inglesas. Años después, el local quedaba chico: en 1914 se mudaron a la esquina de Florida y Cangallo, y, algo más tarde, inauguraron el anexo (sólo ropa femenina) en Avenida de Mayo y Perú, al que podía llegarse mediante un túnel subterráneo desde la casa central. El diseño arquitectónico, lo demuestran las fotos exhibidas, es absolutamente francés: grandes escalinatas confluían en el “rond-point” del “grand hall” y conducían, escaleras, vitrales y espejos biselados mediante, a los siete pisos llenos de productos. Y eso sin contar la confitería del 8º piso, que permitía disfrutar una vista magnífica de la ciudad. Prendas modeladas por maniquíes de cabeza de cera y cabello natural, secciones de bonetería, “ameublement”, vajilla de Limoges con el logotipo de la tienda en el reverso, “The South American Stores” (tenía sucursales en el interior del país y Santiago de Chile) todo lo podían. Y, al igual que otras de sus competidoras, fue pionera en comercializar marcas propias sin conocer distinción de rubro, tanto podía ser un dentífrico como un ambo para turista compuesto por “cazadora y breeche” y botas con espuelas. Todo eso, claro, podía ser amablemente alcanzado a domicilio gracias a un triciclo, o un auto, ya que no por nada, entre talleres propios, vendedores y demás, Gath & Chaves empleaba a más de 6 mil personas.
En 1914, la publicidad advertía que Harrod’s estaba a punto de inaugurar su “Palacio de Venta” para poner a disposición de las damas porteñas “los suntuosos salones de este centro de la moda”, cosa de convencerlas de la “magnitud de este imperio de la elegancia”. La identidad brit del emporio fashion no reparaba en gastos: escaleras de mármol, muebles (de madera sólida) con espejos corridos, vitrales, superficies alfombradas. Si Gath & Chaves había cantado victoria al entrar en la cultura popular con la película Vendedora de fantasías (Mirtha Legrand, en su apogeo de star), “Harrod’s” no se quedó atrás cuando el tango para piano “La vendedora de Harrod’s” salió a la venta. Otras crisis, el país en general y otros demases se llevaron por delante estos iconos, pero algo sobrevive.

Museo de la Ciudad
Defensa 219
lunes a viernes de 11 a 19
domingos de 15 a 19 hs.

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