Vie 31.05.2002
las12

PERSONAJES

Dominique entre nosotros

Dominique Sanda sigue siendo una belleza –virtud de aristas filosas–, también una actriz sutil que fue la mimada de los grandes monstruos sagrados de la dirección cinematográfica (que a menudo son también monstruos a secas). Ahora está representando Juana de Arco en la hoguera, un oratorio de Arthur Honegger con textos de Paul Claudel. El público del Teatro Colón no cesa de ovacionarla, aunque tal vez ignore que la actriz vive en la Argentina desde hace cuatro años. Cosas del amor.

› Por María Moreno

E quoi! Ces prêtres que je vénérais, ce pauvre peuple que j’aimarais; leur Jeanne, leur pauvre enfant avec eux, c’est vrai qu’ils veulente la brûler? C’est vrai qu’ils veulent la brûler? C’est vrai qu’ils veulente me brûler vive?” (“¡Cómo! Esos sacerdotes que yo veneraba, ese pobre pueblo a quien amaba, ¿quieren quemar a su Juana, a su pobre niña? ¿Es posible que quieran quemarme viva?”) Lo que la mujer viste no es exactamente una túnica ni un vestido de bodas. Es el vestido blanco vaporoso de una virgen campesina. Inmóvil sobre un alto pedestal, en medio del escenario de la sala principal del Teatro Colón, está cumpliendo un sueño de Victoria Ocampo: ser la diceuse de un texto clásico. La voz deberá luchar por su soberanía sin imponer su dominio entre la de los solistas que, en este caso, a menudo se escuchan desde las sombras, la de los niños de coro, conmovedores en sus guardapolvos blancos; la de los instrumentos de la orquesta que dirige un Reinaldo Censabella empeñado en elegir la sutileza a pesar de la tentación rimbombante de acoplar la música a la presencia de una hoguera imaginaria. La iluminación de Jacques Rouveyrollies ha alcanzado el rango de personaje. Dominique Sanda es la recitante del oratorio Juana de Arco en la hoguera, un poema de Paul Claudel con música de Arthur Honegger.
¿Nombres demasiado grandes? Ella ha conocido otros en su carrera de actriz: Robert Bresson, Bernardo Bertolucci, Liliana Cavani, Luchino Visconti, Jacques Demy, Lina Wertmuller. Las mayúsculas no la asustan, al menos hoy en día. Esta vez la puesta de Roberto Plate le ha exigido una inmovilidad casi sacrificial. Sólo con permiso para unos movimientos suaves de la cabeza, de las manos sobre el pecho. Ningún sobreacento. De Juana, su voz ha elegido el candor, la inocencia, la iluminación.
El público del domingo por la tarde en el gran teatro no perdona. Poco importa que la memoria ponga en el rostro de Dominique el de la Lou Andreas Salomé inventada por Liliana Cavani, el de la virreina que protegió a esa otra gran Juana, Sor Juana Inés de la Cruz, que permitió a María Luisa filmar feminismo a la Argentina, o el de la mujer dulce que Robert Bresson le hizo interpretar a los 16 años. Ese público atiende al rigor, a la expresividad, compara, examina, aun con lágrimas en los ojos. Cuando el pedestal es elevado hacia un cielo de ficción, la ovación indica que Dominique Sanda ha tocado el cielo del Colón.
En el camarín, tres días antes, ya estaba acriollada en el interior de unas bombachas gauchas y con un mate en la mano que tomaba, un poco lavado, a la vera de su marido, Nicolás Cutzarida, con quien desde hace cuatro años vive en la Argentina. En Dominique la belleza ha continuado, rompiendo un poco su fragilidad y dándole a su mentada dulzura una vehemencia que las palabras italianas, infiltradas en su castellano, subrayan. Todo acompañado por ilustrativas inspiraciones y expiraciones profundas con que sugiere que el yoga es la mejor compañía de una celebridad.
–¿A veces la belleza puede resultar un obstáculo?
–La belleza es algo drástico porque hace que la gente se equivoque. Y la gente se equivoca, como se equivoca siempre. Al principio pensé: “Bueno, tienes este aspecto, a ver qué haces con eso”. Fue algo que me ayudó a crecer, a no agachar la testa ante la belleza y dejar atrás mi timidez para luchar y decirme: “¡Avanti, ragazza!”. Debía enfrentarme a ese desafío.
–Se puede decir que empezó desde muy alto, con esa “mujer dulce” de Bresson.
–Bresson me encontró en una agencia de modelos, como Jean-Luc Godard había encontrado a Anna Karina. Fue demasiado temprano, pero maravilloso porque Bresson hace una gran diferencia entre actuar y ser. Eso me marcó. Fue para mí un maestro, un padre artista (mi verdadero padre es un ingeniero). Y eso que no quería a los actores. Trabajó con María Casares, que es una leyenda. Y después dijo: “Nunca más”. El me hizo advertir cualidades en mi voz, más allá de la belleza. Después me tocó trabajar con Maximiliano Schell, a quien yo admiraba como actor. Tuve que viajar a Hungría, hablar en inglés –que no hablaba– y fue un mundo. Me trataban como a un ave de presa. Y yo sólo quería tener a mi madre conmigo. Sin embargo, mantenía la convicción de que debía continuar. Estaba en mi natura. Me imaginaba a mí misma cruzando el océano para nadar, nadar y nadar contra los obstáculos. Pero no recuerdo un momento en que no haya tenido que pedirme cuentas. Haber tenido éxito desde muy joven no fue una ayuda. Porque no tomé el éxito como algo guauaaaauuuuu. Además, yo sentía que debía pagar el precio de todo lo que no había aprendido, por ejemplo, al dejar la escuela.
–Su belleza no le daba ninguna idea de soberanía.
–Entonces, yo siempre sentía temor. Pero un temor que me empeñaba en no mostrar. ¡Y no lo mostraba de ninguna manera! Tenía 21 años, acababa de nacer mi hijo Yann y debía filmar con John Huston. Y Paul Newman era mi partenaire. Estaba aterrorizada. Me acuerdo de que Paul Newman entraba al estudio golpeando la puerta –¡booooooom!–, con una cerveza en la mano y un casquete americano sobre la cabeza. Y detrás, su hermano, tan alto como él. Pero en el set había otra persona muy importante, James Mason, que me hizo sentir muy bien y eso que en la película hacía de malo. El miedo es como una presencia física que uno no puede ni comunicar. ¿Qué iba a decir? “Estoy avergonzada, por favor, ayúdenme.” ¡La belleza! Cuando estaba haciendo El conformista, alguien me vino a decir que Stefania Sandrelli, que ya era toda una actriz, estaba llorando porque me había encontrado tan bella que no se sentía capaz de actuar conmigo. Entonces la fui a ver y le dije: “Por favor, Stefania, tenés que ayudarme, por favor no te pongas así, tengo 18 años, necesito tu solidaridad, tu amistad”.
–El temor tuvo que desaparecer para interpretar a Lou Andreas Salomé.
–Pero dudé en hacerlo. La versión de Cavani me parecía muy explícita. Y yo siento mucho pudor, que es algo que puede funcionar de herramienta para el trabajo, pero no siempre. El desnudo no era un problema porque ya lo había hecho con Bresson, pero se trataba de otro tipo de desnudo. No tenía dudas sobre el desnudo en sí porque el cuerpo es algo bellísimo. Todos tenemos un cuerpo, todos nos desnudamos a la noche para dormir, para hacer el amor con la persona que queremos, no hay que tener vergüenza. Pero tampoco hay que abusar de él en determinada situación. Entonces, mientras estaba en Hollywood haciendo una película de ciencia ficción que se llamaba The Dead Survivers, me encontré con una mujer muy linda, Ruth Roberts, que era la madre del primer asistente. Ella empezó a aconsejarme con el papel de Lou. Me dio a leer poemas de Rilke, comenzamos a conversar. Hasta que me dije: “Dominique, sos tan rara, estás haciendo esta cosa de ciencia ficción en Hollywood y al mismo tiempo dudando de hacer el papel de Lou Andreas Salomé. ¿Porque encontrás algo en el guión que no te gusta? ¿Eso es todo? ¡Vamos, ragazza!”. Entonces me llevé a Ruth Roberts para que me acompañara durante la filmación. Fue una pena que fuera tan joven porque, si no, me hubiera animado a acercarme más a Liliana Cavani. No hubo alquimia. Fue como en un buen matrimonio o mal matrimonio. Uno no puede decir: “¡Sos el culpable!”. Son los dos.
Dominique Sanda dice que en su momento no se animó a aceptar el papel que luego realizó Delphine Seyrig en Indian Song de Marguerite Duras. Sugiere que personas cercanas fueron las instigadoras de esta decisión. No habla de amores –está su marido presente–, pero adopta una expresión sino de sangre en el ojo, de pena por haberse dejado influir por fuerzas oscuras que la hicieron retroceder en un deseo que no fue lo suficientemente decidido.
–La actriz es considerada como una supermujer, aunque sólo sea eso, una actriz. Un mito, una fantasía. Los hombres se sienten muy atraídos por las actrices pero, al mismo tiempo, si las poseen, las aplastan. Y eso que también se puede actuar con la fuerza que te den los que te hacen sufrir. Eso puede ser la voz de la impronta.
Y cuando dice “la aplastan”, levanta su larguísima pierna envuelta en la bombacha gaucha y aplasta con fuerza su escarpín contra el piso.

Profecias
A su abuelo, bretón de Saint Malot, le aburría la monótona inmovilidad de la tierra bajo sus pies, así que se hizo marino y tomó como hogar uno líquido y de grandes movimientos, el Cabo de Hornos. Su abuela se las arregló para adaptar sus muebles de ama de casa al interior longilíneo de un faro. Dominique ama La mujer del mar de Ibsen con adaptación de Susan Sontag, que representó bajo la dirección de Bob Wilson. Cuando en 1989 vino a la Argentina para actuar en Guerreros y cautivas, de Edgardo Cozarinsky, y vio la pampa en los alrededores de Viedma, los horizontes polvorientos agujereados por la mulita, buscó el agua. Todavía no vivía entre dos aguas: París-Buenos Aires. Cuando recitaba con un castellano mucho más dificultoso que el de hoy los parlamentos de la esposa de un coronel durante la Campaña del Desierto, no los notó proféticos: a la hora de irse de la Patagonia conquistada, el personaje de Dominique dejó partir el tren y prometió ante la tumba del marido: “Nunca dejaré esta tierra”. ¿Otra señal? Un vez, mientras trabajaba en un rodaje en Rumania, alguien le dijo que “Sanda” era un apellido rumano. Ahora cree que fue el anuncio de que conocería a su marido.
–En Guerreros y cautivas, Edgardo Cozarinsky hace varias transposiciones de obras literarias. El personaje de la cautiva que usted acoge, como esposa de un coronel de frontera, no bebe sangre de oveja como la del cuento de Borges sino sangre de soldado. Esta es francesa, la otra inglesa. ¿Usted también decidió quedarse del otro lado?
–En dos sentidos. Porque en Buenos Aires uno se siente como en su casa. Y si estoy aquí no es porque estoy del otro lado sino porque me siento del lado de la luz. Este es el lugar donde tuve la necesidad de tomar mi cuerpo entre mis manos. Así que comencé a aprender tai-chi con un profesor japonés para poder dar el salto entre Francia y la Argentina, que no fue fácil, aunque mi casa de París da entrada al mundo a partir de un montón de cosas que no se podrían pensar como propias de París.
–Colette viajaba con 100 pisapapeles de cristal que le había regalado Lalique. Así se sentía como en su casa, aun en un cuarto de hotel.
–Muy caro, muy charmante, pero muy poco práctico para una actriz.
–Pero en el ‘89 ya se fue de aquí “embrujada”.
–Al volver a Francia, luego de trabajar con Cozarinsky, quise aprender a hablar el porteño. Viajé en un avión de Aerolíneas Argentinas donde el piloto tenía la costumbre de salir de la cabina para hablar con los pasajeros. El me conocía como actriz y yo le conté mi aventura en la pampa haciendo Guerreros y cautivas, y como me había encantado la naturaleza del lugar y también Buenos Aires, donde, a pesar de lo que está sucediendo, hay tan buena onda. Le dije que quería hablar porteño porque me parecía un idioma muy cercano a mí, que hablo bien el italiano. Porque aquí hay un español que a mí me suena italianizado y cuya música me encanta. El me dijo: “Bueno, yo tengo una amiga, una persona muy extraordinaria que vive en París y que tiene una escuela de idiomas. ¿Por qué no la llamas?”. Después de dos días, cuando estaba de vuelta en mi casa, llamé a esa mujer, que se llama Zoe Cutzarida, para decirle que me gustaría que fuera mi profesora de español. El piloto me había explicado que ella había nacido en la Argentina y hablaba perfectamente. Entonces Zoe me dijo: “Nada más fácil. ¿Sabe que yo la conozco? Usted ha trabajado con el hijo de mi hermano. Porque en la película Guerreros y cautivas, al primer Cutzarida que conocí fue a un hijo de Nicolás que se llama Alejandro. Zoe vivía a dos cuadras de mi casa. Nos encontramos para tomar el té juntas con su madre, que vivía con ella. Y me vi envuelta en una atmósfera de cierta cualidad que me encantó. Zoe es bellísima, muy muy especial. Era una casa llena de iconos ortodoxos, de objetos egipcios –porque el padre de Nicolás había sido embajador rumano en El Cairo– y de cuadros, porque Zoe en un tiempo había tenido una galería de pintura. Era todo un mundo artístico y refinado y, en medio, dos mujeres muy encantadoras. Empecé a trabajar con Zoe en su escuela, tomando clases. Y más allá de esas lecciones nació una amistad que duró diez años hasta que volví a la Argentina para hacer Garage Olimpo. Y ella estaba acá para ayudarme a hablar en porteño. Menos mal. Antes de salir del país ella quería presentarme a su hermano. Porque Zoe, como es una mujer sola, que no está casada ni tiene hijos, está muy apegada a toda su familia y habla todo el tiempo de ella. Entonces, cuando me encontré con Nicolás era como si lo conociera de toda la vida. Sabía hasta dónde estaba enterrado el padre. Una siempre está a la recherche de su alma gemela. Entonces a la larga la encuentra. Fue así de simple y entonces decidí quedarme aquí.
En medio del camarín Nº 1 del primer piso del Colón, con apenas un enorme espejo, tres sillas de plástico, trajes de calle colgando del perchero, Nicolás Cutzarida resulta extraño con su “r” francesa –aunque después de todo no debería sorprender: es la misma de Cortázar– que a veces se le disuelve en un acento que podría ser de Mataderos, su condición de licenciado en Filosofía y sus botas ecuestres: “Estoy acriollado. El rumano es un idioma latino, así que la raíz es común con el castellano. A esta altura debe ser un asunto personal, ya no debería tener acento”.
Tienta preguntarle a este rumano si cree en una filosofía nacional.
–Por supuesto que no. Creo en esa frase de Alberdi que dice que este país ha sido liberado con la espada, pero no con la palabra.
Si lo escuchara José Pablo Feinmann. ¿Se trata de un discurso europeísta, ligeramente paternal? ¿Qué es la identidad rumana? ¿Drácula? Pero resulta que Nicolás Cutzarida habla no como un rumano que critica sino –parece– como un argentino que acepta su “oscuro destino sudamericano”: “Porque hasta que no nos liberemos con la pluma, no seremos un país libre”, dice este hombre que produjo dos bellezas nacionales: Ivo y Alejandro Cutzarida.
Dominique parece creer en los presagios –que son por lo general malos– y en los augurios –que son por lo general buenos–, aunque ella no percibiera que cuando bailó un tango en el papel de Ana Cuadri, con lengue al cuello y vinchita ¿argentina? durante una célebre escena de la película El conformista, de Bernardo Bertolucci, se trataba de una profecía: vendría, como dice el tango, a blanquearse en el Sur.
–Una vez me llamó por teléfono un hombre que quería que grabara un texto de Marguerite Yourcenar. Era un especialista de radio que conocía su trabajo muy bien. Antes de leerlo ante el micrófono yo necesitaba leer el libro para mí. A veces trataba de ir más allá de lo que tenía que leer. E intentaba adelantar un capítulo. No sé si se entiende. Yo trataba de leer más antes de hacer el registro. Pero enseguida él se daba cuenta de que yo no estaba más en la voz. Cuando la gente detecta, para mí es lo máximo. Porque, en general, no sabe escuchar. Al finalizar el trabajo, él se fue a Venecia. Registramos parte del casete, pero de pronto me enfermé, mi voz se rompió, entonces tuvimos que parar. Luego seguimos. Me sentí muy respaldada por este hombre. Al final me acompañó hasta el colectivo para volverme a casa. Yo tenía una impresión rara que no podía definir. Entré al colectivo y le hice una señal a través del vidrio. Pero yo seguía teniendo esa sensación rara, como si él ya no estuviera allí. Y nunca más lo vi. Un buen día de primavera en París, yo iba a viajar al Sur en el coche. Abrí la puerta del departamento y vi uno de esos terribles sobres con una cruz. Cuando una encuentra esas cartas así, tiene miedo. No se atreve a abrirla. La puse a la luz y vi que se transparentaba el nombre. Entonces la abrí: ahí anunciaba la muerte de aquel hombre, su suicidio en Venecia. Francia estaba con tout le rouge, le blonde, le bleu. Y había un sol increíble, pero me perseguía la idea de este hombre que había muerto. Cuando yo me había despedido de él, no sabía que iba a morir. Pero aquel día, cuando lo dejé para subir al colectivo, había visto algo. No sé por qué lo recuerdo ahora.
Si aquél había sido un presagio, éste podría considerarse un augurio: un día, Dominique estaba sentada comiendo sola en un restaurante y vio entrar a Ingrid Bergman, a otra mujer muy mayor, a otra más joven y a un niño.
–Yo miraba a esta mujer mayor y pensaba: “Debe ser la madre de Ingrid Bergman; y las otras, la hija y el nieto. Pero esta mujer no era la madre de Ingrid Bergman sino una de sus mejores amigas, una de esas mujeres que en su vida habían sido como pilares. Era Ruth Roberts que un tiempo después, me ayudó para interpretar a Lou Andreas Salomé. Porque volví a encontrar en el momento justo a esta mujer del restaurante, bellísima.
En un libro de Madelaine Chapsal, titulado Los celos, Jeanne Moreau cuenta cómo un hombre a quien ella amaba con desesperación le cuenta que ha besado durante un viaje en avión a una mujer anónima. Jeanne Moreau, amada por millones, enloquece de celos, ella para sí misma no es “Jeanne Moreau”. Dominique Sanda tampoco es para sí misma “Dominique Sanda”. Según su relato, las bellísimas son siempre otras, también las equilibradas, las sabias. A menudo se llaman “Marguerite”.

Margaritas de la suerte
Fue bautizada Dominique Marie Françoise Renée porque, según su madre, tener muchos nombres da una protección especial. “Marie por la Virgen, Françoise por Francia, Renée por mi madrina”, explica. Pero no puede explicar el seudónimo “Sanda”, en donde conserva la primera sílaba de su apellido real seguido por una sucesión de letras que le sonaban bien antes de que les adjudicara a todas juntas una familiaridad rumana. Sus padres, burgueses que no se avenían a hacer público un apellido que llevaría profesionalmente una joven descubierta, al igual que Anna Karina, en una agencia de modelos, le exigieron que lo cambiara. Dominique no se llama “Margarita” salvo en la película de Edgardo Cozarinsky. Pero fueron dos Margaritas las que la marcaron a fuego más allá de la sucesión de admirables que la pusieron frente a una cámara.
–Bueno, en la obra de Claudel están las campanas que alientan a Juana, Catalina que canta el de profundis, Margarita que es azul y blanca y dice: “Papá, maman”. Yo tengo a mis santas Margaritas en Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras, que fueron mis guías. ¡Sentirme amada por estas mujeres me dio un poquito de solidez, por favor!
Con Marguerite Duras tuvo, al principio, esa historia de no haber encontrado el momento para trabajar con ella. Primero porque estaba embarazada, luego por aquellos malos consejos que le impidieron aceptar un papel en Indian Song.
–Un día me llamó una directora belga para proponerme una película. Leí el guión, no me gustó. Luego me invitó a ver la película una vez hecha. Ahí pensé: “Qué mundo tan distinto el de Marguerite que tiene tanta poesía, tiene tanta... ¡Pensé en Marguerite, pensé en Marguerite y pensé en Marguerite! Cuando volví a mi casa, había un mensaje de ella en el contestador. Todavía no había escrito El amante, que le dio tanto éxito y dinero, ni estaba con Yann, que la separó de todo el mundo. Filmaba con presupuestos pequeños. Escuché la voz, ¡esa voz de Marguerite!, e inmediatamente la llamé. Le dije: “Marguerite, esta vez no voy a perder la ocasión de trabajar con usted”. Fui en coche hasta la zona donde ella vivía . Y vi un montón de edificios. En uno, había en cada ventana, una planta que yo quiero mucho, que es un simple geranio, pero un geranio muy especial, el geranio rosa. Yo había descubierto esta planta poco tiempo antes, y me encantaba su olor que suele impregnar todo. Y cuando la vi en esas ventanas, pensé: “¡Ah, ésa tiene que ser la casa de Marguerite!”. La película en la que me dirigió se llama Navire Night, una película bastante discursiva que se rodó en una semana y que no fue muy difundida.
–También usted fue “la voz” de Marguerite Yourcenar.
–A Marguerite Yourcenar la conocí en el hotel Ritz, donde siempre se alojaba cuando venía a París. Me acompañaba este hombre de radio cuya muerte me conmovió tanto. Recuerdo que alguien estaba tomando fotos, pero no le presté atención. Marguerite era muy linda, con una luz en los ojos impresionante, y una boca y una sonrisa únicas. También me acuerdo de un detalle que me encantó –ella amaba mucho a la India– y era que tenía sobre el aparato de televisión un chal indio, blanco, bordado. El chal cubría la pantalla porque ella no miraba televisión. Yo tampoco, la odio. Luego de que murió este hombre con quien grabé Deniers de revers, recibí una carta de Marguerite Yourcenar que me enviaba desde Maine, escrita en un papel muy hermoso con una imagen de playa y de pájaros. Decía: “Dominique Sandra” –para ella yo siempre era “Dominique Sandra”–, donde me contaba que nuestro amigo había muerto y me preguntaba si habíamos terminado la grabación. Eso fue todo. Pasó el tiempo. Marguerite murió. Un día alguien me telefoneó a mi departamento con un acento muy raro –portugués creo- que me dijo: “Dominique Sanda, no sé si usted se acuerda de mí, pero yo estaba aquel día en el Ritz cuando usted conversaba con Marguerite Yourcenar. Tomé unas fotos de ustedes. Ahora he realizado una muestra muy importante que se llama El último viaje de Marguerite Yourcenar. Si usted me permite, me gustaría exhibir esa foto de ustedes en la galería”. Quedé entre encantada y sorprendida. Fui al vernissage con unas amigas. Era en el Museo Beaubourg. Ahí me encontré con una serie bellísima de fotografías. Cada una tenía una frase de Marguerite, de esas frases de esas que suelen subrayarse. En la foto en que estamos ella y yo juntas, la frase se refería a la soledad. Dominique cree recordar la palabra “roto” y “sacrificio”, pero quiere recordar textualmente. Cree recordar también que sólo la soledad empuja a salir de ella, que sólo a través de la soledad uno se gana el derecho a seguir el camino contrario. La frase olvidada no parece ser para ella un mero fetiche de autor colocado junto a su imagen en compañía de una mujer que, al envejecer, ya casi había conseguido tener el aspecto de su personaje, el emperador Adriano. Habría una clave personal ahí. Luego de la noche en que creyó flotar entre el cielo y la tierra, entre las ovaciones de los concurrentes al Teatro Colón, enviará un fax con la frase precisa: “Creo que el hábito precoz de la soledad es un bien infinito. Enseña, hasta cierto punto solamente, a pasar de los demás seres. Enseña también a amarlos aun más todavía”.

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