ENTREVISTA
Protagonista de la atípica comedia romántica Elsa & Fred, estreno de esta semana que rinde homenaje a La Dolce Vita, China Zorrilla recuerda que asistió al estreno absoluto en Cannes de ese film de Fellini. Locuaz, graciosa, memoriosa, la actriz y directora también habla de sus relaciones con Susana Giménez, Dustin Hoffman, Jean-Paul Belmondo, Laurence Olivier, Charo López.
› Por Moira Soto
Ella jura que no tiene ningún secreto, que su energía, al parecer inextinguible, es una lotería que le tocó en la vida, que come mal porque es golosa y que apenas camina un poco. “Ese es todo el ejercicio que hago”, ríe China Zorrilla, a punto de estrenar la película Elsa & Fred mientras prosigue con las giras de la pieza Camino a la Meca, hace visitas esporádicas a la tira Los Roldán, escribe una canción para darle una oportunidad al Lobo de la Caperucita de La Banda de la Risa, hace planes para traducir y dirigir una comedia musical sobre Groucho Marx, intenta llevar a escena la obra francesa El honor no es cosa de mujeres, sin dejar de asistir a incontables eventos sociales, benéficos, artísticos... Ahora, en su hospitalaria casa de la calle Uruguay, entre esculturas de su padre José Luis Zorrilla, cuadros originales, evocadoras fotos familiares, múltiples premios, libros y cuadernos, China habla incansablemente, en su boca los temas se bifurcan, se subdividen, se derivan, sin que ella pierda nunca la manija de la situación. No en vano, en algún momento deslizará con picardía, al sacar alguna nueva anécdota de la galera: “La nota te la hago yo ¿viste?”.
En su discurrir torrencial hay una lógica que no siempre resulta fácil seguir, salpicada de agudezas, chascarrillos, chistes (“Lucho Avilés es Jacinta Pichimahuida al lado de las cosas que escuchás ahora en los programas de chismes. Creo que Salud Pública debería hacer algo...”), que no excluyen momentos de completa seriedad: “Conozco a las Madres de Plaza de Mayo, a veces voy a tomar el té con ellas ahí enfrente del Congreso. Hay una muy amorosa que prepara todo, tiene cinco hijos desaparecidos. ¡Cinco! No sé cómo sobreviven estas mujeres. Cuando me comentan que Hebe dice locuras, yo aclaro: No sé, a mí nunca me mataron dos hijos de veintitantos como a ella. Yo nunca robé pero tampoco he tenido hijos con hambre. ¿Te das cuenta? Dos hijos divinos... ¿qué se le habrá quebrado adentro a Hebe?”
China Zorrilla rebosa de proyectos entre los que figuran terminar un libro de relatos cortos y llevar al teatro y/o grabar en CD una antología de textos y poemas de escritores de su primera patria, Uruguay, que incluiría los versos de Tabaré, la creación de su abuelo Juan Zorrilla, “cuya obsesión era no haber conocido a su madre, que reflejó en ese hijo huérfano del cacique y la cautiva. Mi abuelo se casó sucesivamente con dos hermanas, Elvira y mi abuela Concepción Blanco, y tuvo catorce hijos”. La actriz, directora, traductora y pianista en los ratos libres, también tiene en parrilla un texto llamado La cucaracha: “Te explico el porqué de ese nombre. Yo era una chica de quince cuando fui a una fiesta en el barrio. Por el camino vimos a una cucaracha patas arriba. No la maten, dijo una de mis hermanas, igual se va a morir porque no se puede dar vuelta sola. En la fiesta no paré de pensar en la cucaracha. Después, no me la podía sacar de la cabeza, me dolía pensar en tantas cucarachas que no se pueden dar vuelta. Es una metáfora fuerte. Por eso, me parece un buen título para mis memorias...”
–¿Me darías algunas buenas razones para haber aceptado hacer Elsa & Fred, la película de Marcos Carnevale que se presentó esta semana?
–Lo de Marcos me pareció de una finura y una sensibilidad muy grandes para crear una atmósfera casi te diría de suspenso romántico, con elementos tan contados, una historia mínima en cuanto a su anécdota. Pero de un corazón enorme, aunque nada sensiblera gracias al tratamiento poco solemne del tema de la enfermedad de ella, y al humor que brota de continuo, a veces indirectamente, como un guiño al espectador. Si querés, es una historieta, nada, una situación pintoresca de la vida que crece gracias al trazado de los personajes, a la delicadeza con que el director refleja sus impulsos, temores, vacilaciones, penas y alegrías. Gracias a la forma en que ella, que toda la vida ha sido una persona fuera de la norma, vividora en el mejor sentido de la palabra, lo toca a él con esa especie de varita mágica de la ilusión, la travesura, la risa que Fred casi desconocía en su vida ordenada por la difunta esposa. Con ese tono ligero pero no superficial, que nunca se empaña, Marcos consigue que aparezca una sonrisa ante una tumba, aunque detrás esté la emoción, claro.
–Es más fácil encontrar una película o una pieza teatral de romance entre una vieja y un adolescente –onda Harold y Maud, acá estrenada como Sólo 80– que una historia de amor entre dos octogenarios...
–Es que éste es un mundo antiviejo. Todo es: sacate las arrugas, subite acá, rellenate allá, como si no se perdonaran las marcas de la vida. Para mí envejecer es pasar a otra etapa de la vida, cambiar de gustos. Pero, ojo, que no se trata de “no quiero esas uvas porque están verdes”. De verdad que no: los sustitutos de lo que antes te gustaba y podías hacer son tan delirantemente disfrutables como lo que dejás de lado. Y yo creo que Marcos Carnevale, pese a su juventud, entendió profundamente que esto puede suceder y así concibió el personaje de Elsa, a la que envidio un poquito en su espíritu travieso.
–¿Qué cosas disfrutás ahora que antes no?
–Quedarme en mi casa entre mis objetos queridos leyendo, viendo una película... Cuando éramos chicas, con mis hermanas mujeres nos íbamos a bailar con D’Arienzo, Santa Paula Serenaders, Los Lecuona. Y mamá y papá, que eran divinos, se quedaban en casa. Nosotras pensábamos: pobres, no salen mientras nos vamos a divertir. Y ahora yo estoy en esta mesa tan contenta con mis diarios que llevé a través de los años, con esta puta perra (se refiere cariñosamente a su yorkshire Flor), tengo cartas para contestar. Leo, escribo, me tomo un cafecito con alguna cosa rica que siempre hace esta santa varona que viste cuando llegaste, Marta, que me cuida, sol de mi vida. Y veo a las chicas que salen a bailar a la una y media, me saludan y les deseo que se diviertan. Pero pienso: “Pobres, se van a una disco a bailar en medio del gentío, a oír a todo lo que da un sonido que yo no escucharía ni a bajo volumen. No es que yo piense que todo tiempo pasado fue mejor, pero antes se bailaba unos boleros divinos, tangos preciosos, te mirabas a los ojos, y si querías, había un poco de cheek to cheek... Así que ya ves, a estas chicas quizá les dé pena que yo me quede en casa, y yo a mi vez las compadezco a ellas... Pero volvamos a la película: sí es totalmente audaz contar una historia de amor de dos viejos, una transgresión absoluta: al rincón con este chico Carnevale que se cree que puede hacer lo que se le cante y romper convenciones.
–Encima, tu personaje está a años luz de ser una dama formal y decorosa.
–¡¿Cómo?! Esta mujer es una loca, un putón patrio ¿viste? Para mí, el mejor parlamento es cuando le cuenta al marido que se levantó a aquel stripper, “que se portó muy bien conmigo, muy educado, muy útil”.
–¿Todos tus bocadillos estaban en el guión? ¿No hay algún morcilleo por ahí?
–Mirá, el guión estaba muy bien escrito, muy preciso, sin una palabra de más. Sólo hay una línea que puse por mi cuenta, cuando alguien me llama por teléfono, que miento: “No puedo hablar contigo. Estoy en el Museo del Prado, aquí de charla con Las Meninas...”. No estábamos filmando, pero a Marcos le hizo gracia. Lo único, te aseguro, porque en general el guión era intocable. Me encanta que la vieja se quite años y que el viejo se entere al final y sonría diciendo “embustera”, pese a lo dramático de la situación.
–Es que, más allá del desenlace, el viejo se puede sentir agradecido de que en su vida haya aparecido ese torbellino que lo sacó de la seriedad y de la hipocondría.
–Es verdad, ¿en qué casillero ponés esta película? Es una comedia romántica, pero con protagonistas inesperados. Yo me confié, me entregué totalmente, aunque con una gran curiosidad. Pronto me di cuenta de que el director sabía muy bien hacia dónde iba, aunque el riesgo era grande. La primera elección para el galán (risas) fue Alfredo Landa, pero falló. Entonces, lo reemplazó Manuel Alexandre, de 88, un actor que filmó mucho con Berlanga, con Bardem. Fue un gran acierto, además nos llevamos muy bien. Me encontré con Charo López, gran amiga mía, y me dijo: has ganado con el cambio porque te digo que éste toca el violín actuando. Charo es adorable, ¿sabés que una vez me llevó a ver algo que había descubierto y que nunca más pudo volver a encontrar? En una calle de Madrid, hay una placa que dice: en esta casa murió el poeta uruguayo Juan Zorrilla de San Martín. Mi abuelo, claro.
–¿Cuándo te hiciste amiga de Charo López?
–En realidad, cuando nos encontramos por primera vez, yo no sabía que ella me odiaba. Mirá lo que pasó: estaba yo en España y me llamó un señor que me dijo: “Tengo una comedia que me gustaría que usted leyera”. Hay que deshacer la casa se llamaba, y me pareció brutal. Pero resulta que acá la estaban ensayando Thelma Biral y Charo, cosa que yo ni sabía. Llego acá y anuncio que tengo esta obra que me la dio el autor, y Charo sale a desmentirme, poco menos dice que estoy demente. No llegamos a hablar personalmente. Y un día estábamos grabando una novela en Canal 13, con Beto Brandoni de protagonista y su personaje daba un cóctel. Charo y yo teníamos que esperar para entrar juntas, y seguíamos sin hablarnos. Cerca de nosotras había una mesa redonda repleta de manjares irresistibles. Entonces, de golpe me sale decirle a Charo: “Si esto no fuese una filmación, te juro que ya me habría comido todo lo que hay sobre la mesa. Ya lo tengo programado: empezaría por el lado izquierdo”. Nos miramos y nos morimos de risa. Hasta hoy somos íntimas.
–¿Te pareció que era una aventura que valía la pena irte a filmar a España, con un actor que no conocías?
–Sí, totalmente. Algo tan audaz como si me dijeran que tengo que salir desnuda a escena. Pero me daban muchas ganas de hacer cosas con ese personaje de Elsa. Me encantaba el homenaje a Fellini y a su película La Dolce Vita, ligados a mi historia personal. Me divirtió el lujo de que Federico Luppi hiciese de mi ex marido, aunque se aclara que diez años más joven. ¿Viste que está terminando la película y Luppi sigue sin aparecer? Después, tiene ese encuentro maravilloso con mi novio, el tipo me sigue amando.
–Al leer el guión de Elsa & Fred, ¿viste el paso de comedia?
–Claro, un boccato di cardinali para mí, que además implicaba que fuese a España con una de mis sobrinas. Como tenía un Premio María Guerrero que no había usado, llevé a dos. Y por si todo esto fuera poco, estaba la ida a Roma, que coincidió con la muerte del Papa; imaginate el gentío. También me gustaba la idea de que el guionista fuera el director. Y me cayó muy bien el viejo cuando lo conocí en Madrid, es un encanto, ¿viste qué poco hace y cuánto consigue? Después apareció esa española genial, Blanca Portillo, cuyo único problema era que se tentaban conmigo, cuando yo cambiaba algo del texto.
–¿El sentido del humor no te abandona nunca?
–Jamás, por suerte. Yo hago reír a la gente, me sale naturalmente, lo cual no quita que emocione cuando corresponda. Soy una cómica de alma, siempre digo que me quiero despedir del teatro, de la vida haciendo una buena comedia, que yo sé que es lo que mejor hago. Una de mis mejores experiencias acá fue estar en Fiebre de heno, de Noel Coward. Mirá qué reparto: ellos: Lautaro Murúa, Juan Carlos Dual, Claudio Gallardou, Jean Pierre Noher. Ellas: Norma Pons, Carola Reyna, Roxana Berco y yo. Con un vestuario de los años ’20 de mi hermana Gumita que no sabés lo que era.
–¿Cuándo descubriste que tenías ese talento de hacer reír?
–Siempre supe que tenía el don de la comicidad. En Montevideo, en el ’56, en el elenco oficial que era muy solemne y clásico, habitualmente de Shakespeare a Calderón, de Calderón a Molière, un día propuse hacer una comedia de Coward. Fue como si hubiese llevado papel higiénico. Pero finalmente la estrenamos, y me fascinó la reacción de la gente, entre el aplauso y la carcajada. Ahí supe que yo podía hacer eso, que era maravilloso, que lo traía conmigo. El placer de hacer reír pero no con una puteada o tocándome las lolas, sino con una cosa más sutil que se deja caer, que la vayan a buscar... Esto no te lo enseña ninguna academia del mundo. Porque yo te puedo marcar: en este parlamento dramático hacé una pausa, pensá un poco en lo que vas a decir, crea una expectativa, decilo de tal manera para sorprender al público... Pero para hacer reír, no te puedo dar indicaciones: tenés que meter el bocadillo por tu cuenta y riesgo en una décima de segundo, atacar al pie, es una cuestión de timing. Pero te diré que acá también le dan más importancia a la tragedia. Yo defiendo el humor en la vida, el teatro, el cine, la televisión, creo que actualmente es más necesario que nunca. Ahora quiero dirigir la obra El honor no es cosa de mujeres, una tomadura de pelo a la cultura en manos del Estado, de Flers y Caillavet, dos amigos rivales de Feydeau en la Belle Epoque. Si la logro hacer, mi misión en la Argentina estará cumplida.
–Cuando se te ve en el escenario, el cine o la TV, nunca das la sensación de estar componiendo, ¿cómo se mantiene esa frescura de actriz a lo largo de los años, de tanta experiencia acumulada?
–Mirá, yo casi me identifico con aquella famosa frase de Pedro López Lagar: “Me pongo la gorra y salgo”. Estuve diez años maravillosos en la Comedia Nacional de Montevideo, como te dije, sólo hacíamos teatro clásico. En un mismo año, estaba interpretando Bodas de sangre y ensayando Ha llegado un inspector, de Priestley, y después íbamos a hacer una pieza italiana dirigida por Armando Discépolo. Porque como se trata de una ciudad chica, las obras duraban un mes en cartel. Cuando repartían los personajes de una pieza, le asignaban a cada actor su papel pero sólo le entregaban sus parlamentos. Yo tenía que decir, por ejemplo: “¿Cómo te atreves a decirme eso?”, sin saber a qué cosa me estaba refiriendo. Era para que estudiaras lo tuyo, nunca había una reunión para discutir las motivaciones de los personajes. El primer ensayo era: al escenario, tú entras por ahí y sales por allá. Nunca se procedía de otra manera con ese elenco, con esos lujos de Margarita Xirgu dirigiendo las cosas españolas, como Don Gil de las calzas verdes, Bodas..., Caviglia para las obras inglesas que le encantaban y Discépolo para lo nacional o italiano. Yo creo que el actor es dueño de ciertos resortes interiores que no son para analizarlos sobre una mesa. Después, cuando yo tuve esa compañía, hasta había un actor cuyo psicólogo quería venir a los ensayos a discutir el personaje... Por supuesto que hay personas que eligen ser actores por razones abyectas, que poco tienen que ver con el oficio: les gusta que los aplaudan, que los elogien. Y un día los sacan en las revistas porque tienen un romance con alguien conocido, les dan un bolito en la tele, se defienden, y poco tiempo después hacen Hamlet ¡y les sale bien! No preguntes por qué, tienen el don de la actuación. Creo que es la única profesión donde se puede dar el peligroso milagro de ser cero académicos.
–De la Comedia Nacional de Montevideo pasaste a la calle Corrientes para hacer una comedia considerada comercial.
–Sí, debuté en este país con Susana Giménez: se iba Ana Campoy a México con toda su familia y quedaba el personaje de la madre de Rodolfo Bebán, un lindo papel, en Las mariposas son libres. El empresario me llama y me lo ofrece. Era un buen sueldo y yo llegaba de Mar del Plata, donde me habían dicho que tenía que ponerme mona si iba a la playa porque estaba toda la paquetería argentina. Me puse un traje de baño divino y me fui a la Bristol porque no sabía que había otra playa. Y me decía: qué raro cómo toman mate los Anchorena sobre la playa... Ahí fue que se me acercó un tipo con el cuerpo lleno de cicatrices, un ecce homo! Le pregunté qué le había pasado, y de su historia verdadera salió la película Darse cuenta, de Alejandro Doria. Bueno, vuelvo a las Mariposas...: imaginate, yo, que venía del Olimpo uruguayo, de hacer la serie de clásicos que te conté, pensé: le voy a tener que enseñar a esta chica porque es una modelo, no puede ser actriz. Me enfrenté con Susana y descubrí que es una comediante nata... Nadie le enseñó nunca nada. Y preguntale a Tita Merello dónde había estudiado interpretación para hacer esa Filomena Marturano fenomenal que logró, o esos tangos que recreaba a su modo. Mirá, no le podés decir a alguien que le gusta la cirugía que le saque un tumor a un enfermo ni a uno que no es arquitecto que te haga la casa, aunque le guste el tema. Pero de pronto, una persona con cierta disposición, que le gusta actuar, sube al escenario y puede ser Susana, cuya gracia como comediante fue reconocida. Pura intuición, todo lo que quieras, pero sabía. Pasó del shock a hacer un protagónico total sobre las tablas, el lugar donde no se puede mentir mal.
–Bueno, el propio Laurence Olivier se opacó frente al brillo de comediante de Marilyn Monroe en El príncipe y la corista.
–¿Y sabés cuál fue una de las últimas obras que dirigió Olivier para sacarse las ganas? La pulga en la oreja de Feydeau, reservándose un papel chico pero jugoso. Sé que adoró hacer esa pieza. Sin embargo, este género no goza del mismo prestigio que la tragedia. Cuando se presentó La pulga... en el Cervantes, no faltó quien se escandalizara: qué barbaridad, un vodevil francés. Te juro que la misma gente, aunque disfrute mucho con el humor, te saluda distinto, con más respeto, cuando hacés algo dramático, de llorar. Es muy diferente el tono con que te dicen “Ayer me emocionaste profundamente”, del que emplean para comentarte: “Ay, cómo me hiciste reír”. Y realmente lo difícil, lo que requiere alguna inspiración es hacer reír. Cuando yo estudiaba en la Royal Academy de Londres, hace dos mil años, te decían que en la comedia todo es timing...
–También hace falta cierto carisma, cierto poder de comunicación para establecer esa corriente misteriosa que fluye entre algunos actores, algunas actrices y el público.
–Afortunadamente, yo tengo esa comunicación. No sé si soy buena actriz, pero tengo ese intercambio con el público. Alberto Olmedo tenía esa condición en grado superlativo, era un genio en estado natural. ¿Tú viste Fulgor argentino? Yo me considero un poco la madrina espiritual de ese espectáculo maravilloso, otro ejemplo de que no hace falta pasar por la academia para conseguir actuaciones tan graciosas. Es la única obra que vi 25 veces en mi vida. A mí me habría gustado que Olmedo hiciera Androcles y el león, de Bernard Shaw, con el Gordo Porcel. Un día se lo propuse. Yo lo veía a Olmedo como el cristiano que se acerca al león y el animal lo reconoce porque él le había sacado una espina, y terminan los dos bailando el vals. Pero no hubo caso. Olmedo era un genio intuitivo.
–La verdad, ¿no era más sutil que Dustin Hoffman cuando hizo Tootsie por televisión? Al norteamericano se le notaban más los hilvanes de la composición.
–Tú sabes que yo trabajaba con Hoffman en una oficina de negocios teatrales en Nueva York, antes de que fuera conocido, cuyo jefe era Ulu Grossbard, el director, y también estaban los hermanos gemelos de Angela Lansbury; nunca podía distinguir a uno del otro. Acá tengo mi libretita de cuando vivía ahí, en los ’60, fijate con qué nombre empieza la letra H (obviamente Hoffman, Dustin). Por otra parte, él vivía en la esquina de casa. Un día me contó que, gracias a Grossbard, que era amigo de Mike Nichols, le iban a hacer una prueba de cine. El sólo había estado en cosas chiquitas. “No me van a dar el papel pero me pagan el viaje de ida y vuelta, tres días de hotel, puedo ver a mi abuela que hace mucho que no visito. Así que aunque no salga, vale la pena.” Le dije que no fuera tan pesimista y le pregunté el nombre de la película: era El graduado. Yo me fui a Montevideo al poco tiempo y volví en barco, cuarenta días de viaje, y cuando llego a Baltimore veo los afiches: Anne Bancroft y Dustin Hoffman. Lo llano: “Dustin, la hiciste”. Me responde: “Sí, y voy a filmar otra con Jon Voight, Midnight cowboy”. Dustin es un gran pianista y un mejor imitador. Lo seguí viendo un tiempo, y un día no me dio más bola... ¿Sabés con qué lo perseguí? Directamente le hice acoso sexual: con un texto que me parecía escrito para él, Rosaura a las diez, de Marco Denevi, que me había dado la autorización. Hablé con el traductor, que me dijo: “Si no lo hace Dustin, tengo otro candidato: Robin Williams. Pero no, era para Dustin”.
–Volvamos a tu conexión con Fellini y La Dolce Vita.
–Si me tiré literalmente al agua –de la Fontana de Trevi– con Elsa & Fred fue porque además de divertirme y conmoverme con la historia, me recordó que yo había presenciado el estreno absoluto de La Dolce Vita, viendo cuando Anita Eckberg se metía en la fontana. Y yo no iba a ser menos... Fue así: yo escribía crónicas para el diario El País de Montevideo y un día, estando en París, mi amigo José Antonio Mendía me sugiere que me haga invitar a Cannes, ya que tengo carné de periodista. Sigo su consejo, me piden pruebas, las consigo y viajo al festival. Mirá, acá tengo anotado: “Martes 10, La Dolce Vita, conferencia de prensa con Federico Fellini”. En Cannes, el que más bola me daba era Belmondo, todavía poco conocido, aunque ya había hecho Sin aliento, de Godard. Pero resulta que cuando vivíamos en París, papá, que era escultor, iba siempre al taller de Antoine Bourdelle con un francesito joven que precisamente era el padre de Jean-Paul Belmondo. Pero sí, la verdad es que me tiré al agua con Elsa & Fred. A los 82, no podía rechazar semejante propuesta, y allá fui. Regresé, retomé La Meca y ahora la vuelvo dejar porque se estrena en Madrid Elsa & Fred.
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