Vie 14.06.2002
las12

LIRICA

Morir de amor

La puesta de “La Traviata”, con régie de Daniel Suárez Marzal y la interpretación alternada de la soprano argentina Patricia Gutiérrez y la brasileña Kalinka Damiani, renueva la visión de un personaje que Alejandro Dumas rescató originalmente de la realidad y probablemente de su vida personal, el de Marie Duplessis, La dama de las camelias.

› Por Moira Soto

“Llegaba siempre sola en su carruaje, envuelta en invierno en un amplio chal de cachemira, en verano vestida con sencillez... Cuando por casualidad sonreía a alguien en su paseo, ni una duquesa lo habría hecho con más recato y gracia... Alta y delgada, su chal dejaba asomar los volados de su falda de seda... En un óvalo de gracia indescriptible, dos ojos negros coronados por cejas de perfecto arco, velados por largas pestañas, una nariz recta, fina y espiritual, cabellos negros como el azabache se abrían en dos espesas matas... Margarita tenía, a pesar de su vida disipada, una expresión virginal, hasta infantil, que la caracterizaba... Asistía habitualmente a estrenos de obras teatrales y de óperas. En su palco, además de una caja de bombones, siempre había un ramo de camelias blancas veinticinco días del mes, encarnadas los otros cinco. Jamás otras flores, razón por la que la florista, Mme. Barjon, la llamaba La dama de las camelias”.
Así hablaba Alejandro Dumas hijo en las primeras páginas de la novela que convirtió en mito popular a una cortesana de la vida real, Alphonsine Plessis, dite Marie Duplessis, hija y nieta de trabajadoras del sexo menos exitosas, que hizo fulgurante carrera en el París nocturno de mediados del siglo XIX y que murió tuberculosa a los 23. De Alphonsine-Marie no sólo existe diversa documentación, además de su tumba en Montmartre y varios retratos (como el de Edouard Vienot que ilustra esta nota), también circula la versión de que la bella e inteligente mantenida enamoró hasta el caracú al propio Dumas. Y que luego de unos meses de ardiente romance él la dejó, quizás porque no le alcanzaba lo que ganaba para pagar el lujoso tren de vida de ella, quizás por temor de contagiarse de la avanzada tisis de la demi-mondaine.
En consecuencia, el Armando Duval de la novela La dama de las camelias (Alfredo Germont en la ópera La Traviata, de Verdi, inspirada en la adaptación teatral) no sería otro que el mismísimo Alejandro, que escribió la historia en primera persona, asumiendo una indulgente simpatía por el personaje principal, aunque sin dejar de anotar sus pecadillos. En el libro, el autor recibe de un tercero, Armando, el relato de sus contrariados amores con la dama en cuestión. Este hombre va a su encuentro en principio para pedirle un ejemplar de Manon Lescaut, que le había dedicado a Margarita y que el escritor adquirió en la subasta de los bienes de la difunta. En la novela de Dumas, la doliente dama no puede despedirse de su amor. Gratificación que sí le concede la ópera verdiana. “Daría diez años de mi vida por llorar una hora a sus pies”, le confiesa Armando a su paciente interlocutor y, páginas más adelante, sigue discurriendo así, tronchado de pena: “Conquistar el corazón de una cortesana es una victoria verdaderamente difícil... Cuando el hombre que inspira ese amor redentor tiene un alma bastante grande y generosa para aceptarlo sin acordarse del pasado (...) saborea de una vez todas las emociones terrenales y, después que ha probado ese amor, queda clausurado para cualquier otro”. Pese a su clemencia –Dumas llega incluso a citar a Cristo ante la Magdalena: “Mucho te será perdonado porque mucho has amado”–, Alejandro Dumas no deja nunca de respirar un cierto tufillo moralizante, poniendo cada tanto el acento sobre los aspectos “viciosos” de la prostitución (respecto de las prostitutas, claro, no de los clientes) y acomodándose del lado del padre cuando convence a la desesperada Margarita de que deje a Armando, por el bien del joven y sobre todo de la otra hija suya –“pura como un ángel”– que sólo podrá casarse si los Duval no se siguen manchando con la relación de los amantes: “Por encima de los amores ilegítimos está la familia”, pontifica el patriarca con la anuencia del escritor. En la trasposición operística, en cambio, si bien quedan algunos toques de mea culpa por parte de la protagonista (“para la pobre que un día cayó, toda esperanza está perdida”), comprensibles si una se ubica en la época, el personaje de Margarita crece en nobleza e integridad.
Así lo entendieron los responsables de la bellísima representación de La Traviata que este fin de semana culmina en el Luna Park. El rol de Margarita Gautier que adoraron tantas actrices de teatro y de cine (de Sarah Bernhardt a Isabelle Huppert, de Theda Bara a Greta Garbo), que en la ópera tuvo intérpretes del nivel de Renata Tebaldi, Mirella Freni o María Callas, es ahora –bajo el nombre de Violeta Valéry– asumido por Patricia Gutiérrez (hoy y el domingo) y por Kalinka Damiani (mañana sábado), acompañadas por el Alfredo de, alternadamente, Carlos Vittori y Gustavo López. La dirección de orquesta y concertación general están a cargo de Mario Da Rose; la régie es de Daniel Suárez Marzal; la dirección de arte corresponde a Milan David y la iluminación, a Nicolás Trovato, entre otros nombres que hicieron posible este espectáculo alucinante, que alcanza niveles altísimos en todos sus rubros y seguramente será atesorado por todos aquellos que amen la música, el canto, el teatro, la escultura, la pintura, el cine... Porque esta puesta, tan creativa como osada, apela a todas las artes y logra galvanizar al público, que oscila entre el deslumbramiento y una emoción que se expande a partir del primer acto, y llega a la más profunda congoja en el último, sentimiento que se libera sobre el final, gracias a un hallazgo –uno de los tantos de esta puesta– sublime, esencialmente fiel al espíritu de Verdi: Margarita, su alma, santificada por una luz celestial, asciende por la gran escalera blanca.
Este cierre tan inspirado es la apropiada cima de una representación memorable, en la que la ópera de Verdi parece abrirse en sucesivas capas, llegando incluso a los dominios del inconsciente, lo que acrecienta el disfrute y la comprensión. Desde ese primer acto, con referencias a pinturas de Paul Delvaux en el vestuario, los tocados y la coreografía escénica, a esas presuntas reposeras tapadas (después se verá que camas de hospital) por un gran lienzo gris, de aspecto fantasmal, del segundo acto en el que el único elemento que aparece además sobre el escenario es la caja de útiles para escribir una carta; desde la bandada de hombres de negro de Magritte con sus sombreros y sus paraguas del tercer acto, al lienzo convertido en ominoso crespón negro en el cuarto acto, esta Traviata es uno de esos acontecimientos que se tiene el placer, la felicidad de ver, de escuchar raras veces.

Dos violetas apasionadas
La argentina Patricia Gutiérrez, de recordada actuación en la Madama Butterfly que en 2000 puso en escena Daniel Suárez Marzal, y la brasileña Kalinka Damiani, ganadora del concurso Traviata 2000, fueron las sopranos convocadas para interpretar a sendas Violetas. “Dos semanas antes de viajar acá lo supe, poco después recibí la confirmación”, dice Kalinka. “Me puse muy contenta porque es un rol que me gusta mucho y que ya he cantado en Brasil con motivo del centenario de la muerte de Verdi. Me pareció buenísimo venir a hacerlo a la Argentina.”
Para Patricia, “fue una sorpresa, porque hace años que en el Colón vengo cantando cosas más pesadas: Butterfly, el Réquiem de Verdi. Y justo este año había decidido empezar, con mi profesora, a colocar más alta la voz, tratando de cantar algo más liviano. Entonces le dije a María Rosa Farré que quería empezar el 2002 bien arriba, aunque ¿quién me va a llamar a mí para La Traviata?, le pregunté bromeando. Y a los quince días me convocaron.”
Respecto de la permanencia en el gusto del público, de una historia y un personaje anclados en pleno siglo XIX, permanencia que parece soslayar el profundo cambio de las costumbres y a la vez subrayar el anhelo de romanticismo que late en el globalizado siglo XXI, Gutiérrez opina: “El atractivo se debe en gran parte a la hermosa música de Verdi. También hay que considerar que se trata de un papel que además de brindar posibilidades desde el canto permite lucimiento en la actuación. Es una historia de un gran amor que sigue llegando al corazón de la gente, aunque ciertos detalles correspondan a otra época. La entrega, el sacrificio de Violeta sigue conmoviéndonos”.
“De las óperas de Verdi, que tiene varias conocidas, me parece que Traviata es la favorita por los motivos que dice Patricia, y porque la gente puede salir cantando sus melodías”, opina Damiani. “Uno de los aspectos más fascinantes de esta ópera, creo, es que Violeta aparece vocalmente y dramáticamente muy distinta en cada acto: ligera, casi coqueta en el primero, aunque ya se anuncia lo grave de su enfermedad. En el segundo, más dramática aunque con partes de hondo lirismo, que para mí como intérprete siento que es la zona que más me exige, donde más entrego. Es un momento donde se concentra y anticipa la tragedia. En el tercero se trata más de dejarse llevar para la cantante, aunque la intensidad se mantiene. De todos modos, aun en el primer acto, cuando Violeta canta ‘Sempre libera’ hay un trasfondo de amargura”.
Kalinka Damiani remarca, para este tipo de comunicación, la importancia de los recursos empleados en el Luna, con dos grandes pantallas a ambos lados del escenario, que registran en primer plano detalles de las escenas, mínimos gestos, imágenes del director de la orquesta y sus músicos: “Es casi como sumar el cine, nos captan las cámaras de muy cerca, por lo que es necesario estar muy compenetrada, siempre dentro del personaje, porque no sabemos cuándo van a hacer la toma que va a registrar el menor ademán”.
“Es importante que en las pantallas, además de la diversidad de imágenes, primeros planos y de conjunto, se ofrezcan los subtítulos para que el público menos conocedor pueda seguir el relato”, apunta Gutiérrez antes de describir los ensayos bajo la guía de Daniel Suárez Marzal, un régisseur “que te marca algunos detalles que importan, pero el resto de la interpretación permite que se adecue a la personalidad de cada una.”
Según Kalinka Damiani, Suárez Marzal tiene la virtud de dejar que sus intérpretes se explayen, dejen aflorar su propia visión del personaje, “y después va como podando, puliendo el desempeño de cada uno para que quede lo mejor. Además, en este caso, se trata de una puesta novedosa, nada tradicional, en la que tenemos que trabajar por primera vez con determinados elementos, como la cámaras, algunos en continuo movimiento. Por otra parte, con el sonido amplificado, no hace falta cantar siempre frente al público, podemos movernos de otra manera. Lo que nuestro régisseur siempre nos subrayó de Violeta fue su vitalidad, aun en el final ella sigue luchando. A través de toda la ópera es el personaje con más vida, nos decía Daniel. Que su sufrimiento nunca es para abajo, desmoronado, sino buscando recuperación. Y cuando no se siente bien, se aparta, disimula su malestar, trata de ocultarlo”. A lo que añade Gutiérrez: “La cercanía de la muerte, que ella sabe inevitable, la lleva a aferrarse a la vida. Tiene un espíritu que la eleva por encima de la enfermedad. Esta base que nos dio Daniel de que Violeta todo el tiempo desearía más vida, más alegría, fue una pauta decisiva”.
El hecho de que los elencos van rotando, especifica Damiani, y “no cantemos siempre con el mismo barítono, con el mismo tenor, va modificando nuestra actuación. Con cada uno distinto que ensayábamos aparecía la posibilidad de sumar algo, de enriquecer la actuación, de ampliar el enfoque. Asimismo, también advertimos que ciertos gestos no funcionan de la misma manera con todos. Gustavo López y Carlos Vittori, por ejemplo, son dos Alfredos distintos. Una cosa que me pareció muy interesante fue que el director de la orquesta, Mario De Rose, nos pidió que en el último acto no cantásemos sino que leyésemos la carta. Por la situación dramática y porque el micrófono posibilita hablar en vos más baja captando todos los matices. Entonces, él pidió que leyésemos naturalmente, pero resulta que mi voz es muy aguda cuando hablo, distinta de la de Patricia. Por suerte, Mario me dio un tiempo para que comprendiera lo que me pedía, que debía ser un tono más grave. Cuando asistí al ensayo de Patricia, entendí cómo debía sonar mi voz, sin por eso imitarla a ella. Para mí fue como un intercambio buenísimo, nos comentamos cosas mutuamente que nos ayudaron, creo, a mejorar el rendimiento”. Para confirmar estas palabras, Gutiérrez reconoce que observó recursos en Damiani “que después incorporé porque enriquecían la interpretación. En lo de la lectura de la carta está muy justificado el pedido del director, porque está escrito por Verdi para ser dicho con voz sepulcral, casi sin sonido. Esto lo permite el micrófono”.
En vez de la legendaria rivalidad de las divas de la ópera de altri tempi, todo parece indicar que aquí hubo compañerismo, afecto, respaldo mutuo. El trato entre Patricia y Kalinka así lo revela durante la entrevista: “Ningún divismo, no tiene sentido”, se ríe la cantante brasileña, “Aunque me impresioné un poco cuando me dijeron que iba a compartir el papel de Violeta con la Butterfly del Colón. Llegué pensando en encontrarme una persona quizás más distante... Pero es muy sencilla y encantadora. En realidad, me llevo muy bien con todo el elenco, cosa que no siempre es posible. También creo que muchas veces se inventan rivalidades para condimentar las notas de la prensa”. Y la argentina acota: “Yo ya sabía que Kalinka era amorosa por referencias y fue muy bueno compartir este trabajo con ella. En general, te diría que las poses no sirven de nada a la hora de cantar: ahí hay que hacerlo bien y punto. Aparte de que el resultado de trabajar con buena onda siempre es superior”.
¿Qué habrían hecho Patricia y Kalinka en el lugar de Violeta? ¿Renunciar a la única porción de felicidad que la vida le concedía, o luchar hasta las últimas consecuencias por esa relación amorosa? “Yo me pregunto cómo Germont puede convencerla tan pronto de que renuncie. Se ve que la imagen del padre es muy fuerte para ella, se le impone en su autoridad social, moral. La va venciendo, ella se siente culpable. Yo, con mi manera de ser, lo digo desde la actualidad, claro, no actuaría como Violeta. Si me hubiese sucedido a mí, si es la primera vez que me enamoro, como le sucede a ella, no me sacaría nadie a mi amor. Pasaría por encima de prejuicios y convenciones”, responde Gutiérrez. “Tampoco yo”, dice Damiani. “Sin criticar ni subestimar a Violeta, me parece que ella ya se ve venir la separación desde el comienzo del segundo acto. La Violeta de la ópera es más apasionada que la de la novela de Dumas: en el primer acto, nada más conocer a Alfredo se enamora de él. Pero ella estaba acostumbrada a un tipo de vida muy fastuoso, de mucho glamour y debió serle muy duro venderlo todo”.
Para Kalinka, “una cosa muy inteligente de Daniel fue hacerle frente a la amplitud del Luna. El dijo: un espacio tan grande no se puede esconder ni camuflar. Existe y lo vamos a aprovechar como una ventaja. Las partes más intimistas se consiguen con la luz, muy bien aplicada que se concentra en un personaje, en una escena, como el primer plano del cine. Además, aunque saca partido del gran espacio, Daniel tiende a poner pocos elementos en escena, a quitar todo lo superfluo. Entonces, destaca los elementos decisivos como los cantantes”.
La vida breve,
pero digna e intensa
Si hay una ópera que tiene un protagónico exclusivo, porque todos los otros personajes se vuelven secundarios, es La Traviata: “Es un eje absoluto, escénico y musical”, afirma el régisseur Daniel Suárez Marzal. “Quizás no haya ningún otro con un personaje femenino tan absorbente, salvo Madama Butterfly, de Puccini. Y son dos mujeres que hasta donde pueden se rebelan: Butterfly, contra una cultura muy diferente de la suya; Violeta contra las imposiciones de una sociedad hipócrita. Aunque ambas mueren de manera trágica, lo que me gusta de ellas es su vocación por la vida y su instinto de rebelión contra lo que consideran injusto”.
Suárez Marzal diría que Violeta “se está desahogando, despetalando, todo el tiempo, desde el primer acto y, sin embargo, es la comunicación de mayor energía. Ella tiene como una insulina, una cocaína suplementaria. Es decir, el personaje enfermo es el que comunica vida. Esto me parece central y lo marco en la puesta, pero ya estaba en la música. Como suele suceder con enfermos graves, ella siente que va hacia una nueva vida, no se queda en la vida tangible. Ella percibe que hay como una luz de Dios que le llega en ese momento final, una idea de ingresar a un nuevo mundo que traté de plasmar. Creo que ahí hay un concepto un poco oriental”.
Esta es la segunda vez que Daniel hace La Traviata, y en ambas oportunidades trató de que las cantantes no hicieran mujeres dolientes, que la tos resultara lo más esporádica posible: “Es notable, por ejemplo, cómo al final del primer acto, después de una pequeña recaída por su mal, después de que la fiesta la abandona en questo popoloso deserto che appellano Parigi, se queda sola. Inmediatamente tiene otro refuerzo de esa insulina como la llamo, y canta ‘Sempre libera’”.
“Creo que hay pocos autores que han trabajado a los personajes femeninos como Verdi, con semejante estima. Se le podrían igualar algunos personajes shakespearianos, en calidad y nobleza, con esa cualidad de ave fénix en cuanto a hacer frente a las circunstancias de la vida”, prosigue el notable régisseur. “Creo que esta obra representa una lucha fortísima de Eros y Tánatos. Yo insisto mucho en que la sífilis y la tuberculosis son reemplazadas por el sida, en cuanto a la peligrosidad del amor. Creo que en Verdi hay algo muy claro: la vida corta, la vida breve provoca goces intensos que los que viven relajadamente no conocen. Pero, si el ala de la muerte te toca alguna vez de cerca, te convertiste en una persona más sabia para apreciar ciertas cosas. Creo que Violeta tiene eso. Además, ella es la organizadora del drama, en Verdi más que en la novela. Creo que Verdi y su libretista eligieron los momentos de mayor fuerza del personaje. Es bueno esto de hacer semejantes obras maestras tan complejas más de una vez, porque les vas encontrando nuevas facetas, comprendiendo mejor. Por ejemplo, el poder del padre, que en Verdi es fundamental. Violeta lo llama padre a Germont que viene a quitarle su felicidad, él es su verdugo. De buena fe, si querés, pero viene a traerle desdicha. Y ella le dice que si él la sostiene, va a ser capaz de soportar tanto dolor. Para mí, insisto, Violeta es una rebelde: por su conducción de mujer y porque el riesgo de la muerte la convierte en un ser muy fuerte. Fijate que en ese primer desvanecimiento echa a los invitados hacia una sala vecina y convierte esto en un hecho cinematográfico sin precedentes en la ópera, como un travelling, pasás al dúo; la fiesta vuelve y finalmente la voz en off de Alfredo: otro recurso del cine, en el sentido de la capacidad de Verdi para jugar con el tiempo y el espacio, que es alucinante”.
“Por otra parte, hay un tratamiento de Alfredo, como un boldito en algún sentido: frente al desgarrado Amami Alfredo, él no advierte que es una despedida final y apenas atina a pensar: vive sólo para mí. El es de una mediocridad, de una cortedad indignas de ella. El burgués es indigno de la prostituta. Verdi, entre otras cosas, es un examinador de la condición femenina como pocos autores. Vengo de hacer Luisa Miller y nos encontramos con el mismo caso: varones frágiles alrededor de una mujer fuerte, capaz de renunciamientos. Lo que me gusta de estos personajes femeninos es que no claudican, no se traicionan. Además de esta cualidad de alentar nueva vida, que en Violeta esto es algo casi sobrehumano. Y desde el punto de vista musical, Verdi le da a ella siempre la melodía más digna: cuando es acusada en el tercer acto de ser una prostituta, en el sentido más denigrante del término, en el concertato final la melodía que lo dignifica está a cargo de ella, y no sólo por razones de belleza vocal. Creo que también hay una lectura muy piadosa, muy cariñosa por parte de Verdi, yendo siempre contra el estereotipo. Creo que en La Traviata no hay ninguna frase de Violeta, musicalmente hablando, ya fuera de la letra, donde esa dignidad no esté sostenida. Si algo agradezco a esta altura de mi vida, es que no me da miedo casi nada en el arte, sigo en continua búsqueda, lo que me parece una manera de mantener vivas obras como La Traviata”.

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