Vie 04.11.2005
las12

NOTA DE TAPA

Ojos bien abiertos

Arte Susan Meiselas es una de las fotógrafas más importantes de este tiempo. Ha sido testigo de los principales conflictos bélicos de las últimas tres décadas y ha dado cuenta de los vínculos invisibles que hacen que las personas resistan la violencia y sigan siendo. De paso por Buenos Aires –donde llegó para dar un taller a jóvenes profesionales con el auspicio de la Fundación Proa y la fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano–, esta mujer sensible admite su nostalgia por los sueños perdidos pero se declara siempre buscando.

› Por Marta Dillon

El pelo se le escapa detrás de la oreja. Está apenas encorvada detrás de una mesa de café sin ninguna intimidad y sin embargo ahí la despliega, al menos en una confesión última, la confesión de una pérdida: ella, dice, ha sido arrasada por su propia corriente. Tan vertiginoso fue el río de su vida que no hubo más timón que los acontecimientos. Susan Meiselas tenía que mirar. Mirar y fotografiar, tal vez porque esas imágenes que recortó y ahora animan el cuerpo de su obra son los puntos fijos que transforman la deriva en un derrotero particular: Ha sido testigo. ¿Y eso la rescata del silencio que la espera cada vez que vuelve de un viaje? No todas las preguntas tienen respuesta, y ésta tampoco. Hasta el idioma se confunde para ella cuando entra en el túnel estrecho de la intimidad. Entonces, la lengua materna se le hace esquiva para decir lo más sencillo: Estuve viajando, estuve soñando con los que soñaban con cambiarlo todo, estuve rescatando del olvido las imágenes que se negaron a morir en algún genocidio, estuve mirando con los ojos de todos los actores, los que amé y los que detesté, los que admiré y los que temí. Claro que ahora que algunos sueños de cambio han muerto, la nostalgia es una marea que la obliga a inventariar su propia pérdida, eso que no hizo porque hacer para ella, durante demasiados años, fue mirar y dar cuenta de lo que veía.

Hubo un tiempo en que la fotografía era una herramienta para esta mujer menuda de uñas desparejas –una directamente cortada al ras, amputada de su meñique por obra de la acción constante que no da respiro y ahora la tiene atareada en un taller para fotógrafos locales que promovió la Fundación Proa–. Era una herramienta, entonces, que servía a su trabajo de maestra de niños especiales, esos que tampoco pueden quedarse quietos y entonces no llegan a ver, a encontrar su lugar en el mundo. Niños hiperactivos a los que ella les pedía que detengan una escena, que se tomen el tiempo para observar a la comunidad que los rodeaba y que después le cuenten una historia. La historia de esa foto. Maestra y alumnos descubrían así otra manera de ver, una que se escapaba de la urgencia del tiempo. Eran los tempranísimos ’70, todavía sentía Meiselas el eco de 1968 en su propio cuerpo, que había puesto en la calle para pedir por una universidad distinta, por democracia real, basta de guerra, queremos lo imposible de este lado del océano –del lado en que Nueva York se moja los pies– también. Ese eco, dice, era un poder. Tenía 20 años, el feminismo era el aire que se respiraba y le permitía la certeza de que podía ser y hacer cualquier cosa. No todas las cosas, aclara, sencillamente habían ampliado exponencialmente las posibilidades de elegir.Y eligió, al menos la elección se fue desplegando mientras buscaba. Comenzó a hacer eso mismo que enseñaba a los alumnos difíciles de las escuelas primarias, y a sus maestros. Capturaba momentos en imágenes y hacía hablar a los protagonistas de esos cuadros fijos. ¿Qué mejor para ese juego entre lo que se escapa y lo que se fija que las ferias itinerantes que van de Estado en Estado con sus luces de colores cuando el calor del carnaval empieza a enfriarse? Esas escenas la encandilaron (¿la desafiaron?). Y dentro de esas ferias estaban los carromatos de strippers, mujeres como ella, tan atravesadas por la época como ella, que ponían en juego su cuerpo para conseguir independencia.–Fue un accidente o una coincidencia haberme topado con las strippers en la última parte del verano de 1973. Pero me fascinó. Sus miradas, el modo en que trabajaban. Eran muy trabajadoras en un momento en que el cuerpo y su exhibición estaban en discusión, eran mujeres hechas o puestas ahí para atraer hombres, para enfrentarlos y también para saber esconderse. Me cautivaba su manera de hablar, muy directa, sin eufemismos.

¿Interpelaban tu identidad como mujer?

–Creo que sentí algo satisfecho después de ese contacto, no sé si mi identidad como mujer se transformó pero sí me abrieron a la posibilidad de ser fotógrafa, que en ese momento era ser otra. Yo no sabía que quería hacer esto, no tenía idea. Fue en ese diálogo que apareció la fotógrafa, aunque todavía sigo buscando saber de qué se trata la fuerza de la fotografía. No es un informe, un documento tal vez, pero siempre que haya un sentimiento puesto en común. En esas fotos yo no estoy, pero me siento presente.

Fotógrafa y fotografiadas, ¿las dos puntas se modificaban?

–No lo sé, a mí, en todo caso, me modificó descubrir qué quería hacer, o quién quería ser, aunque al principio el descubrimiento no me gustó tanto. Pero se fue empujando cuando llevaba las hojas de contactos, mostrándoselas a las chicas, pensando por qué tal foto sí y tal otra no. Carnival strippers fue el título de su trabajo, su libro más popular. Una obra en la que los cuerpos de las mujeres exhiben sus cicatrices y sus miedos, el olvido al que se entregan bajo la mirada de los otros, los juegos de cartas en carromatos diminutos, entre salida y salida, mientras un anunciante las vende como atracciones y ellas, que están aprovechando el tiempo del verano para sumar algún dinero al trabajo de mesera o secretaria, o descansando de la prostitución, creen que así, con las cartas, están matando un tiempo que ya está muerto.En esa época en que iba y volvía del laboratorio, aprendió que en la sorpresa por lo que se imprimía en el papel (y ella desconocía, aun cuando había mirado a través del lente), había un imán que dejó pegado su nombre a una cámara. Y que había algo más en esa pérdida de control entre lo que creía haber visto y lo que finalmente aparecía: la razón por la cual una foto se desprende de la hoja de contactos para dialogar con muchas otras.–Todavía no sé de qué se trata que una foto sobreviva al tiempo y a su instante. Hay, obviamente, una relación entre la composición gráfica y el contenido –y no una tensión–, tal vez sea lo que aparece detrás, lo que se cuela de alguna manera alrededor de la cosa central. Fijate que a mí nunca me gustó hacer retratos, no me gusta tomar fotos posadas, sin embargo en Carnival Strippers hay una serie de retratos. Fueron tomados al final de la temporada, cuando las fotografiadas tuvieron la confianza suficiente como para pedir ellas también lo que querían. Un recuerdo, una postal de la vida en la ruta para enviar a los que amaban, para enorgullecerse de sus pocas cosas, para demostrar que estaban enteras y que no era tan malo eso de bailar agarrada a un caño. Al menos eso querían decir. Esos retratos entonces sí tenían sentido porque cada una armaba su puesta en escena, se colocaba en un rincón de su carromato, elegía el vestuario más allá de lo que quería ver, estaba lo que ellas querían mostrar de su campo de acción. Después les pedí que anotaran, con la foto revelada, lo que creían que iban a ver y lo que efectivamente veían. A veces la cámara puede definir algo, es una propuesta peligrosa, hasta sospechosa, pero puede servir para quien está en algún camino en particular. Es probable que esas fotos tomadas a pedido de las interesadas, orgullosas de su actividad más allá de las discusiones sobre el cuerpo de las mujeres puesto como mercancía en esos puestos de exhibición, hayan pasado a integrar álbumes familiares, y si no familiares, cajas de recuerdos. Tal vez hayan sido encontradas ahora, fuera del libro, por los descendientes de esas mujeres. Puede que el pasado de las hoy madres y abuelas se haya delatado merced a una de esas fotos que se conservan pero se ocultan. Ese derrotero de las fotografías consiguió llevar de narices a Susan Meiselas, justo después de uno de los últimos conflictos que cubrió, así como hacemos los periodistas, paseando la mirada como si fuera posible evaluar con la sola luz del faro de los ojos. Claro que ella se tomaba su tiempo en esas coberturas. Si en Nicaragua, cuando fraguaba la revolución sandinista, se tomó la primera vez seis meses y al poco tiempo algo más de un año para situarse en cada ángulo que fuera posible, y algo similar sucedió en cada país de Centroamérica donde las guerras civiles la arrastraban, cuando empezaron a asomar los ‘90 con su guerra del Golfo, inició un proyecto en el que todavía invierte su tiempo.–Me tomó seis años y medio la recopilación de fotos para armar el libro, pero todavía sigo armando el website. Pero la idea es que no termine nunca. Se trata de armar la historia de los kurdos a través de las fotografías que fueron quedando en las familias y también las que tomaron otros reporteros, periodistas, activistas, incluso soldados del ejército norteamericano. Editamos imágenes que nadie quería editar, como la de un kurdo quemándose a sí mismo en la calle, las tenía una periodista en Atenas. Y también sumamos las historias de cada foto, historias familiares, de estudios locales. Y cuando eran fotos encontradas, sin dueño, las poníamos en Internet para ver si alguien la reconocía o podía aportar algo.

¿Por qué hizo ese trabajo?

–En 1991, cuando estaba en la zona, sentí que nadie sabía mucho de los kurdos. Fue un período de mucha acción porque ellos estaban saliendo hacia las montañas de Turquía. Me pareció que era una historia perdida, no para ellos, obviamente, para todos los demás. Quería entender por qué se habían matado tantos, Saddam Hussein mató 180 mil kurdos en los años anteriores a la guerra del Golfo.

¿Hay razones para un genocidio?

–No sé, pero creo que aprendí bastante. No sé si es posible hablar de reconstruir la historia de los kurdos a través de ese trabajo, pero fue un rescate. Ahora tengo ganas de devolver ese material a Kurdistán porque creo que ahora es más seguro dejar ese archivo ahí.Es curioso, pero Susan Meiselas no da ninguna importancia a sus propios álbumes familiares. Ni siquiera se ha interesado en rastrear su propia historia, esa que latió antes de que sus abuelos emigraran a los Estados Unidos desde Checoslovaquia o la Unión Soviética, ni siquiera lo tiene demasiado claro. Su padre se lo ha reclamado, ¿por qué tanto interés en la historia de otros y tan poco en la propia? No todas las preguntas tienen respuesta. Esta tampoco. A pesar de que ahora, en este paso por Buenos Aires, se conmueva con el archivo de fotos familiares que está acumulando un grupo que participa en Abuelas de Plaza de Mayo, para que los nietos y nietas que siguen apareciendo tengan disponibles esos retazos de una vida que les robaron más allá de que haya o no quien pueda sostener con la voz ese relato.

–Recordé un trabajo que hice 20 años antes que el de los kurdos, en un pueblo de Mississippi, cuando todavía enseñaba en escuelas. Ahí había una fábrica de algodón que había cerrado y se produjo una diáspora nuncian a su identidad a pesar de la adversidad. Es raro, porque 20 años después del trabajo en Mississippi, tuve el mismo impulso. Y sin embargo no sé mucho sobre mi origen. ¿Será algún tipo de enojo por lo que se perdió con la inmigración?Pandora’s box fue su último ensayo. Se lo puede ver completo en la página de la agencia Magnum, a la que pertenece desde 1976, cuando la fotografía, sobre todo la que implica portar cámara al cuello e implicarse con lo que se está viendo al punto de tensar la imagen hasta que hable, era cosa de hombres. Pero, ya dijimos, también era época de abrir espacios, de ampliar la huella de las pioneras. Como libro, es difícil de encontrar Pandora’s box, fueron unos pocos ejemplares que a simple vista se pueden considerar de culto. No fue su propio impulso lo que la llevó a instalarse en un burdel sadomasoquista de altísimo nivel, la invitó alguien que había visto Carnival Strippers y creyó que nadie mejor que Susan podía entender las relaciones que ahí se entablaban. Para ella, sin embargo, no fue tan evidente el vínculo. Al principio no le pareció más que teatro, puro teatro, esas escenografías que remedaban los cuartos de interrogación que había fotografiado en Nicaragua, cuando el régimen somocista se ensañaba con los rebeldes. Porque ella es de las que quieren verlo todo, y de todos los ángulos. Su corazón puede estar de un lado o del otro de un conflicto, pero así como cuando fotografió strippers no se quedó sólo con las chicas sino que miró como miraban los varones, espió cómo hacía el presentador los cambios de vestuario y hasta siguió a los visitantes para escuchar el rumor de sus comentarios cuando habían dejado los escenarios a la intemperie, también quiso verlo todo en los conflictos. Quería ver hacia dónde apuntaban los ojos de los soldados, los campos de concentración en Guatemala, la perspectiva de las víctimas y los victimarios en relación a la tortura. Aunque ahí había un límite. No podía ser testigo de una sesión de tortura, podía estar en un lugar en el que todavía habitaban los gritos del dolor, pero cuando éstos eran sólo ecos en las paredes.

¿Y qué pasaba en ese burdel de exquisitas alfombras, elementos de tortura que brillan como escalpelos y hombres que voluntariamente se dejaban lacerar la carne porque eso es placer para ellos?

–Quise saber cada vez más. Yo conocí en Nicaragua fotógrafos que trabajaban con la policía incluso durante los interrogatorios. Yo no pude. Pero tenía en mi mente demasiados relatos que había recopilado, tanto en Latinoamérica como en Kurdistán, y entonces me resultaba muy perturbador ver a quienes sentían dolor y lo consentían. Aunque, claro, con el consenso de por medio y el manejo del límite las cosas se transforman. En cambio quien está siendo torturado no tiene ninguna influencia sobre el límite. Y la verdad es que creo que fui explorando esa frontera, que permanecí en ese lugar, tratando de entender.

¿Y entendió?

–Hay algo ahí, la verdad no sé si puedo traducir lo que entendí. Esas personas arrebatándose de su vida diaria, pretendiendo ser algo que no son, hay un momento clave que es como si se salieran de su propia conciencia.Y hay algo también en las fotos, que parecieran repetir como pregunta la afirmación de Susan. ¿Hay alguna chance de sobrevivir a ese dolor que anula completamente a la persona, la humilla, la transforma en objeto, se enseñorea y arrasa que escapando de la propia conciencia? ¿Se podrá soportar la tortura sin dejar en manos del torturador sólo la carne, la maraña de vísceras, el pulso que se agota? ¿Cómo opera el disfraz en estos escenarios SM?

–En un principio da una idea más cercana increíble, el pueblo era un fantasma. Entonces empecé a preguntar a quienes habían quedado, sobre todo a los pocos adolescentes, sobre sus vidas, sus familias, sus decisiones. Armamos como un árbol genealógico del pueblo y de cada familia.

Pareciera que tiene un interés especial por los lugares o las comunidades amenazadas.

–Eso, en todo caso, podría definir mi trabajo en América latina. En relación a la tortura. Aunque ahí había un límite. No podía ser testigo de una sesión de tortura, podía estar en un lugar en el que todavía habitaban los gritos del dolor, pero cuando éstos eran sólo ecos en las paredes.

¿Y qué pasaba en ese burdel de exquisitas alfombras, elementos de tortura que brillan como escalpelos y hombres que voluntariamente se dejaban lacerar la carne porque eso es placer para ellos?

–Quise saber cada vez más. Yo conocí en Nicaragua fotógrafos que trabajaban con la policía incluso durante los interrogatorios. Yo no pude. Pero tenía en mi mente demasiados relatos que había recopilado, tanto en Latinoamérica como en Kurdistán, y entonces me resultaba muy perturbador ver a quienes sentían dolor y lo consentían. Aunque, claro, con el consenso de por medio y el manejo del límite las cosas se transforman. En cambio quien está siendo torturado no tiene ninguna influencia sobre el límite. Y la verdad es que creo que fui explorando esa frontera, que permanecí en ese lugar, tratando de entender.

¿Y entendió?

–Hay algo ahí, la verdad no sé si puedo traducir lo que entendí. Esas personas arrebatándose de su vida diaria, pretendiendo ser algo que no son, hay un momento clave que es como si se salieran de su propia conciencia.Y hay algo también en las fotos, que parecieran repetir como pregunta la afirmación de Susan. ¿Hay alguna chance de sobrevivir a ese dolor que anula completamente a la persona, la humilla, la transforma en objeto, se enseñorea y arrasa que escapando de la propia conciencia? ¿Se podrá soportar la tortura sin dejar en manos del torturador sólo la carne, la maraña de vísceras, el pulso que se agota?¿Cómo opera el disfraz en estos escenarios SM?

–En un principio da una idea más cercana este caso creo que era sólo un homenaje a quienes habían resistido dentro del pueblo, a los que no real juego, al menos permite ver eso. Pero de pronto el juego empieza a ser real. No sé cómo explicarlo, porque parece que se salieran de control y a la vez hay reglas que todo lo ponen en caja. Es un lugar de frontera y por eso me interesa.Susan no cree que haya en el dolor, o en el riesgo, ni siquiera en la amenaza de alguna pérdida algún hilo conductor para su afán de documentar (¿conservar?). En todo caso, dice, le interesa ver de la manera en que sabe ver el deseo de autodeterminación de las personas y los pueblos. La zona en la que se decide aun a costa de la propia vida. Como lo hizo el pueblo de Nicaragua a fines de los ‘70, cuando ella fue testigo de la conquista de un sueño que necesitó de muchos cuerpos para concretarse. Por eso, tomando distancia, nunca se sintió en peligro. No sólo por su aspecto de gringa, como dice, sino también porque tiene clara conciencia de que una cosa es ser testigo y otra poner el cuerpo.La misma determinación o autodeterminación, como le gusta nombrar a Susan Meiselas, vio en las mujeres que se exhibían en los carromatos, y en los kurdos, incluso en quienes se sometían al dolor consentido.Ella misma también tomó en algún momento una determinación, aun cuando ahora diga que en realidad la arrasó su propia corriente y era demasiado tarde cuando quiso detenerse y, por ejemplo, gestar y parir. Siente esa falta que se hizo aire entre aviones y guerras. Pero ha tenido el privilegio de “verlo todo”, de seguir buscando todo el tiempo una nueva manera de ver. Y además lo vio con ojos particulares y suyos, lejos de la inundación de imágenes digitales que se toman en celulares y cámaras portátiles que muchas veces, como en Londres en el último julio, cuentan lo que se intenta ocultar, pero cuentan de un modo tan impersonal que cuesta desmadejar la acumulación y construir un relato.Susan ha construido relatos, aunque se corra de ese lugar y diga que apenas participó de ellos como testigo. No es poca cosa ser testigo, sobre todo en las últimas décadas, cuando el mundo se transformó en otro. Lástima, dice, que tantas cosas hayan quedado en el camino. Lástima que en ese camino hayan quedado algunos sueños, insiste, como los que alentaban a la América latina libre e igualitaria. “Es difícil añorar lo que no se tuvo, si lamento tanto llegar a una casa vacía también es porque extraño a mi compañero –de amor, de trabajo, con quien filmó un largo sobre Nicaragua–, aunque también creo que es difícil, muy difícil, andar ahora por estos países del sur y sentir los sueños que se han perdido.” De todos modos le queda un camino personal que no termina de recorrerse: “Y es que no hay nada más difícil que saber lo que una quiere, descubrir el sentido íntimo de lo que voy haciendo, saber si estoy honrando o no el tiempo que tengo en la tierra”.

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