FOTOGRAFIA
Legado sagrado, la exposición que trajo a Buenos Aires parte del monumental registro de tribus norteamericanas que realizó Edward S. Curtis, permite también acercarse a momentos privados: los de esas aborígenes eternizadas en instantes y cuerpos que nos llegan sin nombres propios, pero con la intensidad de historias sugeridas.
› Por Soledad Vallejos
Las fotos de los muertos, sostenían los mohave, no debían ser preservadas, porque atesorarlas era retener una sombra. Y sin embargo, sin la mediación obsesionada por construir (o tal vez inventar) una memoria que llevó a Edward S. Curtis a cambiar su vida por un proyecto de registro de fantasmas (“cazador de sombras” lo habían renombrado los mohave), esa joven de pelo lacio y piel marcada por una pintura ritual (que en ese momento, de extinción física y cultural más firme que lenta, quizá no fuera tal) no estaría allí, mirándonos con cierta fuerza inquietante. “Sus ojos son los del ciervo del bosque, cuestionando las extrañas cosas de la civilización hacia la que levanta la vista por primera vez”, escribió a comienzos del siglo XX su retratista, el mismo que en estos días puede conocerse en Buenos Aires a través de Legado sagrado, la exposición sobre pueblos indígenas norteamericanos desde la que también miran y juegan a dejarse mirar otros momentos de otras mujeres.Atravesando el remanso que es el jardín del museo Fernández Blanco, el tiempo queda tan suspendido como dentro de esa sala de luces apenas tenues apenas intensas en la que irrumpen, con el peso de un dramatismo contenido (a fin de cuentas, la intensidad), escenas de una cotidianidad ida: ellos, los hombres apache, hopi, mohave, qahatika, nunnivak, apsaroke, aguardan una presa en medio de la caza, reproducen los pasos de una ceremonia ritual con sigilo, danzan y observan la danza, posan con la dignidad de las prendas que denotan su poder sobre el pueblo, viajan a través de un desierto que ahora –miles de horas de western mediante– conocemos como cinematográfico. Ellas, ¿dónde están?
“Ellas tienen las miradas más tristes de todos los retratos... fijate, ninguna sonríe”, susurra alguien que se ha detenido frente a la imagen de la muchacha qahatika. Los cabellos ocultos bajo un mantón, el rostro en alto, esa chica fotografiada en pose en algún lugar del sudoeste de Estados Unidos (“goma bicromatada”, apunta el cartelito, pero esa precisión sería incapaz de explicar la magia dolorosa de su gesto), la niña sin nombre mira desde una cultura en la que las casas debían tener la puerta mirando hacia el este para no perder la salida del sol. Suponemos, sí, que fue un invierno del sur de Arizona, apenas pasado el 1900, cuando ella cedió finalmente a la insistencia de Curtis (todas sus fotografías, él lo ha escrito, debieron sortear ese escollo; o quizá se tratara también de una estrategia) y posó con un mantón. Entre los qahatika, la política de sexos decía: ellos vestían taparrabos en verano y túnica en invierno; ellas, camisa corta de algodón hilada por ellas mismas en verano, mantón en invierno. Ellas, además, no participaban de las reuniones rituales (la ceremonia de la lluvia, la danza de la cosecha, la danza de la guerra, la iniciática que señalaba el abandono de la infancia) más que como observadoras lejanas. Puertas adentro, se dedicaban a sostener las casas.
Ella se dedica a la alfarería. Se llama Nampeyo, y desprecia la presencia de esa cámara que imprime su imagen con la exquisita técnica del platino. También es posible que sencillamente conceda el gesto de quien se deja observar, a sabiendas de que su imagen, su supuesta intimidad, sus manos sobre la arcilla y el hombro asomando como al descuido por el vestido, son lo codiciado. Es 1906, cuando Curtis escribe: “Cada visitante de East Mesa conoce a Nampeyo, la alfarera de Hano, cuyas creaciones superan a las de cualquier rival. Los extraños van a su casa, son bienvenidos, pero Nampeyo solamente trabaja y sonríe. En la imagen, su piedra con pintura ocupa el lugar central”. Nampeyo es una mujer mohave, el pueblo que en su lengua también se llamaba Nación Ahamacav (“pueblo de la vera del río” Colorado) y al que algunos etnógrafos gustaban describir como “a veces amistoso, a veces mortal”. Entre los mohave, hombres y mujeres se dedicaban indistintamente a la agricultura, pero sólo ellos cazaban y pescaban, apunta un saber enciclopédico. Pero su forzada integración económica a Estados Unidos fue con ellas todo lo dura que no había sido su tradición: el mercado de trabajo formal demandaba exclusivamente mano de obra masculina; ellos se adaptaron de manera más o menos rápida, enrolados en el trabajo rural, el ferrocarril o la minería. Ellas, en cambio, insistieron hasta fabricarse dos resquicios: algunas se emplearon en el servicio doméstico, o como lavanderas o como niñeras. Otras, como Nampeyo, la chica que prefiere concentrarse en trabajar sus piezas de arcilla y convertir en incógnita su mirada, se dedicaron a elaborar artesanías para vender a los primeros turistas y los ocasionales viajeros del tren. Con eso sostuvieron, en un alto porcentaje de casos, a sus familias cuando el trabajo, siempre estacionario, fluctuaba.
Las mujeres hopi conocían cincuenta maneras diferentes de cocinar con maíz. Primero debían secarlo sobre los techos de las casas, y luego lo molían (en tres diferentes gradaciones dependientes de tres morteros) hasta obtener harina para los distintos platos. La sociabilidad decía: mujeres y niñas iban, en grupos, casa por casa, y en cada visita, en cada casa que pisaban, molían maíz. Cuidaban la casa, cocinaban piki (un pan de maíz delgado y cocido sobre piedra caliente). “Las niñas –apuntó Curtis– son instruidas tempranamente para hacer su parte del trabajo doméstico. Desde infantes, juegan a moler con pequeños morteros y hacen pequeños pikis de barro, y a los ocho o diez empiezan a usar morteros normales. Las niñas de menos de tres años de edad pueden ser vistas jugando con piedras de moler y realmente aplastar granos de maiz, y un bebé de poco más de un año fue visto usando juguetes de piedra y mascullando una canción. A los ocho o diez años las niñas empiezan a tener gran parte de responsabilidad en el cuidado de sus hermanos y hermanas menores, y es habitual ver a una pequeña andando por ahí con un bebé en una manta sobre la espalda.” Las hopi también tejían cinturones y mantas como esa mujer que montó su telar a la sombra de un árbol inmenso y que está armando un diseño geométrico ahora mismo, de espaldas, cuando Curtis echa a andar el complejo mecanismo que fijará su imagen en platino. Entre los hopi, ellas marcaban un paso: cada familia estaba enrolada en un clan, y el lazo, la pertenencia a un clan, sólo podía heredarse a través de la madre (cada integrante de una familia, además, heredaba las propiedades del clan de su madre). El nacimiento de un niño ponía en funcionamiento un complejo andamiaje de familia extendida: dentro de cada grupo, a cada cual se le asignaban responsabilidades particulares en relación a la madre y el recién nacido; así nunca ni ella ni él estarían solos.
Legado sagrado se exhibe en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, Suipacha 1422 (entre Libertador y Arroyo) de martes a domingos de 14 a 19 y hasta el 30 de diciembre.
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