VIOLENCIAS
Es difícil conocer la historia de Erica Córdoba sin que la impotencia anude la garganta. Tenía 16 años cuando fue violada por tres efectivos policiales en una comisaría del centro de Rosario. Su testimonio, minucioso hasta la exasperación, sirvió como prueba para condenar a los agresores pero no a los cómplices que vieron cómo la encerraban. Después quedó a la deriva, no se la contuvo en ningún tratamiento y entabló una relación violenta con un joven de su barrio. En la casa de él apareció muerta la semana pasada, todavía no está claro lo que pasó.
› Por Sonia Tessa
Al avanzar por los pasillos angostos del barrio Las Flores sur, las casas se suceden. La última de la tira sobre el pasaje 1 tiene una pequeña inscripción blanca sobre una persiana. Erica NOB (Newell’s Old Boys), está escrito sobre la ventana de la casa donde vivía Erica Joana Córdoba, la joven de 19 años que murió el lunes 24 de octubre, después de ser llevada a un hospital público con un balazo en la cabeza en la noche del domingo anterior. La muerte que la justicia caratuló a priori como “dudosa” cerró de manera macabra un círculo de violencia que se abrió tres años antes. Un hito marcó la vida de Erica: el 26 de julio de 2002, la adolescente fue violada por tres policías en una comisaría céntrica de Rosario. “Me arruinaron la vida”, llegó a decirles a sus familiares, que no creen en el suicidio y reclaman un derecho básico: saber lo que pasó. Mónica, la mamá, tiene los ojos hinchados y le cuesta caminar, de tanta angustia que arrastra. “Quiero saber qué pasó en esa habitación, quiero saber cómo murió mi hija”, dice esta mujer de 37 años, que se tiñó el pelo para tapar las canas por la insistencia de su hija mayor, la que enterró la semana pasada. Poco rato antes del disparo, Erica estaba en su casa, pintándose las uñas, con el proyecto de salir a bailar esa noche. Estaba contenta, recuerda la madre. “No vamos a decir que había asumido lo que le pasó, pero no creo que se haya quitado la vida por sus propios medios, ella estaba bien”, repite Sandra, la tía, que vive en una casa construida con blocks, a sólo dos metros de su hermana.Desde que se atrevió a denunciar lo ocurrido –a despecho de las amenazas de muerte de los agresores–, la desidia estatal dejó a Erica librada a su suerte, sin recursos para afrontar las consecuencias traumáticas del abuso sexual. En julio de este año, el juez de sentencia Antonio Ramos condenó a los tres policías que la violaron, aunque buena parte del personal policial que tuvo alguna participación o complicidad con el hecho quedó absuelta. La sentencia de Ramos establecía además un resarcimiento económico de 200.000 pesos para la víctima, que llegará tarde. “A ella no le interesaba la plata, decía que era plata sucia. Cuando fue todo aquello, el ministro de gobierno (Esteban Borgonovo) nos preguntó si hacíamos la denuncia por la plata, pero no fue por eso, era para que se castigue lo que le hicieron a ella”, dice ahora Mónica. Si la indemnización tiene un sentido reparador, el resarcimiento psicológico quedebió procurarle el Estado para que Erica pudiera elaborar el impacto subjetivo de la violencia sufrida nunca llegó. Mientras tanto, ella pasó más de dos años deambulando por los pasillos de los Tribunales, sometiéndose a la revictimización que sufren las víctimas de abuso sexual ante cada pericia, en el trajinar que les hace recordar la violencia vivida. Erica abandonó los tratamientos psicológicos que se le ofrecieron, y el Estado no tuvo ninguna otra estrategia para reparar los efectos del daño causado, agravados por el contexto de pobreza y marginalidad que la hacía tan vulnerable. Sin ayuda especializada, sufrió vergüenza y dolor por el estigma que significaron el deambular judicial y la difusión pública de su caso. Cuando la historia de Erica se publicó -sin decir su nombre– en el diario La Capital, la causa judicial que había dormido 20 días sin que hubiera ninguna medida, se activó de golpe: separaron de su cargo a los 44 efectivos de la comisaría donde ocurrió el abuso, cambió de juez de instrucción, hasta el ministro de Gobierno, Esteban Borgonovo, se involucró. Pese a los esfuerzos para preservar la identidad de la niña, una cámara de televisión registró la puerta de su casa, y todos en el barrio supieron que ella era la adolescente violada. Fue un estigma muy difícil de sobrellevar para una chica que comenzó a considerar como sus “sueños” salir a bailar y pasear con su hermana.
Erica tenía 16 años cuando fue violada en la comisaría, y según especialistas, los indicadores considerados síntomas del abuso sexual infantil se expresaron en ella. Por un lado, la reexperimentación del hecho, la imposibilidad de elaborar, que le produjo una disociación del aparato psíquico. Desde la psicología, consideran fugas disociativas a sus recurrentes viajes a ver a su tía de Buenos Aires. Allí podía escapar de la burla o la compasión que provocaba por haber sido violada. Allí se sentía una chica común, salía a bailar, no le preguntaban por aquello que se esforzaba en olvidar. También tuvo cuatro intentos de suicidio, aunque las familiares aseguran que nunca se abandonó a la depresión. Pidió ella misma el tratamiento para tratar el consumo adictivo de pastillas como Rivotril, que comenzó después de la violación. Los especialistas consideran todas esas conductas como síntomas del estrés postraumático. Ese fue el diagnóstico de la pericia psicológica oficial, a cargo de María Laura Luciani, que figura en la sentencia. Pero las profesionales que trabajaron en el caso no quieren hablar, prefieren el silencio, “por respeto a la familia”.
Una línea de análisis de lo ocurrido con Erica la propone la psicóloga Bettina Calvi, autora del libro Abuso sexual en la infancia, efectos psíquicos: “En las víctimas de abuso sexual, la categoría del tiempo sufre especiales perturbaciones, ya que el impacto para el yo es tan conmocionante y tiene efectos tan disociativos que las categorías espaciotemporales, que ya habían sido adquiridas, sufren una devastación importante”, expresó en la ponencia “Pensar lo impensable, el abuso sexual en la infancia y el trabajo de la memoria”. La especialista aplica categorías de análisis del terrorismo de Estado para comprender el fenómeno. Toma el concepto de interrupción de la historia de Elie Wiesel. “Es aplicable a los efectos que imprime el abuso sexual en los niños/as que lo padecen. En ellos los referentes que hasta ese momento funcionaban como tales se derrumban, no hay ley que ordene el caos que los arrasa. Se produce un efecto de cataclismo en la vida psíquica que es percibida como una sensación de vacío”, detalla Calvi.
Nada de esto fue abordado para reparar los efectos de lo que le hicieron a Erica. La sentencia en primera instancia condenó a 14 años al oficial ayudante Juan Manuel Morales y el cabo Ariel Marcelo Canelo, por extorsión en grado de tentativa, privación ilegítima de la libertad calificada yabuso sexual doblemente agravado por el número de personas y su calidad de miembros de las fuerzas policiales en ejercicio de sus funciones. Al oficial subayudante Fabián Patricio Ibarra le correspondieron doce años de prisión, porque no participó de la extorsión. “La mató la policía, pero hace tres años”, dijo un abogado cercano a la causa, como síntesis de los efectos devastadores de lo ocurrido. Incluso la relación afectiva con un joven violento está enmarcada en los cambios de conducta de Erica después de la agresión. Casi sin contacto con la familia de su padre, sus tíos fueron las figuras masculinas fuertes de su familia. El marido de Sandra trabaja todos los días, al menos once horas, y el otro tío abrazó hace años la religión evangélica. Después del abuso, a Erica le costó volver a tener novio. La relación con Emanuel (así se llamaba su ex novio) era violenta, y ella quiso terminarla diez días antes de su muerte. “No quiero salir más con él”, le había dicho a su madre, que desaprobaba la relación.
El juez de instrucción de la 3ª nominación, Luis María Caterina, investiga la muerte de Erica. En la mañana del martes, en el juzgado les dijeron -cuentan las dos mujeres que deben aprender a transitar los pasillos de los Tribunales– que no se encontraron rastros de pólvora en las manos de la adolescente, y que pedirán algunas pericias a la Gendarmería. “Nosotras no sabemos nada de trámites, pero no vamos a parar hasta que no se haga justicia por Erica. Nosotras queremos que un juez nos diga si se mató por sus propios medios o la mataron. Pero no hubiera ido a matarse a la casa de ese pibe”, argumenta Sandra, la tía, que promete sin embargo pelear para que se sepa la verdad.
Que el ex novio no haya vuelto a aparecer por el barrio es concluyente para los familiares, que también apuntan a la complicidad policial. El joven le había pegado, tiene antecedentes de homicidio y es integrante de la banda de Los Garompas, una de las dos que disputan el control del barrio también estigmatizado como una de las zonas más marginales de la ciudad. Esa noche, llevó en un remise a Erica a la guardia del hospital Roque Sáenz Peña. Una hermana del joven avisó, pero cuando la familia llegó, él y su madre se estaban yendo, sin decirles una palabra de lo ocurrido. Y Emanuel no volvió a aparecer por el barrio. “Ellos arreglan con la policía, y entonces vaya a saber si uno de los que estaban involucrados con la causa anterior (jamás la palabra violación) le pidió que me la matara”, conjetura la tía, a riesgo de ser temeraria. Sabe que el joven fue visto en distintos lugares, pero no se presentó en la policía.
La noche de su muerte, mientras su mamá cocinaba, Erica salió a hacer un mandado, y terminó en la casa de su ex novio –un joven de 21 años–. La mamá considera que fue llevada por la fuerza por el joven, ya que su hija le había dicho que no quería “saber más nada con él”, aunque también le había contado que él la molestaba. En más de una ocasión le había pegado, y Mónica pensó en denunciarlo. “Un día tenía un moretón en la cara y ella me decía que se había golpeado con una puerta, pero yo le dije que si él le pegaba lo iba a denunciar a la policía. Pero si lo denunciaba tenía que irme del barrio”, confiesa su impotencia, la misma que sufren muchos vecinos. Cuenta también que, después de la muerte de Erica, un grupo de jóvenes la increpó cuando estaba yendo al dispensario del barrio. “Me dijeron que culpa mía su amigo se había tenido que fugar y me dio un golpe acá (se señala el pecho). Entonces yo fui a la comisaría sub 19 a denunciarlos, porque me caí y me hice varios moretones. Pero en la seccional me trataron mal”, relata Mónica, que vuelve a cada rato sobre lo que hizo su hija el domingo, la descripción de cómo era, los esfuerzos que Mónica –”dentro de lo pobre que uno es”– hacía para darle golosinas y ropa, dos de sus debilidades.”El domingo se levantó temprano, a eso de las 8, y se puso a limpiar. Yo quise levantarme, pero me dijo que me quedara, porque yo soy muy lerda para limpiar, y ella es rápida”, cuenta sobre la cotidianidad. También cómo a la adolescente le gustaban las golosinas. La recuerda alegre, divertida, inquieta, con deseos de salir, siempre dispuesta a inventar un apodo o decir una cargada ingeniosa. Reconoce que después de la violación (que nunca menciona con esas palabras, siempre dice: lo que pasó) Erica comenzó a tomar pastillas, tuvo algunos intentos de suicidio, y debió internarse en un instituto para recuperación de adicciones, al que Mónica llama “la escuela”. “Ella misma quiso internarse. La íbamos a ver todos los días y llevábamos lo que teníamos. Ahí cambió mucho, todo el mundo la quería”, cuenta la mamá.
La familia Córdoba es vulnerable. Mónica cuenta con sus hermanos. Sandra y uno de los varones viven en el mismo barrio. Tiene una hija menor, María. Están todos arrasados por una muerte que todavía no pueden entender, y como haya sido, se produjo en el marco de una relación de pareja violenta que Erica quería terminar. También están expuestos a la violencia institucional que se repite cuando los maltratan en la comisaría del barrio; a la falta de oportunidades económicas, a las bandas que disputan con el barrio como escenario, al trajín por una institución que desconocen, como la Justicia. Mónica asegura que tomará medidas extremas contra su integridad si el juez no brinda una explicación a la muerte. “No me importa nada”, repite varias veces, y en una apelación conmovedora, dice mirando a los ojos: “¿Ustedes me van a ayudar, no?”.
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