TALK SHOW
› Por Moira Soto
Un viejo rumor –celebrado por ciertos críticos– sostiene que Hitchcock dijo alguna vez: “Los actores son ganado”; pero en verdad a quienes se suele considerar de esta forma despectiva –una casta inferior que no merece el título de actor o de actriz, la más baja ralea entre los human@s que aparecen delante de las cámaras en producciones de ficción– es a los extras. En algunos casos, intérpretes frustrad@s; en otros, gente que hace un laburo anónimo, imperceptible, porque es lo que hay, y que acepta buenamente ser arreada y acarreada antes que guiada por un/a director/a de actores. De todos modos, siempre puede alimentarse la esperanza de lograr un primer plano sobresaliente que llame la atención de un productor importante, cosa que muy de tanto en tanto ocurre.
Pero, sin duda, los vocablos figurante, partiquino, comparsa, con que se suele designar a las personas que cumplen el rol de telón de fondo viviente en escenas de multitudes o en solitario, tienen un dejo menospreciativo. Por otra parte, durante el trabajo, los extras no suelen mezclarse con los actores y las actrices, digamos, de verdad. A Hitch, indiscutiblemente gran director de sus intérpretes, le encantaba reservarse una incursión como extra en sus propias películas. Una participación fugaz que, por tratarse de una persona famosa y no de un extra que hace un bolo, se denomina cameo (algo que les divierte hacer a otras celebridades por lo general en films de amigos y sin cobrar un mango).
Hace dos semanas comenzó por la señal de cable HBO una descacharrante serie escrita, dirigida y actuada por Ricky Gervais, es decir, el repelente David Brent de la serie The Office (que se está repitiendo actualmente por I-Sat, de lunes a viernes a las 12.30). Gervais, un tipo con cara de nada y talento a raudales, que se mimetiza con las miserias humanas cotidianas y corrientes con prodigiosa agudeza, brilla ahora en Extras, que va los sábados a las 24. Seis capítulos suculentos de los cuales ya se han visto dos, que, por si no se notó, remiten al submundo de los figurantes (menos tenidos en cuenta que los dobles de riesgo al hablar de los oficios del cine), y más precisamente a la lamentable pareja de compinches formada por Andy y Maggie, quienes a través de las diversas entregas coinciden en distintos rodajes, en los que siempre hay alguna estrella que se interpreta a sí misma, tomándose el pelo, como corresponde en una comedia negra y malevolente, por completo ajena al concepto de corrección de cualquier categoría. Como de costumbre en el caso de producciones excepcionales, la recomendación, si no tienen premium, es conseguirse algún alma amiga generosa que la grabe.
Bueno, Andy es un resentido malísima leche, chismoso, camorrero, sembrador de cizaña, falaz, que no asume su condición de extra y se presenta como actor, siempre a la pesca de un director, productor o alguien influyente que le pueda conseguir un parlamento, para lo cual recurre a ardides indignos. Maggie (interpretada en el punto justo entre alelada y trucha por la escocesa Ashley Jensen) es una bonita treintañera sin pretensiones, que tiene claro cuál es su oficio y más bien aprovecha el ajetreo de las filmaciones para hacer levantes (si le traen ventajas laborales, mejor), se sabe cabeza hueca, pero prefiere que los demás no se enteren (excepto Andy, que no pierde oportunidad de enrostrárselo), y a menudo se deja influir por los consejos de su cínico amigo al que le encanta hacer daño porque sí, porque está enojado con el mundo, porque –hasta el segundo capítulo, al menos– no quiere a nadie. Ejemplo: Maggie se entusiasma con el tipo que se encarga de las finanzas, se lo encuentra en una fiesta,está apunto de irse a otro sitio con él, pero Andy le señala que el candidato tiene una pierna más corta, y Maggie vacila. “Aunque sos superficial, el pie podría molestarte”, masculla Andy. Ella se resiste: “Es un hombre atractivo, generoso, interesante”. Y el malvado le da el tiro de gracia: “¿No te importa que te llamen Maggie, la chica que sale con el tipo del zapato ortopédico? Es algo que no se cura jamás”. “¿Ni con un médico chino?”, pregunta la babieca lábil, ya desencantada. Y cuando en pleno rodaje, Ben Stiller, director de la película en el primer capítulo, se enoja por el niño protagonista, se ríe al tropezarse y entonces lo asusta apuntando un arma de utilería a la cabeza de la madre del crío, que lógicamente se larga a llorar, el hipócrita de Andy comenta muy serio: “Caramba, siguen las atrocidades”.
En la próxima entrega, tendremos como invitada a la deidad Kate Winslet, de monja durante el Holocausto, y a Andy, que es ateo, haciéndose pasar por católico para ligar un parlamento. Lo dicho, para verla o verla. Y preparen los pañuelos... para llorar de risa.
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