30 AñOS
Si la historia del terrorismo de Estado pudo escribirse y seguir completándose es porque hubo sobrevivientes que más allá de la sospecha, de esa mirada de reojo que los apuntó al principio, tuvieron la valentía de hablar, de contar, de recordar los nombres con precisión de estudiante frente a una mesa de examen. Por esos ojos que vieron la muerte conocemos las historias de los que no están, de las mujeres que parieron en cautiverio, de las que usaron su rol maternal para forjar una resistencia silenciosa.
› Por Marta Dillon
Hay algo que es del orden de la curiosidad que fija la mirada en esos ojos, la encandila, la obliga a buscar las pequeñas marcas en la pupila, a pensar de qué materia están hechos esos contornos. No es una mirada desinteresada la de quien escribe, pero no hace falta demasiado tacto para saber que los intereses creados sobran cuando se trata de escudriñar unos ojos que vieron la muerte. ¿Y qué otra cosa es haber estado desaparecida? ¿Qué más que haber hurgado en los límites de la resistencia? Tiene que haber ahí un saber, me digo, tiene que haber algo que dé una pista que se pueda guardar a su vez como talismán para esos días a los que les faltan razones. “Tuvimos la suerte”, dice una, “pasamos momentos agradables”, dice otra. “En el campo, los días en que estaban más blandos jugábamos o cantábamos”, cuenta la tercera, y todas hacen un gesto que pide entendimiento (o lo exige), y dice: que la vida se organiza en los límites de la muerte, que la solidaridad está lejos de arrojar monedas en la mano de quien las pide, que la tenacidad se forja cuando todo lo demás languidece. Y lo que es mejor, que después del límite todavía espera lo de todos los días: ganarse la vida, acunar a los hijos, cortarse el pelo, pintarse los ojos, buscar con quién hablar. Callar. Y volver a buscar a quien escuche.
Adriana Calvo, Margarita Cruz, Cristina Comandé son ex desaparecidas. Hubo un tiempo en que habitaron una vida subterránea, en que perdieron la noción del tiempo porque el tiempo era un continuo de tortura, propia o de otros. Es difícil ver, dicen con distintas palabras, cuando nadie más quiere ver. Y es mucho peor hablar cuando no hay quien escuche. ¿Entonces? Entonces una (o uno, pero acá estamos entre mujeres) se calla. Espera. Mide las palabras como si las palabras fueran a generar las mismas heridas en las que anidan porque las palabras que se guardan son las que las nombran.
Son sobrevivientes, así se siente y así las nombran. Y frente a esa palabra no son las protagonistas las únicas que se preguntan por qué. Todos y todas nos preguntamos, alguna vez, por breves o larguísimos instantes ¿por qué? ¿Por qué algunos y algunas sobrevivieron y tantos no? ¿Había algo que se podía hacer? ¿En manos de quién estaba, de quién con nombre y apellido, estaba la decisión sobre la vida y la muerte?
La respuesta es diversa y arbitraria. Ellas lo saben y sin embargo es urgente hacerse otra pregunta: ¿qué más hace falta para valorar estas voces cómo únicas, preciosas, testigos necesarios de lo que todavía no se puede terminar de narrar? ¿Por qué cuesta tanto escucharlos? ¿Será que la potencia de la vida que se reorganiza es tan arrasadora que parece limpiar con lejía los rastros de la propia sangre y los del silencio? Seguramente las razones son múltiples y seguramente también no hay experiencia que sujete a la verdad para siempre. Pero también es seguro que si no fuera porque hubo y hay sobrevivientes las y los desaparecidos irían perdiendo su contorno hasta fundirse en el papel de las fotos, en la materia innombrable de los recuerdos.
Adriana Calvo se acuerda de la primera reunión de la Asociación de ex detenidos desaparecidos. Se encontraron cuatro o cinco, en los pasillos del Teatro San Martín, ahí donde la Conadep recogía los testimonios de quienes se animaban a hablar, de quienes tanto habían esperado para denunciar. Se sentaron en línea, dice, no sabe por qué no buscaron un bar, porque desafiaron el círculo que invita a la confesión mirando todos los que estaban a la misma pared. Después se sucedieron muchas otras reuniones. Una cada jueves desde hace 21 años. Cualquiera que haya estado en una marcha de esas que se llaman “del campo popular” ha visto la bandera de la Asociación, sin palos, apenas un trapo sostenido por los ex desaparecidos que caminan juntos, muchos menos de los que son si se contara a cada uno, a cada una de quienes atisbaron en esas salas sin tiempo. Los mismos que a veces el resto de este país mira como espectros y los espectros, se sabe, no existen. “Al principio, cuando nos juntábamos, era una, dos, tres horas hablando de lo mismo. Del campo. Porque por fin podíamos hablar tranquilamente, sin miedo a lastimar a quien escucha”, dice Calvo, y Margarita Cruz agrega: “Fue muy intenso, porque además era maravilloso darse cuenta que cada uno no era el único que estaba con vida”. En el país tabicado de la dictadura, cada quien sujetaba su propia experiencia. “Lo que hay que pensar es que es muy difícil hablar más allá de los pares, ¿con quién compartís lo que te pasó durante la tortura, lo que hiciste? No hay nadie más que quien pasó por lo mismo”, agrega Calvo. Pero lo cierto es que si buscaron a alguien más, no bien emergieron de las catacumbas, no había prácticamente espacio para la escucha: “Yo no me voy a olvidar de lo que me dijo mi propia familia, una vez que le pedí a mi hermano que me escuche porque no podía más y nos encerramos en el escritorio de mi papá. ‘No cuentes que te hace mal’, me dijo”. Adriana sabe que lo disonante en esa frase es el pronombre, no era “te”, era “me” hace mal. Por eso ella vivió los años de dictadura fuera del campo de concentración como si estuviera dentro de una campana de esas en que se guardan los sándwiches en los bares. Para proteger la comida, sí, pero también para que no dé olor. Margarita, en cambio, no habló hasta que no llegó el último día de recepción de testimonios en Conadep. Llegó a las apuradas y dijo todo lo que conservaba intacto desde 1975. Porque ella estuvo en ese laboratorio que fue la escuelita de Famaillá, en Tucumán, donde la violaron repetidas veces, la colgaron de un helicóptero, la tuvieron dos meses atada y tabicada. Y nunca lo había podido contar. Y nadie le había preguntado nada, ni siquiera los propios compañeros o compañeras de militancia, tal vez porque de saber lo que se estaba gestando hubiera sido difícil seguir. Tal vez porque, simplemente, no había tiempo para detenerse.
Cristina Comandé no pertenece a la Asociación de ex DetenidosDesaparecidos. A ella las palabras se le retobaron durante demasiado tiempo y todavía ahora es capaz de decir “esto no es normal, que haya callado durante 20 años no es normal”. ¿Y es que hay algo normal en esta historia? ¿Es normal que alcance con decir soy hijo o soy hija para que prácticamente cualquiera entienda la referencia a padres y/o madres desaparecidos? No tiene caso pensar en normalidad, la historia se sigue escribiendo, el Nunca Más sigue sumando nombres todavía y eso que se pretendió cerrar en un momento como informe final tiene sus páginas abiertas. “Yo hablé en mi casa, conté lo que me había pasado y mi papá se deprimió más de lo que ya estaba. Salí con bronca, con odio, con ganas de contactarme con gente porque no podía creer que estuviera todo tan quieto.” Pero estaba. Alguien la aggiornó de la situación general, de los miles de nombres que faltaban, del miedo generalizado. Y ella aprendió a callar a pesar de recordar todos los días, de ver la vida como si estuviera siempre detrás de un vidrio. Hasta que quiso retomar sus estudios de filosofía, 20 años después del día en que se habían interrumpido, cuando la secuestraron de su casa y la tiraron en el baúl de un auto. Y entonces vio su nombre entre otros estudiantes de la carrera desaparecidos y ya no supo quién era ¿la que faltaba? ¿la que había vuelto de la muerte? ¿la que quería volver a estudiar? Contó entonces su historia, con extrema dificultad, con la memoria intacta. Contó que en ese campo de concentración donde había estado las mujeres se las arreglaban para utilizar lo que se esperaba de ellas, que limpien, para sacar por un rato a quienes estaban más lastimados de los calabozos. Que con la única comida del día quienes se amontonaban en ese pozo que era el “proto Banco”, a un costado de Puente 12, eran capaces de hacer una torta de polenta para fantasear que comían otra cosa. Que había algo que festejar. Y que cantaban cada vez que podían, porque alguien iba a la sala de torturas y todos y todas sabían que escuchar a la gente cantando tranquilizaba a quien estaba en la camilla donde actuaba la picana y quienes, del otro lado, ponían un tamiz a los gritos. Contó que las mujeres se cambiaban de ropa entre ellas para fingir que los días no eran iguales, y que eso para ella fue lindo porque nunca había tenido hermanas mujeres. Contó más cosas y todavía cree que entre el cúmulo de voces hay todavía algunas que no se dijeron: “Yo no escucho hablar de las secuelas psicológicas, sexuales, de relación, que nos quedaron. A quienes pasamos por ahí, a nuestras familias. A mí me costó mucho sentir que volvía a tener un cuerpo, que mi cuerpo era sexuado. Porque la tortura no tenía siempre un fin utilitario, también había sadismo. A mí me torturaron encima de otro compañero, ¿para qué?”.
Estas mujeres como muchas otras, sobrevivientes, son un punto de inflexión en la historia de las mujeres argentinas. Ellas protagonizaron también una ruptura en relación con la generación de sus madres. Salieron a la calle, se ilusionaban con caminar codo a codo con sus compañeros, estudiaban carreras impensadas para la mayoría de las mujeres y tuvieron hijos en condiciones que todavía hoy se cuestionan. “Yo era de Tucumán –dice Margarita Cruz–, empecé a militar en el ‘72, con esa alegría que daba el compromiso, viendo cómo la mayoría de los movimientos villeros tenían como protagonistas a las mujeres, y escuchando la voz de mi madre que aun cuando me haya marcado tanto esa manera que tenía de repartir mate cocido entre los desocupados de los ingenios cerrados, creía que no había nada que hacer, que pobres y ricos hubo y habrá siempre.” Se casó con dos ceremonias, una en la villa, otra con la familia. Tuvo a su primer hijo sin pensar si quería o no, no existía la idea de planificar la natalidad para ella, que la familia creciera era parte de un compromiso más amplio. Adriana Calvo, en cambio, es la menor de seis varones, hija de una familia de clase media, de padres profesionales y politizados, al menos hasta la Revolución Libertadora, cuando las diferencias fueron tan violentas que se decidió no hablar más de política en la casa. Ella estudió y se recibió de física. Nada femenino lo suyo, lejos de la expectativa de sus padres. Y en su medio universitario los anticonceptivos eran signo de modernidad, abrían la posibilidad de diseñar una familia. “Mi militancia empieza después de recibida, cuando formábamos el gremio docente. Algo propio de la época tan movilizada, antes los profesores universitarios éramos poco menos que príncipes del espíritu. Y no sentíamos diferencias entre hombres y mujeres, o sí, pero las discutíamos en el terreno doméstico. No queríamos ayuda para las tareas domésticas, queríamos compartirlas. Algunos se hacían los boludos, otros no tanto. Pero en la militancia hubiera sido hasta contrarrevolucionario plantear diferencias entre varones y mujeres, nos sentíamos iguales aunque nosotras anduviéramos con los chicos a cuestas.” Cristina Comandé dice haber tenido “la suerte” de estar en un grupo donde entre la variable de temas que se discutían en las reuniones políticas había lugar para la “situación personal”. Tal vez porque en su facultad la mayoría son mujeres y tenían una compañera con una beba que las obligaba a turnarse para cuidarla y para que todas pudieran militar. En relación con su madre, ella siente todavía esa mirada de orgullo que le prodigaba, por su capacidad para moverse, para andar de acá para allá. “Pero seguro que yo era diferente, de hecho yo tenía la posibilidad de estudiar, ella no la había tenido.” Como fuera, las tres fueron parte de ese arquetipo de mujer militante, que usaba jeans y fumaba negros, a las que se les cantaba en las marchas por “nuestras”, a las que los represores disciplinaron por medio de la violación o de manera más refinada, como sucedió en la ESMA, convirtiéndolas en acompañantes de lujo para andar por discotecas o restoranes porque sus propias esposas les parecían poco valientes, aburridas, demodées. Pero por eso mismo había que ajusticiarlas.
“¿Si creo que hubo diferencias a la hora de la tortura hacia varones y mujeres? Yo ni siquiera pude darme cuenta si había varones o mujeres porque estuve vendada los tres meses, pero es cierto que a las mujeres las violaban”, dice Cruz. “Pero hubo hombres a los que también violaron”, retruca Calvo. “Obviamente hubo más abuso sexual contra las mujeres, pero eso pasa afuera y los campos de concentración no estaban en Marte, fueron producto de esta misma sociedad. Lo que sucedía afuera, adentro se multiplicaba por el factor que quieras, pero era una multiplicación.” Adriana no abandona su rango de profesional de las ciencias exactas. Margarita se permite algo más: “Yo creo que el haber despojado a las madres de sus hijos, hacerlas parir y entregarlos, quitarles la identidad fue algo en lo que se tomaron revancha contra el género femenino. Creo que era lo peor que podían hacer y lo hicieron”. Los hijos y las hijas, sin duda, era el punto débil de estas mujeres. Seguramente también de los varones, pero así como no se puede recortar la violencia cotidiana que sucedía afuera en cualquier ámbito de la específica de los campos de concentración, tampoco se puede obviar que más allá de los intentos de equidad, en los ’70 los hijos eran responsabilidad de las mujeres y el ideal de madre que muchas desobedecieron condicionaba la subjetividad de las militantes. Adriana Calvo, por ejemplo, dice que para resistir en los meses de encierro tuvo que negar completamente que tenía dos hijos y que estaba embarazada. “Una sola vez vi a Martina en su camisón largo, parada
en el medio del living de casa, como si estuviera desvelada. La vi, no pensé en ella, y me descontrolé. Me tuvieron que cachetear las compañeras para que reaccionara y dejara de darme la cabeza contra la pared. Y la panza, qué sé yo, la borré. Hasta que no escuché a Teresa llorar en el piso del auto donde la parí, no tomé conciencia de que tenía una hija, no sentí las patadas, no me toqué la panza. Cuando lloró no me quedó otra y el odio que sentí fue físico, visceral, me prometí que iba a dedicar mi vida a meter en cana a estos hijos de puta si Teresa sobrevivía. Esa experiencia fue tan impresionante que todavía no sé, no puedo pensar sobre ella, no me doy cuenta cómo me marcó. A lo mejor ahora que Teresa está embarazada me termine de dar cuenta.” De esa hija que era un bollo entre dos asientos de un auto, unida a su madre por el cordón umbilical, Adriana tendrá su primer nieto o nieta. Margarita ya es abuela, aunque viéndola es difícil pensar en ella en esos términos. Igual que Cristina. “¿Si tuve reclamos de mis hijos? Sí, los tuve, tal vez porque el mayor sintió el abandono, eso te marca. Cuando me secuestraron yo le estaba dando la teta y al revés de Adriana pensaba todo el tiempo en él, le cantaba canciones, lo acunaba con las manos atadas. Y sin embargo cuando salí mi mamá me lo dio y él se puso a llorar. Pero yo hice lo que creía que había que hacer.” Cristina habla de las madres que conoció en cautiverio con cierto respeto, tal vez porque es consciente de la sed con que las hijas y los hijos de esas mujeres que nunca aparecieron esperan su relato: “Yo veía que eran maduras, más conscientes de lo que tenían que decir y callar. No hablaban de sus hijos, y creo que era para protegerlos. Por ejemplo, la madre de Clara Petrakos –una joven que busca a su hermano o hermana nacida en cautiverio por Internet y de todas las maneras posibles– la dejó con una tía el día del secuestro. La tía la agarró de la mano y dijo ‘esta nena es mía’. Y yo nunca supe que tenía una hija, mantuvo esa versión hasta el final”.
Escuchar las voces de las sobrevivientes es difícil como tomar un trago amargo cuando arrecia la sed. No son complacientes sus palabras, no endulzan. Pero calman. Si alguien es capaz de arreglarse el pelo con una venda destinada a tapar los ojos –como cuenta Cristina– es porque la vida se las arregla para buscar siempre nuevos cursos. Si alguien más puede dejar el plato de comida que esperó por tres días para dárselo a quien tiene un bebé en brazos –como relata Adriana–, es porque la resistencia se consolida con una materia que está al alcance de la mano. Si alguien, como Elena de la Rosa, es capaz de sacarse la leche que no le podía dar a su bebé y pensar que la estaba desperdiciando, es porque la muerte todavía quedaba lejos a pesar de los gritos de la tortura. Las mujeres encerradas podían recrear el tiempo hablando de amor, de la primera vez que habían cogido, de sus vestidos de novia, de ellas como niñas y nunca de sus hijos –así sucedía en la Comisaría Quinta de La Plata–. Otras elegían hacer juguetes para esos mismos hijos por si algún mensajero tenía mejor suerte que ellas. Otras racionaban un poco de shampoo para anclar en un detalle superfluo el deseo de estar acá, en el mundo de los vivos. Según Cristina, las mujeres eran más fuertes en general, no necesitaban la formación política estricta para mantener la moral. Según Adriana y Margarita, es difícil saberlo porque en el límite todos y todas se encuentran con sus valores y sus miserias. Lo cierto es que ahí están las voces de las y los sobrevivientes, completando cada día la información que cruzan con ánimo de antropólogos, con un deseo inicial de saber qué pasó con quienes no salieron. Y en eso coinciden estas tres mujeres, en eso coincide la mayoría. No para contestarse por qué unos están acá y otros no volvieron. Sino porque los vínculos que se tejieron son indestructibles, igual que los que se siguen tejiendo en cada marcha, en cada recordatorio, en cada juicio. Son esos vínculos los que seguramente tejerán la malla sobre la que bordar una trama en donde todas las voces sean escuchadas, en la que se puedan volver a imprimir ideales más allá de lo posible.
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