CINE
Lita Stantic, productora y directora de cine, fue capaz de poner una cuña entre los discursos que en el cine circulaban en torno de la dictadura cuando en 1993 hizo Un muro de silencio. Y aunque en ese momento escuchó ciertas voces de hartazgo por “retomar” el tema que inauguró La historia oficial de Luis Puenzo, todavía faltaban películas fundamentales como Los Rubios, de Albertina Carri. Y lo extraño es que, más allá de algunos documentales, todavía siguen faltando miradas diversas sobre la dictadura y sus huellas, las que están en todos lados.
› Por Moira Soto
Rodeada de verde, en sus luminosas oficinas nuevas de la calle El Salvador, la productora por excelencia del cine independiente argentino interrumpe su trabajo para conversar con Las/12 sobre el cine concernido por la última dictadura militar. Estudiante en la escuela del Instituto, cortometrajista, guionista, jefa de producción antes de llegar a tener su propia productora, Lita Stantic es la realizadora de una de las mejores películas que se hicieron sobre la represión y sus esquirlas, sobre la memoria que no se puede sofocar, suprimir: Un muro de silencio (1993).
En esa producción de lejanos rasgos autobiográficos, Stantic narra la historia de una directora inglesa que viene a Buenos Aires para hacer un film sobre una mujer, Silvia, cuyo marido fue secuestrado y desaparecido. El guionista es Bruno, un marxista que conoce a Silvia, quien tiene una hija adolescente de aquella unión, y se acaba de casar con Ernesto. Aunque Silvia se resiste a ver a la directora, ese rodaje, presenciado por la hija la conducirá a asumir su doloroso pasado.
Películas recientes como Hermanas y Cautiva guardan en cierta forma una continuidad con Un muro... que terminaba con la mirada franca de la hija dirigida hacia el público, después de preguntarle a la madre: “¿La gente sabía lo que estaba pasando?”, y que la madre le respondiese: “Todos sabían”. En su segundo film, Los Rubios, Albertina Carri, hija de padre y madre secuestrados y desaparecidos, muestra a una cineasta –la propia directora interpretada por Analía Couceyro– en la búsqueda imposible de saciar de la huérfana. Y a la vez, Carri se manda en una búsqueda formal desmarcada de las convenciones del documental. Unos años antes, en 2000, María Inés Roqué había concluido la realización de Papá Iván, otra forma de rastreo de una hija –la misma Roqué– que intenta reconstruir la figura de un padre heroico, amoroso, terriblemente ausente.
¿Vos empezaste a trabajar en Un muro de silencio varios años antes de filmarla?
–Sí, mucho antes. Comencé a pensar en hacerla en el ’86 y la idea era tener a Julie Christie en el elenco. Ella estaba acá en ese momento protagonizando Miss Mary, con María Luisa Bemberg. En un principio, se trataba de una actriz que venía a interpretar un personaje femenino que tenía un marido desaparecido. Después la historia cambió, decidí poner el papel de una directora extranjera.
¿Cuál es tu balance de la trayectoria de Un muro... que en estos días se pudo ver por Volver?
–Mirá, no fue fácil el camino de mi película. Creo que fue hecha un poco a contramano, en el auge del menemismo. Entre otros festivales, la llevé al Festival de San Sebastián, donde me sentí bastante golpeada. Había gente que decía ¡otra vez con ese tema! Y sin embargo, mi sensación es que todavía, en 2006, no se ha hablado suficientemente de lo que nos pasó, no se ha profundizado en el cine sobre el tema de la dictadura, sus alcances y ramificaciones. Fundamentalmente, no se ha hablado de la complicidad de los civiles. Se han hecho muchas películas donde el mal está depositado, concentrado en los militares, y no se ha tocado en la ficción a los capitanes de la industria que apoyaron, fueron colaboracionistas... Hay un documental, Sol de noche, sobre el terrible episodio del Ingenio Ledesma. Pero que yo recuerde, en ninguna de las producciones de ficción se muestra a la gente que respaldó, que aplaudió la llegada de los militares. Es cierto que veníamos de dos años terribles, con la Triple A, con la presidenta que ya sabemos, con López Rega... Pero la versión que quedó instalada es que los militares de pronto se volvieron locos y tomaron el poder. Es paradójico que la única película que habla de esta participación, sin ahondar pero al menos señalándola, es La historia oficial, de Luis Puenzo, con guión de Aída Bortnik. Tiene aspectos que no comparto, sin duda, como el planteo de los dos demonios, pero menciona los negocios que se hacían en esa época aprovechando la situación. Ese tema no fue retomado y pienso que hace falta tratarlo. A mí me parece que este país no puede crecer negando esa connivencia. En este momento, sin duda, queda mal decir que uno estuvo del otro lado, del de los militares, pero hubo mucha gente de ese lado durante el Proceso. En la etapa de Alfonsín estaba en el aire la idea de que fue una guerra, cuando se trató de una represión ilegal, brutal, indiscriminada.
De las películas relativas a esta temática, ¿cuáles te interesan y por qué?
–Me shockeó bastante Los Rubios, de Albertina Carri, porque viene de algo muy personal, de una historia cercana a mí. Y porque tiene una formulación cinematográfica original. Aunque me conmovió mucho, quizá le haría alguna objeción, más ética que estética: no me pareció bien la referencia a la fotógrafa que no quería ser entrevistada. Y en el testimonio de la gente del barrio, creí percibir una cierta desvalorización. Pero en general la película me parece valiosa, me impresionó verla en Nueva York, en el Lincoln Center durante el Festival de Cine Latino. Debo decir que me tocó tanto porque yo conocí a los padres de Albertina, y el padre de mi hija tuvo el mismo destino que Roberto Carri, en el mismo lugar. Me pareció extraordinario, más allá de estas emociones personales, que Albertina haya logrado meterse en el subsuelo de la comisaría de Villa Insuperable, que haya podido registrar eso.
¿Cómo fue tu relación con los padres de Albertina Carri?
–Yo conocí a los Carri en el momento en que estábamos todos en lo mismo. Después me aparté, en el ’73, luego de lo de Ezeiza. No quise saber más nada. Estuve en la Juventud Peronista, no llegué a militar en Montoneros. Con Pablo Szir habíamos filmado Los Velázquez, que se basaba en un libro de Carri, editado en 1968, Isidro Velázquez: Formas prerrevolucionarias de la violencia.
¿Qué pasó finalmente con esa película?
–Los Velázquez desapareció con Pablo, el negativo lo tenía él. Estaba completada la filmación, había un armado, el positivo estaba en el laboratorio, y el compaginador lo destruyó porque le dio miedo. Por supuesto, cada tanto aparece alguien con un dato, dice que puede estar en Cuba... Ya es un mito.
¿Cómo era Los Velázquez?
–Trataba sobre dos bandidos salteños que en los años ’50 se convierten en una suerte de Robin Hood para los campesinos que los ayudan a ocultarse. Isidro Velázquez era un campesino maltratado por la policía a la que enfrenta y se va de su casa. Se encuentra con Vicente Gauna, un forajido, y empiezan a tramar secuestros a estancieros, robos a comercios, y reparten el dinero entre los pobres. En un momento tienen un problema porque la plata está marcada y necesitan cambiar a través de una maestra, y ella, apretada por la policía, los entrega. Terminan matándolo en una ruta, en una escena digna de Bonnie & Clyde. En el Chaco hay una leyenda muy fuerte. Contamos con una gran investigación y en la película hizo un papel pequeño Vicky Walsh, la hija de Rodolfo Walsh. Había una pelea entre Pablo y yo, porque él quería que terminara con la hija llegando a la ciudad e integrándose a la lucha armada. A mí no me resultaba convincente, y cuando entrevistamos a la chica, lo único que nos dijo fue: “Yo desearía que estuviese vivo”. Era una historia muy atractiva, nos metimos con todo, la gente no cobraba pero había que alimentarla, comprar el negativo, alquilar las luces.
Aparte la ausencia del tema del colaboracionismo civil, ¿no te parece que falta una película de ficción sobre las Madres que recree su historia, que se centre en alguna historia de vida?
–En realidad, sí. Aunque acaso resulte particularmente difícil, es una materia muy fuerte. Yo tengo una especie de reverencia absoluta hacia estas mujeres. Viví acá durante la dictadura y me sigue admirando que en el ’77 se largaran a dar vuelta alrededor de la Pirámide, manteniéndose con tanta firmeza, sin importarles los riesgos y recibiendo en muchos casos el desprecio de la gente. No por nada se las llamó Las locas de Plaza de Mayo. Fijate qué diferencia entre el reclamo de las Madres y el de algunos padres de Cromañón que van a la casa de Chabán y quieren incendiarla, los huevos que le tiraron a Carlotto. Nunca se vio en la Madres una actitud semejante, vengativa, violenta. La idea del chivo expiatorio que se alimentó me parece horrible. Sólo podés entender una reacción así en el momento del suceso, en un estado de enajenación. De hecho, esos padres no se la toman con el grupo Callejeros que estaba con el tema de las bengalas. Y volviendo al tema del colaboracionismo, querría decir que, de manera indirecta, aparece en ciertas películas: creo que Lucrecia Martel hace el cine que hace, tiene esa mirada porque fue niña durante la dictadura. Ella misma dice que la mentira, el engaño, la hipocresía de las que fue testigo la llevaron a hacer sus películas. Y creo que Lucrecia va a ir profundizando este enfoque. También pienso que realizadores como Adrián Caetano, cuya próxima película será sobre la fuga de la Mansión Seré, han sido marcados por haber vivido su infancia bajo la dictadura. Matías, Moisterín, un productor que trabajó conmigo algunos años, me comentaba que de chico, a los 3, 4 años, aunque en la casa no se tocaba el tema de lo que estaba sucediendo, él tenía pesadillas terribles. Cosa que les pasó a otros chicos de su generación que intuían el ocultamiento de algo atroz.
¿En qué andás como productora?
–Estoy en un proyecto con Lucía Cedrón, la directora del premiado corto En ausencia, que precisamente remite al tema de la dictadura y se llama Cordero de Dios. Transcurre en 2002 y en 1978, con un secuestro y una muerte por tiroteo, respectivamente. Una hija-nieta en medio de esas dos situaciones. Me gustó realmente el guión, maneja un clima de suspenso con respecto al episodio de 2002 y cómo se entronca con el del ’78, a través del recuerdo de tres personajes. La historia está basada sobre sentimientos antes que en hechos reales, habla del tironeo entre afectos cercanos e ideologías opuestas, sin maniqueísmos. Puede ser controversial hasta un punto. Por otra parte, Lucrecia Martel ya terminó una versión del libro de Una mujer sin cabeza, que es bárbaro, me encanta. Y también tengo en marcha Café de los maestros, sobre el tango, mi otra pasión, con los músicos muy viejitos que siguen tocando. Producimos con Gustavo Santaolalla, Walter Salles es productor asociado y dirige Miguel Kohan.
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