Vie 24.03.2006
las12

OPINIóN

La transmisión debida

› Por Martha Rosenberg

Por qué esa insistencia en “transmitir” nuestra experiencia a las generaciones que nacieron posdictadura? ¿Por qué pensamos que no hemos transmitido suficiente o que no hemos transmitido bien? ¿Alguna experiencia se puede transmitir sin pasar por nuestros olvidos, silencios, deformaciones? ¿Por qué pensamos que hay algo no transmitido, cuando lo que parece ocurrir es que lo que pasó –más allá de nuestras intenciones– no desarrolló en nosotros los efectos “debidos”? ¿Hemos perdido el sentido de lo que en ese momento significó el golpe militar? ¿Hemos transmitido otra cosa?

La preocupación por la transmisión es de los que somos sobrevivientes. Transmitimos que –a pesar de todo– seguimos viviendo, en este país, o en otros que supimos conseguir. Que también supimos conseguir –bajo la dictadura o en el destierro al que muchos fueron arrojados– algunas cosas que deseábamos. Sumid@s en la angustia, la tristeza, la frustración de nuestros ideales políticos comunitarios, buscamos y encontramos maneras de seguir adelante con nuestras vidas privadas, con mayor o menor holgura material que la que teníamos y estábamos dispuestos a admitir como aceptable. Estudiamos más que antes, aprendimos oficios y profesiones a partir de lo que eran sólo actividades militantes, inventamos formas de sobrevivir de cualquier manera (y hasta de algunas buenas maneras), cambiamos de forma de pensar, nos dedicamos a nuestras familias, conservamos en las catacumbas libros, ideas y discursos políticos que (nos) costaron muchas vidas. Postergamos y evitamos mucho tiempo las discusiones políticas con propios y ajenos. Aprendimos –por los efectos de su notoria omisión local o por la experiencia en los países del exilio– el valor de la democracia formal, que desconocíamos y despreciábamos.

Lo que se transmite (lo que hemos transmitido) efectivamente es lo que hicimos con lo que nos pasó. Nuestras opciones. Quien pudo vivir mucho tiempo sin hablar de lo que (les) ocurría a él-ella o a sus semejantes, quien pudo enseñar a sus alumnos o educar a sus hijos sin que algo de su dolor e indignación se transmitiera, puede que no haya sufrido tanto. O que cree fundamental no hablar de lo perdido. O negar que perdió algo. O disimular que algo ganó. Y ahora las generaciones herederas le dirigen el reclamo (que siempre queda grande o chico) de haber participado en una gesta heroica.

Para algun@s, el 24 de marzo de 1976 marca el paso previsible de la represión desatada mucho tiempo antes sobre la militancia revolucionaria –fuera o no violenta–, durante las dictaduras militares previas y el gobierno constitucional Perón/Martínez de Perón. El golpe oficializa la violencia del Estado mafioso al darle una legalidad refrendada por las tres armas cuya función dice proteger los derechos de todos.

Para quienes fuimos parte del blanco de ese golpe, el 24-3-76 se acentúa el conflicto permanente entre el resguardo de la propia identidad política e ideológica y la conservación de la vida. La decisión de jugarnos a vivir aquí –para la mayoría no hubo otra alternativa– nos convirtió en testigos y objeto de ataques permanentes y de toda índole. Sólo nuestra imaginación garantizaba la seguridad de las madrigueras que ya habitábamos, o que supimos construir, y sus máscaras correspondientes, que siempre terminan por estar pegadas a la cara.

Estudiar psicoanálisis, feminismo y filosofía, mantener el grupo de reflexión feminista que me centraba en lo político de mi vida personal, la solidaridad con amigas y amigos encarcelados o perseguidos, atender a militantes en diversos tipos de emergencia y desazón, cuidar a mis hijos, aprender a cocinar rico, cantar en coro, cultivar mis plantas fueron mis salvaguardas subjetivas entre las desapariciones de compañer@s, las despedidas permanentes de exiliad@s forzos@s y no tanto, y el mal de ausencia de mis amores ahora lejanos.

La transmisión no es el recitado de la historia ni la repetición de los homenajes. No transmitimos lo que queremos, sino lo que somos. Y no sólo lo que nos parece bueno de lo que somos. Si “los nuevos” imaginan mundos que no reconocemos como mejores que los que nosotros imaginamos, allí anida un fracaso que no es de transmisión. Y puede ser valioso transmitir el reconocimiento de que nuestras acciones no nos condujeron a nuestros fines.

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