TEATRO
La elogiada intérprete de la obra Harina, Carolina Tejeda, es una especie de Belle de Jour con una sorprendente doble vida: después de hacer una pieza seria del off, se marcha a encontrarse con el grupo 69 a la cabeza para hacer un divertido show porno: Títeres bien hot.
› Por Moira Soto
Durante algunos meses del año pasado, Carolina Tejeda salía de interpretar a Rosalía –una pueblerina sencilla en una noche de insomnio, profundamente afectada por la desaparición de los trenes– y se iba volando a encontrarse con el grupo 69 a la cabeza –“actores que a través de excitados muñecos desatan las fantasías más calientes”, reza la tarjeta de presentación– para hacer en un bar o en un restorán, según el día, el show de Títeres bien hot, junto a Mayra Carlos, Cecilia Villamil, Sebastián Terragni y Ariel Bottor. Es decir, manejar muñecos de mesa y varilla, y ponerles la voz a personajes como la Cordobesa, la mujer Maravilla, la Colegiala.
Con dramaturgia de la propia Tejeda y Román Podolsky, Harina se estrenó en octubre pasado con merecidas y unánimes alabanzas de la crítica. Sutilmente iluminada por Eli Sirlin, con estilizada escenografía de Alejandra Polito, esta pieza dirigida con decantada delicadeza por Podolsky se concentra en una noche en la vida fracturada de Rosalía, panadera de un pueblo del interior no identificado que remite a otros pueblos que durante el menemismo fueron despiadadamente despojados de los trenes, paralizados en más de un sentido. Rosalía, desvelada, entona una melancólica copla, recuerda consejos de su madre (“para dormir, tenés que olvidar”), evoca a personajes y situaciones para que el silencio no se apodere de ella. Entre las remembranzas, surge la imagen de cuando iba todas las mañanas a la estación a vender pan, a esperar el primer tren tomando mate con Fernández. Y también aquel día en que por primera vez hizo sola el pan y fue a llevárselo a su padre que volvía de Los Sembrados. Entonces, en uno de los momentos más bellos y emocionantes de la pieza, Rosalía toma un puñado de harina para representar el pueblo sobre el piso, y luego va añadiendo el polvo blanco y forma una especie de constelación al señalar las estaciones, trazar los ramales: El Arañado, Jarilla, Pescadores... Pocitos, Banderas, Pampa del cielo... El Maizal, La Escondida... Hace un paréntesis para hablar del brete, es decir, el corral a donde los animales bajaban a comer y a beber, y sigue: Miranda, Santa Lucía, Trinidad... Beltrán, Pluma de Pato, La Chiquita..., ese rosario interminable de lugares que cayeron en desgracia. Luego, Rosalía, interpretada en estado de gracia por Carolina Tejeda, se acuesta y atrae hacia ella los puñaditos de harina, una escena de alta poesía, de sugestiva significación.
Este año, Harina volvió con éxito al Teatro del Abasto, y los Títeres bien hot ya están retozando en Te mataré Ramírez, mientras titiriteras y titiriteros estudian ofertas de trabajo y sueltan fantasías de nuevos sketches: Batman y Robin, un cuadro surrealista de Blancanieves, a la que le empiezan a salir enanitos, quizá Gardel y Lepera, una turista extranjera que se topa con un porteño que se las sabe todas pero, en realidad, a ella le gustan las mujeres.
Carolina Tejeda empezó a estudiar teatro a los 15, cuando llevada por la intuición fue y se anotó en un taller municipal de Lomas de Zamora. “De la primera clase salí como loca, no podía creer el mundo que se me había abierto. De juego y de conocimiento de mí misma.” Cursó dos años y luego ingresó en la Escuela Nacional de Arte Dramático. Estaba en tercer año cuando realizó su primera actuación profesional en Fragmentos de una Herótica, en Babilonia.
¿Qué obras considerás hitos en su carrera?
–Desde siempre, tendí a autogestionarme, me gusta generar yo misma oportunidades, no esperar que me llamen. También me atrae trabajar en equipo, encontrar un código común. En los Títeres bien hot está una compañera, Mayra Carlos, con la que vengo trabajando desde el ’99. Con el grupo Boccatto di cardinale hicimos dos espectáculos de humor bien ácido, con textos nuestros y adaptados. No nos hicimos famosos, pero la pasamos genial. En el ’99, con Mayra tuvimos el desparpajo de escribir una pieza, No te olvides de mí, que hicimos en el teatro Palermo. Salí a vender publicidad, caí en Te mataré Ramírez y me atendió el dueño. Vio una foto de un número que hacíamos en enaguas, nos lavábamos la cabeza en un patio bien de tango. Y aparte de ponerme un aviso, me dice que está incorporando shows eróticos. Con Mayra, entonces, erotizamos el lavado de cabeza y también preparamos otro número, un texto de Anaïs Nin que hacíamos en camisón sobre la barra del restorán, leyendo el cuento, jugando con aceite. Nunca hicimos desnudos en esos shows. Al tipo le gustó pero nos pidió que incorporásemos a un varón. No era fácil porque se trata de un género que te tiene que divertir realmente para que salga bien. Ahí apareció Sebastián. Paralelamente hicimo en 2001, 12 polvos, títeres porno que dirigió Sergio Rosemblat, en el Belisario, éramos veinte actores en escena manejando los muñecos. Fue un pequeño boom, con entradas agotadas.
¿Cuál sería la diferencia entre 12 polvos y Títeres bien hot?
–Nuestro espectáculo tiene un formato de show, que estamos acentuando, nos estamos yendo por una tangente más desfachatada. Y cada vez más trabajamos esta interacción actor-títere, jugando un poco a que la gente vea desarmar la escena y armar otra. Es decir, poner en evidencia que suelto este títere y agarro aquel otro y le doy vida.
Ustedes producen un desdoblamiento muy interesante, porque exigen una atención paralela del público, que sigue a los muñecos y a los actores y las actrices.
–Empezamos a descubrir en los ensayos esa posibilidad: el muñeco moviéndose en determinada situación, pero se ve que la que está gimiendo es una actriz. Cada vez nos cebamos más con este juego, tratamos de ampliarlo. Somos cinco que nos divertimos jugando con la sexualidad, el erotismo.
A la vez, logran que el espectáculo, siendo explícito, tenga una gracia elaborada, sin el regodeo ni la obviedad del chiste verde.
–Quizá ya estamos entrenados en el género. Aprendimos las ventajas de sugerir, de dejar un espacio para la imaginación. Al mismo tiempo, gracias a los muñecos, que son muy zafados, podemos ir a los bifes, pero siempre cuidando de no caer en lo fácil, lo chabacano.
El porno es un género donde se impuso durante mucho tiempo la mirada masculina, dándole un lugar subalterno a la mujer. ¿Cómo concilian ustedes las aportaciones femeninas y masculinas, dado que se trata de una creación colectiva?
–Fue todo un tránsito. Creo que este año estamos más asentados dentro de un código que equilibra los diferentes aportes. Al principio surgían muchas diferencias. Pero hubo algún momento en que nos dimos cuenta de que muchas escenas estaban saliendo re-machistas. Ahí decidimos hacer la Mujer Maravilla, que lo revolea al tipo por todos lados. Probamos mucho, fuimos balanceando, adaptando, porque hay cosas que funcionan de distinta manera según el ámbito. Ahora, en el segundo bloque, vamos a hacerle un guiño a la película Full Monty con unos títeres nuevos.
¿Se propusieron la creación de climas, de un crescendo del relato, cosa que no suele verse en el porno, donde lo único que importa es el aerobismo genital?
–Sí, buscamos que el público se meta en cada historia, que haya una narrativa. También apostamos a sorprender un poco: ¿vos te creías que iba por este lado? Pues resulta que no, va por el otro.... Aunque los aportes son parejos, no se puede negar que hay mayoría femenina. Nos gusta la idea de que la gente se identifique en algunos cuentos, tratamos de mostrar fantasías cotidianas: la mujer le pidió al tipo un bombero y él no la escuchó y se vino de policía, ¿te das cuenta? Bajarlo un poco a tierra. Yo le muevo los pies al títere del policía y me río mucho de la actuación de Ariel, que está brillante, con todo el lenguaje típico del oficio policial que le pone.
¿Quién diseña los muñecos?
–Actualmente tenemos tres realizadores. Nosotros vamos indicándoles lo que queremos y ellos terminan de interpretarnos, incluso nos dan ideas. Este año, estamos más cerca de lo que buscamos: no tanto realismo y sí más expresividad, porque estamos haciendo erotismo con humor. También tenemos la intención de incorporar un vestuarista para los muñecos.
Pasemos a tu actividad paralela, ¿cuánto tiempo llevó la preparación de Harina, en cuya dramaturgia participaste?
–Fue un proceso con altibajos de casi dos años. Trabajamos mucho con Rosalía, nos familiarizamos con el pueblo, los demás personajes. Eso nos sirvió para poder pisar terreno firme y contar esta historia.
¿El acento fue difícil de encontrar y de sostener?
–Sin duda. Partí de la premisa de sacarme el porteño, sabiendo que no quería hacer ni un catamarqueño ni un salteño, porque podía caer en el falsete. Estuvo bueno tener esa consigna desde el vamos, me sacó la exigencia de tener que representar una tonada en particular. Después, me aparecieron una serie de frases que me ayudaron: mi viejo es provinciano, mi tía también. Tomé dichos de ellos, que en algún punto ya tenía incorporados. Estuvo bien decidir que ella se dirija al público, que cuente simplemente, según me pidió Román. Así me pude meter en otra mentalidad, con un funcionamiento diferente. En un momento, nos liberamos del cuento inicial, de esa meta de la redondez del final, de querer dominarlo todo. Fue buenísimo porque en el fluir del trabajo nos dimos cuenta de que esa mujer no se iba a ir jamás de ese lugar que era su raíz, parte de su identidad.
¿Cuándo se terminó la pieza?
–Creo que haciendo las funciones, con la gente. Y experimentando ese maremoto de estar sola en el camarín, en el escenario. Pienso que acá la protagonista es la propia historia. Desde el inicio, yo sentía que había algo que valía la pena mostrar, comunicar, pasar por ahí.
¿Cómo apareció la escena de la harina marcando las estaciones?
–Mirá, primero me senté con Román para contarle la idea de enumerar pueblos. Con ese disparador, empezamos a tirar nombres. Nombres verdaderos que me atraían, pueblos por donde ya no pasa el tren. Juan Carlos Cena, ex ferroviario, tiene varios libros que me conmovieron mucho. Fui a verlo, me atendió muy cordial, la mayoría de los nombres los saqué de sus obras. A cierta altura del trabajo empezaron a salir, marcados en la pared como estrellas. Hasta que un día afloró la imagen de los pueblos representados por la harina, sobre el suelo.
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