María Luisa Boca cirujea desde que tiene memoria, pero su biografía reúne toda la complejidad y la violencia de la historia reciente argentina. Criada en la Quema de Escobar, empleada como doméstica a las 9 años, es además hija, esposa y hermana de desaparecidos por el terrorismo de Estado.
› Por Lila Pastoriza
Con toda esta historia siento que llevo una pesada mochila”, dice María
Luisa Boca, y uno piensa qué es lo que más le pesa, si su familia
desaparecida por la represión de la dictadura, si el infierno de la vejación
y los golpes de su marido por casi veinte años, si la angustia de no
saber si sus hijos comerán al día siguiente. O si es que todo
ese agobio se refuerza en el desamparo sin fin de la vida del pobre.
María Luisa nació en una familia paupérrima que levantaba
su techo en cualquier parte, se sostenía día a día con
changas y tareas transitorias y cirujeaba cuando no había otra. Y ése
fue el curso que siguió su vida, cada vez más al margen. Cuando
el ingreso del hombre no alcanzaba, ella no iba a limpiar casas: se “las
rebuscaba” saliendo a conseguir comida en las quintas o donde fuera. Sólo
consigue empleo en la Feria de la Flor que se hace cada año en Escobar.
En esa zona vive desde chica, casi siempre por la localidad de Maquinista Savio,
al principio en “la Quema” y luego en sus inmediaciones, en el barrio
Amancay, cuyas calles tienen nombres de flores. En Savio nacieron sus nueve
chicos –hijos de cuatro padres diferentes– y hasta hace poco allí
vivía con los dos menores.
–¿Ocupación? Y, yo soy ciruja. De la basura saco ropa y adornos,
nunca comida, que busco en los restaurantes. Así me las he rebuscado
cada vez que no tenía para darles de comer a mis hijos, con o sin pareja,
y durante años. Ibamos en grupo a los mercados grandes donde nos daban
lo que no vendían en el día. Y lo traía para comer, no
para vender. También la gente me guardaba ropa, que yo iba llevando cada
día de a poquito, para mí y cuando era mucho para los vecinos,
mi hermano, mi sobrina...
“Soy ciruja y no cartonera, no vendo papel, que pesa mucho”, decía
María Luisa en abril de este año. Un mes después, convertida
a la fuerza en cartonera transitoria, regresaba exhausta cada noche en los vagones
del Mitre, entremezclada en el enjambre de gente y carritos que el tren lanza
a las madrugadas bajo cero de la estación Victoria. “No me alcanzaba
con los 150 pesos del subsidio y tuve que salir a buscar papel para venderlo
a 40 centavos el kilo. Si necesito como 20 días para juntar cien pesos”,
dice, y cuenta de los centenares que viajan en las noches, de las familias enteras
que lo hacen con los chicos (y aclara que en su caso “eso sí que
no, los chicos no”). Y habla también de su miedo a la violencia
en los andenes. “Si me vieras, parezco un muchachito, con el gorro hasta
las orejas y metida en la campera”, pero lo cierto es que ya pisa los 50,
con el cansancio que sube por los brazos y que hay que aguantar hasta las cuatro,
cuando vea a su hijo esperándola en la estación para irse juntos
a la casa empujando el carrito deforme de papeles y de cosas.
El viejo
La vida de María
Luisa Boca está partida en antes y después del secuestro de su
padre. No porque con él fuera menor la pobreza sino porque se sentía
protegida, viviera donde fuese, en la Quema o en una funeraria.”Mi viejo
nos marcó. El nunca nos mandó a pedir, iba él...”
Por eso podía, a los 17, juntarse con un hombre, dejarlo y regresar,
con su primera panza, al ranchito del padre (“padre y madre fue, él
me crió”) que la cuidaría y le daría consejos. Después
de él fue el desamparo. “`Cuando yo falte, m’ hija, usted va
a ser una paria porque nadie la va a saber ayudar’, me decía y así
ocurrió desde ese día en que encontramos la pieza toda revuelta
y vacía, con la ropa y los documentos por el piso y ya no supimos nada
de él, hasta hace dos años cuando me enteré que al día
siguiente de llevárselo lo habían tirado muerto a tiros en Pilar.”
Cuando María Luisa tenía cinco años su madre se fue de
la casa y ella y Alberto, su hermanito, quedaron con el papá, Néstor
Boca. Eran los menores de siete hermanos y fueron deambulando según los
trabajos que el padre conseguía hasta llegar a la Capital. “A los
nueve años mi papá me puso a trabajar en una casa de familia por
la comida y la ropa. Después, como me trataban muy mal, me llevó
al altillo de la cochería fúnebre en que trabajaba, donde había
armado un cuartito para él y nosotros.” Unos años más
tarde partieron para Escobar, al dantesco basural de 10 hectáreas que
allí había. “Tendría 12 o 13 cuando nos vinimos a
Savio. Mi papá trabajaba en la Quema, donde armó una casilla con
nylon y pedazos de alfombra en la que vivimos dos años, hasta que él
hizo una casita a unas cuadras, en un terreno fiscal. La única casa de
mi papá, y mía también, fue ese ranchito, en Golondrina
y Violeta, del barrio Amancay.”
Amo, techo y desgracias
La adolescencia,
temprana, fue su tiempo de libertad. O al menos de andar suelta. “Creo
que tenía once años cuando me enamoré por primera vez,
de un muchacho más grande. De chica yo tuve mucha soltura porque mi papá
me consentía en todo. Pero, ojo, él me hablaba, me había
explicado que me iba a indisponer, me decía cómo cuidarme de quedar
embarazada. Y yo le daba bola, me cuidaba.” Pero al cumplir 17 “no
le hice más caso a mi viejo y me junté con el padre de mi primera
nena. Y no me cuidé más. Yo pensaba entonces que el hombre que
me hiciera un hijo se quedaría conmigo, nos cuidaría. Pero me
engañé. Y mirá, yo nunca permití que mis hijas hicieran
una vida como la mía. Quiero que ellas sean unas pibas de bien, que tengan
hijos de una sola persona. Yo no, yo era un tiro al aire”.
A los 22 años, cuando la represión de los militares hizo estragos
en su familia, María Luisa, iba por su tercera pareja. Sus dos primeras
uniones se rompieron pronto y vuelta a lo de su padre. La miseria y las muertes
acosaban: perdió a sus dos primeros hijos cuando eran bebés, su
hermano preferido murió apuñalado en el `73. Por suerte, estaban
las hijas. De su segundo compañero nacieron Mariela y Flavia Roxana,
y con ellas anduvo esos años buscando cómo sobrevivir.
Disparen sobre los Boca
“Mueren más
de 50 extremistas al atacar un batallón en Monte Chingolo”, titulaba
en tapa el diario La Nación el miércoles 24 diciembre de 1975
a propósito del intento de copamiento realizado el 23 por el Ejército
Revolucionario del Pueblo (ERP), la principal organización armada de
izquierda de los años setenta. Hugo Alberto Boca, el hermano menor de
María Luisa, que en pocos días cumpliría 18 años,
figuraba tercero entre los muertos que consignaba el comunicado del Ejército.
Aún hoy María Luisa duda sobre lo ocurrido y subraya que tanto
él como toda la familia sólo “daban de comer a la gente en
la olla popular de la Unidad Básica de Savio”. Era una zona entonces
muy movilizada y no puede descartarse que Hugo Alberto (cuyo cadáver
identificó el Equipo de Antropología Forense en el cementerio
de Avellaneda) y quizás otros familiares estuvieran más comprometidos
en la lucha política de lo que ella suponía. Como fuere, tras
Monte Chingolo la represión cayó sobre lafamilia. En menos de
los 90 días que transcurrieron entre esos hechos hasta mediados de marzo
del ‘76, María Luisa debió sumar a la pérdida de su
hermano las de su padre, su marido (y parte de la familia de éste), su
mamá y su hermana mayor, embarazada de ocho meses.
La primera víctima fue el padre, don Boca, a quien secuestraron a comienzos
de 1976 del lugar donde trabajaba como sereno y del que nadie supo nada hasta
que hace poco María Luisa se enteró de que el 7 de enero del aquel
año habían encontrado su cuerpo acribillado a tiros. Por entonces
ella estaba en pareja con Alberto Emilio Arévalo, un albañil de
origen santiagueño, en cuya casa vivían y que escapó a
Santiago ante la desaparición de su suegro. En la noche del 29 de febrero
un grupo operativo irrumpió en la casa de los Arévalo y se llevó
al padre, Eduardo Confesor Arévalo, y a Antonio, uno de los hermanos.
“Eran cinco o seis tipos, todos de civil. Yo estaba tapada hasta la cabeza
y me salvé porque se creyeron que era una de las nenas. Y esa misma noche,
a una cuadra de allí, se llevaron a mi mamá, Francisca Aragón,
con quien me había vuelto a encontrar porque vivía en Savio hacía
tiempo. Al amanecer fui a contarle lo sucedido y ya no estaba.”
Unos días después María Luisa, embarazada, partía
hacia Santiago para unirse al marido. “Viajé en tren a Banderas
con las dos nenas, de tres y dos años, y con Catalina Luján, la
hija de Arévalo, en mi panza. De ahí fuimos en taxi a Los Juríes,
donde vivía la abuela. A mi marido se lo habían llevado como 15
días antes (después supe que también fueron secuestrados
allá otros dos hermanos suyos, Alfredo y Domingo). Al otro día
de llegar me llamó el comisario y me dijo que me fuera para mi casa,
que si pasaba el informe también me llevarían. Y al llegar a Savio
supe que a las 4 de la mañana del 18 de marzo se habían llevado
a Nilda Mabel de Mansilla, mi hermana mayor, embarazada de ocho meses.”
Sin padre y sin su marido, con sus nenas a cuestas y un embarazo avanzado, se
instaló pese al miedo en lo de los Arévalo y allí tuvo
a su hija. “Después del parto me fui, pero allí quedó
mi bebé con su abuela. No tenía adónde ir, todos tenían
miedo de que yo los comprometiera. Cuando no teníamos adónde ir
caminábamos de noche, no sabés en qué lugares hemos dormido.
Fueron como dos años así, en la calle. Y después de tanto
rodar fui a parar a las garras del padre de mis tres hijos varones. El arruinó
mi vida para siempre.”
En el pozo
Fueron casi veinte
años los que vivió junto a Marcelino Lezcano. Tuvo con él
cuatro hijos, uno de los cuales falleció a los dos meses. El mayor tiene
hoy 23 años y los menores –el más chico sufre una parálisis
cerebral congénita que ella atribuye a los golpes recibidos durante el
embarazo– viven con ella y van a la escuela. Son, sin dudas, el norte de
sus días. “Estoy orgullosa de los hijos que tengo”, dice, y
se le ilumina la cara. Durante los primeros tiempos no hubo golpes pero sí
alcohol y violencia “y yo aguantaba para no volver a la calle con mis nenas,
que tenían tres y cuatro años cuando nos juntamos”. Luego
vinieron las palizas y después las vejaciones y el abuso a manos del
marido y sus amigos. “Lezcano destrozó mi alma, porque lo que me
hizo no me lo saco más. Las veces que me golpeó, me sacó
todos los dientes. Tengo una denuncia en la Justicia contra él y sus
amigos. Los hice llevar a todos a Tribunales.”
–¿Por qué no reaccionaste antes?
–Tenía miedo, y no a él sino a lo que yo podía hacer.
Pensaba: “si le levanto la mano y no lo mato, él me matará
a mí”. Es cuchillero, como la mayoría de los paraguayos.
Y yo sabía que si lo mataba iría presa y ése era mi miedo,
porque el muerto no habla, la culpable iba a ser yo, que tenía mis motivos
pero ¿quién me creería? Y entonces aguanté, hasta
que undía, cuando él dormía borracho, me fui con los dos
menores. Fue hace tres años. Nunca más volví.
De mochilas y de sueños
La historia de María
Luisa –hija, mujer y hermana de desaparecidos, pobre desde siempre, víctima
de la violencia sexual y doméstica– es, además, la de una
mujer que resiste sola, al margen de cualquier armado social o comunitario.
Nunca recurrió a organismos de derechos humanos, a grupos contra la violencia.
Nunca actuó en conjunto con otros, salvo para ir a buscar comida.
Menuda, chagásica, a los 48 años, María Luisa sigue manteniendo
algo de la tozuda vitalidad que la ayudó a sobrevivir, a parir hijos
en su casa (“en el hospital te discriminan por pobre y por negrita”),
a atravesar tantas muertes. De siete hermanos quedaron cuatro, de nueve hijos
vivieron seis, le arrancaron a sus padres y al marido, y hace poco, otro hermano,
hijo de su mamá, se moría ahogado en un pozo.
–En esa mochila, ¿qué es lo que más pesa?
–Lo de los míos que mataron, en primer término. Y también
lo de mi historia con Lezcano. Yo denuncié la desaparición de
mis familiares a la Comisión de Derechos Humanos de Escobar cuando se
fueron los militares. Después la cuestión quedó borrada
hasta hace poco, cuando me enteré de la reparación que se daba
por los desaparecidos e inicié los trámites. Entonces supe lo
de mi viejo y todo volvió a aparecer. Quiero saber qué pasó
con ellos, dónde están, quiero tener sus huesos y enterrarlos
aquí. Y lo quiero aunque me paguen. Quiero saber de mi hermana y su bebé,
si es que lo tuvo. Me leí todo el libro de los chicos desaparecidos,
me vi lo que pasó punto.doc sobre Monte Chingolo buscándolo a
mi hermano. No, no voy a parar hasta encontrarlos.
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