NOTA DE TAPA > TRABAJO
Las condiciones de trabajo dentro de los talleres de costura clandestinos, principal herencia de una industria textil desintegrada, delatan –además de las reglas del capitalismo– la vulnerabilidad de quienes migran buscando un futuro que se pueda dibujar. Sin embargo, sólo por cruzar una frontera la mayoría siente sobre la espalda el peso de la sospecha. En este tránsito, las mujeres luchan por sostener la vida cotidiana y los lazos familiares.
› Por Gimena Fuertes
Algunas hablan con la resaca de un miedo viejo. Otras entienden que lo mejor que pueden hacer es denunciar la situación de violencia, falta de pago, despidos y desamparo. En los talleres de costura, las mujeres en su mayoría trabajan en la cocina o de ayudantes, sólo algunas van a la máquina porque el trabajo es muy duro y no se resiste. Las ayudantes son las que trabajan más horas y tienen mayor cantidad de tareas a cargo. “Sufren más que el que está en la máquina. Les gritan, tienen que ordenar las prendas, separar, entregar a cada máquina los cortes, retirar, tienen que abastecer a 15 o 20 máquinas a la vez, les gritan de cada máquina. Por eso nos empezamos a organizar”, cuenta Olga, una costurera de 29 años.
Olga es una de las trabajadoras del microemprendimiento textil de La Alameda. Era de Sucre, vino a los 20 años y tiene marido y tres hijos, de 10, 9 y 3 años. “Nosotras trabajamos por cooperativa, todas ganamos igual, nadie gana más. En los clandestinos se trabaja por prenda: te entregan el corte y tienes que entregar la prenda armada, tú tienes que armarla toda. En cambio acá no, la misma prenda pasa por todas. Esto es trabajo en cadena, es mejor por cadena porque así avanzamos más, y tenemos todos la misma cantidad de trabajo”, explica. “Las casas donde están los talleres clandestinos son viejas, a algunas se les está cayendo la pared, les ponen cartón sobre paredes húmedas que se caen, muchas veces no tienen siquiera una ventana o un respiradero. Por habitación, si son solteros los acumulan hasta siete u ocho personas, en cuchetas o camarotes, y a las personas casadas les dan un cuarto para que duerman con sus hijos. Para trabajar, entran tantas personas como máquinas quepan. No tienen la instalación de luz bien hecha sino que están los cables por el piso, son enchufes, alargues, todo por el piso, sin nada de seguridad. Muchas veces viví en las casas donde hay talleres. Comida no dan, pagan lo que quieren”. Olga es escéptica sobre los intentos de rehabilitación de los talleres. “Ahora están queriendo habilitarlos como emprendimientos familiares, pero tienen escondidas las máquinas y las cuchetas. Cuando vaya la inspección van a encontrar sólo tres a cuatro máquinas y las van a habilitar con dos o tres trabajadores, pero cuando se vayan van a aparecer todas las máquinas. A dos trabajadores los van a blanquear, pero a la semana vuelven todos los costureros y se vuelve a la normalidad. Los que no tienen documentos siguen trabajando en el turno noche, desde las seis de la tarde a la seis de la mañana, de día trabajan los que tienen documentos, uno o dos. Se han avivado”.
Lola acaba de perder un hijo de 20 años a causa de la tuberculosis, una de las enfermedades más comunes de aquellos que sufren el hacinamiento y la falta de alimentación. Vino hace siete años ya. Llegó a la Argentina siguiendo a Fabiola, su hija, que en ese momento tenía 17 años. Es que un tallerista la trajo a Buenos Aires con promesas de un futuro. “Pasaban los meses, y como no llamaba, pensé que la podían estar esclavizando, o prostituyendo. Estaba arrepentida de haberla mandado y por eso he llegado aquí. Vine con el hermano del tallerista que trajo a mi hija”, recuerda Lola. Cuando se encontró con su Fabiola, Lola se enteró de la situación que estaban viviendo acá sus paisanos. A su hija no la dejaban salir, llamar ni enviar cartas. No era bueno que en Bolivia se enteraran cómo era trabajar en la Argentina. “Ni siquiera la dejaban ir a comprar la toalla higiénica que usamos cada mes las mujeres. La esposa del tallerista iba a comprarlas y les cobraba el triple del precio.”
“Te atemorizan... nos decían que como no teníamos documento la policía no nos iba a hacer caso. Me decían ‘Andá a la policía, sólo te van a arrestar a vos’. Lo que más me molestó con ese tallerista es que la hizo amanecer trabajando a mi hija. Nos fuimos peleando, discutiendo y nunca pagó nada. Sólo te dan vales de dos o cinco pesos. Cuando pedía salir no nos dejaban. Yo quería salir a comprar y la dueña me decía que ella era la que compraba. Le dije que ella había manejado a mi hija, pero que a mí ni me iba a manejar”, se enoja Lola.
Los talleristas llaman “vales” al poco dinero que les van entregando a los trabajadores en forma de adelanto, que se supone que luego se los descontarán del sueldo. Sueldo que nunca aparece.
“No tenía casa y estuve dando vueltas en piezas de alquiler. Regresé a un taller, de la avenida Alberdi, para que mis hijos tengan techo y comida, ¿qué voy a hacer? Le rogué al tallerista para que me deje tener a mis hijos adentro del taller aunque me pague menos. Tenía que cocinar para 25 personas, pero a causa del reumatismo mi hijo de 13 años me tenía que ayudar. Pero a los dos días me echaron porque el tallerista me dijo que estaba prohibido enfermarse. Allí se duerme, se come, no se sale. La mayoría es gente del campo. Como yo llevaba a mi hijo al colegio, tenía que entrar y salir, eso incomodó al tallerista y me dijo ‘mi gente no sale, te ven a vos y van a querer salir’”, recuerda.
A pesar de todo, ni Lola ni Fabiola quieren volverse: “En Bolivia el pobre es más pobre y el rico es más rico, entonces mi hija no se quería volver, se quería quedar acá. Ahora ya se casó, tiene tres hijos y trabaja con su esposo que tiene máquinas. El resto de mis hijos están acá”.
María advierte: “La mía es la historia más triste de todas”. Hace dos años que está viviendo en Buenos Aires. Llegó siguiendo a su esposo. “Allá le prometieron que era un trabajo bueno. Le decían que le iban a pagar 100 dólares por mes. Pero cuando podía llamar me decía que estaba sufriendo, que lo hacían trabajar todos los días sin domingo desde las siete hasta la una. La dueña del taller le pedía los 100 dólares que había gastado para hacerlo venir. No le pagaban. Una vez le dieron 50 pesos y no volvió más al trabajo. Había empezado a andar por la calle. Iba a pedir a las iglesias. Decidí venir a buscarlo con mi hijo menor, el resto se los dejé a mi suegra. Vendí la garrafa y llegué hasta Villazón (en la frontera boliviana con Argentina). Pero cuando tuve que empezar a manejar la plata argentina no entendía nada. Trabajé dos semanas cargando manzanas. A mi hijo de ocho años lo dejaba sentadito esperando. Lloraba porque no sabía a dónde ir ni dónde dormir. Había juntado 130 pesos ya. Además ya iba gastando porque compraba desayunitos para mi hijo. Yo iba sin comer. La señora que me contrató me vio y me dijo: ‘¿por qué no me contaste?’ y me regaló manzanas. Allá en Bolivia son muy caras las manzanas. Yo pensé ‘qué lindo que sea así la Argentina’. Una vez que pasé hasta Salta, una señora me hizo trabajar de vendedora de frutas con la promesa de que me iba a llevar a Buenos Aires. Estuve un mes, pero no me pagaba, me daba arroz y unas papitas pero no me alcanzaba para mí y para mi hijo. Me engañaba con que no había venta y por eso no me pagaba. Mi hijo iba donde las vecinas para pedir y lloraba. Se quería escapar para venir a buscar a su papá. “Cuando por fin llegué a Buenos Aires, a mi marido lo buscaba por todos lados, por la calle. Sabía que andaba por Liniers, cerca de los trenes. Con mi hijo dormíamos en la calle, o en el parque. Caminando y caminando lo encontré cerca de la estación, estaba sentado comiendo una naranja de una bolsa de basura. Mi hijo lo reconoció, su sueño era encontrar a su papá. Yo no creía que era él. Estaba sucio, con la cara quemada por el sol, pero mi hijo lo levantó y se abrazaron.”
María y su familia fueron a trabajar a un taller. “Yo entré de cocinera y él de ayudante. Había muchas rejas, como tres, hasta llegar al taller. Empezábamos a las siete de la mañana y salía a las diez, después de servir la cena, pero mi marido salía más tarde. No nos pagaban, pero yo le pedía 5 o 10 pesos para comprar cosas. Me dejaban salir acompañada de un familiar del dueño porque me decían que no podía ir sola porque la policía me iba a agarrar por la calle o me iban a quitar a mi hijo. Me molestaba porque nos decían que nos pagaban a un peso por pantalón, pero no nos pagaban. Trabajamos y trabajamos por tres meses, pero no nos pagaron. No conozco las marcas pero se venden en la calle Avellaneda. Cuando nos fuimos hice que me diera 40 pesos. Nos ponía excusas de que a él el fabricante no le paga o que estaban mal cosidos. Sin plata y sin pieza ni trabajo, nos fuimos a caminar por la calle. Ahora cuido a los hijos de las señoras que trabajan acá, en La Alameda, desde las 2 hasta las 8. Estoy bien, si queremos podemos comer acá o si no podemos retirar. Ya no quiero trabajar en otro lado”, asiente.
Fue recién después del incendio de Caballito cuando las autoridades les empezaron a creer a las costureras y las denuncias comenzaron a tener consecuencias concretas como el cierre de algunos talleres de los tantos que hay diseminados en la ciudad de Buenos Aires, sobre todo en los barrios de Bajo Flores, Floresta, Parque Avellaneda y Lugano. Pero esas clausuras vinieron acompañadas por amenazas de muerte. “Los talleristas nos tienen atemorizados. Nos dicen que nos van pegar, a matar, a hacer desaparecer a los hijos. Saben lo que hacemos, por donde caminamos. ‘Espérate, ya te vamos a agarrar’, nos dicen. Pero no nos vamos a callar, si estamos diciendo la verdad”, dice Lola.
Los talleristas suelen ser los mismos que alquilan las piezas a los costureros. Es por eso que además hubo muchos desalojos después de las denuncias. “Estamos en una piecita pero como salí en la tele y en los diarios la dueña quiere que la desocupe. Ya no salgo sola”, dice María.
Olga no teme dar a conocer su nombre y su cara. “Ya salí en todos lados –dice resignada–, el dueño de la pieza era tallerista y después de hacer las denuncias me echaron. Ahora no podemos caminar más por la calle, si me encuentran me van a matar. Fueron a buscarme donde vivía antes, pero no me encontraron.” Las denuncias sobre las amenazas ya están en la Fiscalía Federal Nº 14 en lo Correccional. Hay registradas ocho amenazas directas a costureros y otras tantas al centro comunitario.
La Unión de Trabajadores Costureros se constituyó como una organización sindical y de derechos humanos en noviembre de 2005. Los trabajadores comenzaron a juntarse los domingos a la tarde, el único rato que tenían libre. La UTC tiene entre sus reivindicaciones principales la agilización de los trámites de la residencia precaria, que permite trabajar en blanco con cuil mientras se realiza la permanente; derechos a abogados gratuitos para iniciar juicios laborales; seguro de desempleo; facilidades para viviendas dignas; confiscación de máquinas secuestradas, para que sean entregadas a los trabajadores para que armen cooperativas; respeto de la jornada de ocho horas; y salario por convenio que es de 1000 pesos como mínimo. También están trabajando en la identificación de los talleres clandestinos, cosa que no es muy difícil de llevar a cabo. “Te das cuenta por la basura que sacan, las mujeres que van a buscar a los chicos del colegio desesperadas por el tiempo, los retazos de tela en las veredas, la cantidad de pan que compran”.
Olga es una de las más activas de la UTC. Cuando se incendió el taller de Caballito, llegó a la puerta y vomitó todo lo que sabía ante los periodistas que le preguntaban azorados. “Cuando fue el incendio, todos los medios me preguntaban y dije lo que sentía, tenía la bronca contenida, se sabía que iba a pasar eso, las autoridades de Bolivia no hacen nada. Ese día entramos tres personas al taller. No nos dejaban, ya habían retirado a todos los trabajadores para que no hablaran. Vi que tenían miedo. Si la puerta hubiera estado abierta habrían podido escapar, uno de los chicos que murió tenía 15 años, podía salir fácilmente. La costumbre es encerrar a los chicos en las piezas para que no molesten, y por eso creemos que perdieron la vida.” El enojo de Olga no se suaviza: “No hicieron allanamientos a los fabricantes. Allanaron a talleres chicos, de 10 a 30 máquinas. Los dos tienen la culpa. Ni un fabricante calló. Cuando salió todo a la luz los fabricantes de marcas conocidas que hacían coser en estos talleres vinieron y se llevaron todo a medio hacer, retiraron sus mercaderías para tapar. Por eso pedimos que también allanen a los fabricantes”, argumenta. Las marcas que hasta ahora lograron identificar son Montagne, Lacar y Rusti. Al enojo, Olga suma la satisfacción de los triunfos de la lucha. “Muchas veces cuando nos presentamos como UTC logramos cobrar el sueldo de muchas personas. Y esta semana empezamos con la radicación precaria acá en el centro comunitario ¡y está lleno de personas! Queremos que se regularice todo, que los paisanos aprendan a trabajar bajo las leyes. No nos pueden traer como animales. Las cosas allá cuestan muy caras, pero acá estás peor que allá. En las provincias de Bolivia uno tiene su casa de adobe, pero tiene patio, tiene libertad para los chicos, comes tranquilo por más que la comida no sea buena. Acá no tenés derecho a nada, ni a que los chicos salgan, ni a poner una escoba en el patio, todo tiene que estar dentro de la pieza. No te dejan usar agua caliente, ni el horno, tienen todo asegurado con alambres o cadenas para que no se gaste nada de gas. En cinco minutos tienes que bañarte con agua caliente, si no sales el dueño está parado en la cocina al lado del calefón para apagarte el gas. La luz te la cobran por persona. Una pieza de 2 x 2 se paga 200 a 400, como un departamento. Con chicos te cobran mucho más caro.”
Olga recuerda su vida en Sucre. “A veces nos quisiéramos ir, pero los chicos ya están acostumbrados acá”, suspira con nostalgia. Lola finalizó el funeral de su hijo, que duró una semana, y ya volvió a trabajar. “Ya tengo mi vida acá”, dice serena.
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