Vie 21.04.2006
las12

MúSICA

De muiñeiras, polcas y pandeiras

Integrante de Xeito Novo, grupo pionero de música celta en América latina, Virginia Alvarez es violinista, compositora y arregladora. Entre la escritura de
muiñeiras, pandeiradas y polcas, esta música encuentra tiempo para formar orquestas infantiles y adolescentes en
escuelas municipales.

› Por Moira Soto

Sobre el escenario, bajo los focos, quizá tocando su propia Muiñeira de Villa Ortúzar, el largo pelo castaño –que ella manda cada tanto para atrás– parece a punto de enredarse con las cuerdas, con el arco de su violín. Pero no, eso no sucede nunca porque Virginia Alvarez maneja con mucha soltura ese instrumento desde los 15, cuando prácticamente le cayó del cielo un lindo violín que la sedujo para siempre. A partir de ese afortunado encuentro, Virginia pasó por el rock, la música medieval, la renacentista, ancló en la celta, se volvió compositora, investigadora, docente, se casó, tuvo dos hijas, todo sin dejar de ser violinista.

Hace poco más de dos décadas que Alvarez integra Xeito Novo, primer grupo de música folk celta de América latina, formado en 1984, que ha producido discos como Galimérica, Campustellae, Luz de invierno, el reciente Xanelas, distintos y evocadores reflejos de ese mundo celta de Galicia, Asturias, Gales, Irlanda, Escocia. Este conjunto lleva el mismo nombre que la Fundación que le dio origen, creada por un grupo de jóvenes de la colectividad gallega con la intención de preservar y revitalizar la cultura de sus mayores. Lejos de la morriña, como dicen en su declaración de principios, y sin dejar de reconocer la estrecha relación que la une a la Argentina, la gente de la Fundación lleva adelante un proyecto cultural que comprende charlas y debates en centros culturales, cursos de idioma gallego, de bailes, de cocina, la publicación en Internet de la revista A Grileira hecha por el departamento de Musicología y el Archivo Histórico. Y, por cierto, las galas regulares de los grupos de música folk celta y de bailes tradicionales. Además de la violinista y compositora Virginia Alvarez, integran la formación actual de Xeito Novo: Carolina Alberdi (piano, teclados y acordeón), Daniel Pazos (gaitas), Luis Lamas (batería y percusión), Marcelo Fernández (flauta traversa), Roberto Vence (guitarra, bajo y bandurria), Sebastián Fentanes (gaita y whistle) y Toni Ingiulla (guitarra).

“Mi papá, Ramón Severo Alvarez, era boxeador: hizo cerca de cien peleas y perdió solamente cuatro. Tuvo una carrera importante, pero nada que ver con la música”, sonríe Virginia Alvarez. “Y mi mamá estuvo más cerca del arte, dibujaba muy bien, en la secundaria llamó la atención de la profesora y entonces la mandaron a estudiar con Puig, un retratista destacado. Pero un día mi abuelo –el capitalista de la familia– la acompañó al estudio, vio al maestro pintando un desnudo y se la llevó de un brazo: mi mamá nunca más volvió a dibujar. Ella estudió abogacía tres años, después dejó y se casó. Al único referente musical que tengo en la familia lo traté muy poco, no fue una influencia directa: mi tío abuelo Teófilo Alvarez, compositor de temas de tango.”

¿Cuándo se manifiestan tus tendencias musicales?

–En la escuela primaria me destacaba, tenía mucha facilidad para la música. Iba al colegio municipal del Pilar. Vivía frente al cementerio porque mi abuelo era maestro mayor de obras y diseñaba bóvedas, tenía su oficina en el mismo edificio donde estaba mi casa. En el colegio tuve profesores de música medianamente buenos, cantábamos, tocábamos el famoso tonete, me mandaban de solista al coro. Cuando era chica, instrumento que llegaba a mis manos, incluso de juguete, me servía para sacar melodías. Mucho oído tenía. Hasta que un buen día a mi padre alguien le ofrece unos instrumentos que estaba por vender: una batería, un violín. Mi hermano Sergio, que estuvo más tarde en Xeito Novo hasta que se estableció en España, también tenía mucha inclinación musical, ya tocábamos teclados. Me encantó la idea del violín, y Sergio quiso la batería. Mi papá hizo la compra con mucho esfuerzo, pero valió la pena. Yo tenía 15 años, mi mamá prefería que siguiera una carrera como medicina, que me gustaba. De modo que tuve que esconder el violín hasta la fecha de mi cumpleaños, y ese día lo saqué: era un regalo y nadie me iba a impedir que lo tocara. Todavía tengo ese violín, es una muy buena imitación de los Amati hecha en la Argentina en 1940. Pero ahora me acabo de comprar un violín eléctrico que fabrica un músico, el Gato Urbansky, que se asoció con un ebanista. Tiene cinco cuerdas y es violín y viola a la vez. El sonido es maravilloso, estoy desde ayer tocando todo el tiempo. Las cuerdas son de tripa entorchada como los tradicionales, pero no tiene la caja de resonancia habitual, aunque sí un tipo de amplificación que logra igualar esa sonoridad.

¿Qué música te gustaba en la adolescencia?

–El rock sinfónico, Jethro Tull, King Crimson... Con mi hermano íbamos mucho al Parque Rivadavia y al Centenario a cambiar vinilos, a conseguir discos importados. Escuchaba poco rock nacional, aunque había cosas buenísimas. Y años después, paradójicamente, me casé con Rodolfo García, que fuera baterista de Almendra.

¿Encontraste el instrumento de tu vida en aquel violín que te llegó por azar?

–Sí, totalmente. El flechazo fue inmediato. Siempre supe que era él y no otro instrumento, lo sentí como propio desde el vamos. A los tres meses de tenerlo, ya estaba tocando en un grupo de rock que habíamos armado con mi hermano y unos compañeros de colegio de él. Lo llamamos Ixión, como el héroe mitológico que terminó atado a una rueda encendida, girando eternamente. Primero estudié violín en un conservatorio privado, seguí en forma particular con diferentes profesores que me gustaban, pero no tengo título oficial de violinista, no me interesó. El último año del secundario me inscribí en la Facultad de Música de la UCA, la única en su género en ese momento, porque quería hacer algo de composición, también estudié dirección coral. Como a mi abuelo no le gustó mi elección, tuve que trabajar para pagar los estudios. Cuando estaba terminando esas dos carreras, tomé clases de dirección orquestal –que me interesaba para trabajar con chicos– en Brasil, dos seminarios con Lutero Rodrigues.

¿En tu familia se cultivaba la tradición gallega?

–Soy nieta de tres abuelos gallegos, pero mis padres estaban muy asimilados. Yo me empecé a interesar por la cultura gallega a partir de Xeito Novo, ahí entendí por qué me atraía tanto cierto tipo de música de raíces folklóricas. También fue obra del azar la manera de acercarme: la facultad quedaba en ese entonces en San Telmo, y este grupo ensayaba en la Federación de Sociedades Gallegas, en Chacabuco al 900. Un día iba a tomar el colectivo, el violín al hombro, y uno de los integrantes de la compañía de baile me preguntó: “¿Te interesaría tocar el violín en un grupo de música celta?” Le dije que sí, me dio un casete de Milladoiro que me encantó. Pero acá había que empezar de cero, necesitaban a alguien que armara el conjunto. Cuando supieron que yo estudiaba composición y que podía ocuparme de los arreglos, me hice cargo de la propuesta, busqué al resto de los integrantes, todos éramos de veintipocos.

¿Cómo te sentías siendo la única chica del conjunto?

–Una privilegiada, sí. Pero como mi carácter es fuerte, mandoneaba bastante al grupo. Por hacer los arreglos, era un poco la autoridad musical, junto con Carlos Fernández que era el que organizaba todo desde la cultura y el pensamiento gallegos. No era común que hubiera mujeres en los ’80 en este tipo de formaciones.

¿Qué te pasó con la música gallega al interpretarla, al escribirla?

–Ahí entendí por qué escuchaba a grupos como Jethro Tull. Después de la primera etapa de covers gallegos, me dediqué de lleno a investigar, me apoderé de cuanto libro, folleto, recopilación del cancionero gallego pude encontrar. Analicé cada una de las partituras, de las canciones, incluso algunas muy antiguas del folklore gallego. Después, paso directamente a la composición propia, flagrante. La verdad es que cuando estaba con la banda de rock, a los 15, ya había escrito algunos temas. Después, lo hice metódicamente al estudiar composición. De los quehaceres musicales es quizás el que más me interesa.

¿De dónde sale la música?

–Es algo imposible de explicar. Tuve una profesora, Marta Lambertini, excelente compositora de obras clásicas y contemporáneas. Ella decía que la música la tenía en la cabeza y que la escribía para que otros pudieran escucharla. Te diría que me pasa algo similar: la música suena en mi cabeza y quiero escribirla para que suene en otros lados. Pero aparte de componer y de la docencia, hago mucho trabajo de arreglos: trabajé en los dos últimos discos de Alfredo Casero. Y en una época cultivé música medieval y renacentista, pero se trata de géneros en los que invertís mucho tiempo y energía y que tienen muy poca difusión.

¿También era una rareza que una mujer estudiara composición en los ‘80?

–Sí, éramos muy pocas en la facultad, la mayoría iba a dirección coral, a musicología. Pero ahora están surgiendo muchas compositoras en el campo de la música popular. Creo que las mujeres tienen mucho que aportar a la música, aunque en lo puramente instrumental es difícil reconocer rasgos femeninos o masculinos. Me parece que se nota más la marca del género en las letras. Pero las mujeres se siguen sumando: en el Ateneo vamos a tener a Pamela Schweblin, que tiene un trío, tocando gaita irlandesa.

¿Cuáles son tus temas propios favoritos?

–Camino de vuelta, en el último disco. También Pandeirada de San Telmo. Muiñeira de Villa Ortúzar, que es donde vivo. Y no puedo dejar de nombrar las piezas dedicadas a mis hijas: la Polca para Juliana y la Muiñeira de Mora.

¿Cómo es el tema de las escuelas de música municipales?

–Son como pequeños conservatorios para chicos de entre 5 y 15 años. Luego de una iniciación musical, a los 8, los chicos pueden elegir un instrumento. Yo me especializo en armar formaciones instrumentales de chicos. También compongo: es un desafío hacer una pieza que tenga buena sonoridad y sorprenda a los chicos que todavía manejan pocas notas. Se trata de formaciones atípicas para las que tengo que adaptar obras o escribir especialmente. Y los chicos van a tocar a diversos lados, incluso al Colón, como el año pasado. Se anotan igual cantidad de chicos que de chicas, y el rendimiento es parejo.

Xeito Novo se presenta el próximo 24 de abril en ND Ateneo, a las 22.45 y en el Teatro Roma de Avellaneda el sábado 13 de mayo a las 21.

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