REINAS
Todavía en plena posguerra irrumpieron ellas, vendiendo salud y vitalidad pese a las carencias de la época: Silvana Mangano, Sofía Loren, Claudia Cardinale, Silvana Pampanini, Gina Lollobrigida hicieron estallar las pantallas a fines de
los años ’40 y durante los ’50, cuando la palabra anorexia todavía no figuraba en el vocabulario cotidiano.
› Por Moira Soto
“Mío es el cielo, mía es la tierra.
Soy una guerrera, eso soy.
¿Hay algún dios que pueda compararse conmigo?
Los dioses son gorriones, yo soy un halcón.
Los dioses van dando tumbos.
Yo soy una soberbia vaca salvaje.”
Este Canto de Inanna, divinidad sumeria, citado por Néstor Tirri en su ensayo de reciente aparición, Habíamos amado tanto a Cinecittà (ed. Paidós), en un apéndice del capítulo dedicado a Federico Fellini, remite sobre todo a Silvia, “la misteriosa valkiria nocturna, corporizada en Anita Ekberg (de las deidades fellinianas, la vaca salvaje por excelencia), que atraviesa las aguas de la Fontana de Trevi”, como anota el periodista y escritor. “Un embelesado Marcelo Matroianni le susurraba: Ma... ¿chi sei? Tu sei la luna, sei la terra, mia moglie, mia madre...”
Empero, antes de la sueca Ekberg (en La dolce vita, claro, de 1960), otras estrellas surgidas en el cine italiano de la posguerra, a menudo después de participar en concursos de belleza, habrían merecido, cuando aún lucían bravías y agrestes, esos versos de la diosa sumeria: Silvana Mangano, Sofía (después Sophia) Loren, Claudia Cardinale, en menor escala Marisa Allasio, Silvana Pampanini, Gina Lollobrigida... Es decir, las llamadas maggiorate de fines de los años ’40 y de la década de los ’50 que desbordaron las pantallas cinematográficas con su exuberancia natural (todavía no se incrustaban sachets de siliconas) cuando el austero neorrealismo empezó a desdibujarse al llegar la Democracia Cristiana al poder.
Como señala el realizador Ettore Scola en el prólogo de Habíamos amado tanto... (título que, salta a la vista, cita su exitoso film Nos habíamos amado tanto), los estudios romanos de Cinecittà fueron inaugurados por el propio Mussolini, “quien, como todos los grandes dictadores, no tardó en comprender la importancia del cine”. Se estaba filmando Escipión el africano y el Duce arengó a la multitud congregada, en verdad extras vestidos de legionarios romanos, a los que trató “como si fuese un césar de la Antigua Roma”. En aquel entonces comenzó el cine de los teléfonos blancos, con su propio star system que incluía a Amedeo Nazzarim, Clara Calamar, Alida Valli... Pero llegó la guerra, Roma fue bombardeada y Cinecittà se convirtió en una suerte de campamento ocupado por gente sin techo. De todos modos, ya antes de 1954, Luchino Visconti había filmado Obsesión (1942), versión libre de El cartero llama dos veces, de James Cain, con influencias del realismo negro francés, desoyendo las normas fascistas.
En la inmediata posguerra, según recuerda Scola, no había dinero, no había cámaras, no había película virgen, no había estudios... Ahí fue que algunos audaces decidieron usar celuloide vencido y salir a filmar a la calle, sin maquillaje, con iluminación naturalista. Así nació el neorrealismo, se hicieron películas –entre otras– como Roma, ciudad abierta (1945), de Roberto Rossellini; Ladrones de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica. Lentamente, después de su reapertura en 1947, Cinecittà fue recuperando su vitalidad y renovando su esplendor, convirtiéndose con el tiempo “en casa propia para muchos, como le ocurrió a Fellini, un cineasta que necesitaba los estudios para crear sus propias atmósferas, para reinventarlo todo”. Porque aunque el inolvidable encuentro entre Mastroianni y Ekberg se rodó en la propia Fontana di Trevi, el director de La Dolce Vita la hizo reproducir en Cinecittà para algunas retomas...
Actualmente, esos estudios romanos donde se hizo tanto cine italiano de muy diversa calidad están ocupados por la televisión. Scola memora que él mismo filmó allí Pasión de amor, La Terraza, La familia y, la más cercana en el tiempo, La cena (estrenada en la Argentina y luego pasada reiteradamente por la señal de cable Europa Europa).
Arquetipos familiares, maternales
“Aunque Cinecittà nunca alcanzó el desarrollo industrial de Hollywood, el cine hecho en esos estudios generó entre nosotros una gran adhesión afectiva, mucha identificación”, comenta Néstor Tirri a Las 12. “Sus películas ofrecían una serie de arquetipo que le resultaban familiares al público argentino. Uno podía tener, si quería, fantasías con Liz Taylor o Grace Kelly, pero eran seres estatuarios, demasiado perfectos. Y ni hablemos de estrellas anteriores, como Greta Garbo o Marlene Dietrich, que producían mucha fascinación, es verdad, pero fuera de la escala humana.”
En cambio, esas maggiorate hiperdesarrolladas –Mangano, Loren, Cardinale, Rossana, Podestá– con sus orgullosas turgencias y sus cinturitas de avispa tenían algo de las chicas Divito de los ’50. Néstor Tirri parece todavía impresionado por Gina, la Lolló, “una presencia fresca, erótica, insinuante, simpática en sus primeras películas. Después se fue puliendo como actriz hasta rendir una excelente interpretación en La provinciana. Creo que esas figuras femeninas abundantes provocaban alguna asociación con lo maternal, que los varones de esa época buscaban un pecho materno, mullido, voluptuoso, tan alejado del modelo anoréxico de hoy en día. Los cuerpos de aquellas señoras maravillosas no sólo se diferenciaban de los actuales por lo carnosos y llenos de ondulaciones, sino también por estar menos trabajados por la gimnasia. No por azar, en una película italiana reciente, El último beso, se ve a Giovanna Mezzogiorno al final haciendo aerobismo. Hace un tiempo, esta actriz compitió con Margherita Buy por la Copa Volpi, en el Festival de Venecia. Ambas representan dos modelos actuales del cine italiano. Otra actriz de ese país que se está perfilando muy bien es Sandra Ciccarelli, a quien ya vimos en El mejor día de nuestras vidas y que ahora llega en La vida que sueño, donde interpreta a un personaje doble. Es muy bella y buena actriz, pero como diría Mario Monicelli, podría ser suiza, podría ser francesa... Sin duda, esto también tiene que ver con la globalización, se están perdiendo cada vez más los rasgos locales”.
De la despampanante Sophia Loren, quien según Terenci Moix “llevó el maggioretismo al extremo”, dice Tirri que supo reunir tres condiciones ideales para asegurar su estrellato por largo tiempo: “Ese físico fuera de serie, un talento cierto como actriz y el haber pescado tan tempranamente a un productor como Carlo Ponti. Así, después de la vital pizzaiola de El oro de Nápoles, Ponti produce para Vittorio De Sica Dos mujeres, en 1961, y apuesta a que Sophia, de apenas 26, interprete a la madre de la adolescente en esta tragedia sobre la guerra, y funciona muy bien. Con el tiempo y la influencia de Hollywood, Sophia se puso muy sofisticada. Cuando la conocí, hace quince años, todavía muy hermosa sin duda, sentí que era una dama a la que había que rendirle honores. Encantadora, pero ya lejos de la protagonista de Ayer, hoy y mañana, que vi en mi adolescencia, una imagen que aún me acompaña, como la de la espléndida Claudia Cardinale en 8 1/2, de Fellini, que he vuelto a ver una y otra vez. En ese film también aparecen mujeres muy distintas, Anouk Aimée y Sandra Milo, que junto con Claudia representan la casa, la amante y la inalcanzable”.
Además de capítulos consagrados a Vittorio De Sica, Luchino Visconti, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, la commedia all’italiana, Ettore Scola, Nanni Moretti, Néstor Tirri se explaya en Habíamos amado tanto a Cinecittà sobre Arroz amargo (1948), la película que lanzó –medias negras largas hasta la mitad del muslo, short brevísimo, suéter oscuro ceñido, las pantorrillas en el agua fangosa del arrozal– a Silvana Mangano. Una actriz que años más tarde, después de un paréntesis, renacería como paradigma de alta burguesía de la mano de Pasolini y de Visconti, pero que en este film de Giuseppe De Santis encarna a una obrera. Al respecto escribe Néstor Tirri: “Arroz amargo desliza rasgos anticipatorios: la erotización del trabajo físico que entabla un puente con la exaltación del cuerpo, en un marco escenográfico casi permanentemente abierto a la naturaleza”.
Salvo el caso de la genial Anna Magnani, que hizo una carrera paralela en el teatro (y que no entra para nada en la categoría de maggiorata), estas estrellas no habían pasado por ninguna academia de arte dramático. Según Tirri, “se impusieron en primera instancia por estos dones de la naturaleza que vaya uno a saber por qué en las últimas décadas no se prodigan, o en todo caso aparece alguna imitación que no está a la altura, como una Maria Grazia Cucinotta, llena de curvas pero a años luz de la poderosa seducción de aquellos minones... Recuerdo que en Italia, cuando les comenté a unos amigos documentalistas que la había conocido, me respondieron desdeñosamente: questa è diventata una stufa”.
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