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Kimonos originales de mujer pero también de hombre, prendas con historias que se remontan a la presencia argentina en la guerra rusojaponesa (!), aterradores zapatos flor de loto y mil hallazgos más se exhiben en este momento en el Museo del Traje. La misma maravillosa casona, dicho sea de paso, también alberga una colección permanente a la que siempre es bueno volver para olvidar agobios, encontrar inspiraciones y reconciliarse con la moda.
› Por Felisa Pinto
En 1972 se inauguró el Museo Nacional de la Historia del Traje, en Chile al 800, en una antigua casona que supo ser de los Anasagasti hacia 1874, cuando la clase alta argentina habitaba el barrio sur, antes de mudarse al norte corrida por la peste. Casi un siglo después, y desde los ‘70, funciona allí el museo que se creó como un brazo más de la historia porteña que se ocupa de usos y costumbres. Lo visitan y consultan en sus afanes y búsquedas las adoratrices de la ropa, que existen desde antes de las “víctimas de la moda”, con idéntico ahínco. Es que allí se alojan piezas del vestuario civil urbano, femenino, masculino e infantil, procedentes de diferentes donaciones. Pero también ropajes exóticos que llegaron alguna vez de Europa, Asia y Africa, traídos por el capricho o la excentricidad de alguna viajera suntuosa. Basta como ejemplo la muestra actual de vestimentas de China y Japón, que se exhibe en tres salas del museo dirigido por un equipo de adoratrices confesas como su directora, Susana Speroni, Bárbara Brizzi, jefa de museología y museografía, y Rosita Iglesias como coordinadora del equipo. Todas ellas convencidas de preservar y custodiar un patrimonio único en el país, resultado de un riguroso trabajo de búsqueda e investigación que ha logrado reunir una colección de trajes y accesorios compuesta por más de 7 mil piezas, que reflejan a creadores, costureros, artesanos e industrias. Y mostrar la vinculación de la moda con los diferentes procesos sociales y económicos, mediante un nutrido programa de trabajo en su labor de preservación y conservación, fuente de asesoramiento y actividades docentes y de extensión cultural.
Para Susana Speroni, las prendas que se ven en la muestra Tesoros del Imperio surgen de las donaciones de las que compraron y usaron, en el colmo del arrobamiento por la ropa exótica, victimizadas tal vez por el auge en París de la indumentaria china y japonesa en los años de entreguerras y empezando por Poiret con sus kimonos estilizados. Y los auténticos, que junto a la influencia de lo oriental resucitaron las babuchas, los turbantes y las túnicas tomados de los ballets rusos que perturbaron a todos los modistos desde principio de siglo XX, hacia los años 10, y cuya devoción por la forma magistral del kimono no se apagó nunca hasta nuestros días. Entre los ejemplares que se ven en la muestra, Susana Speroni se entusiasma mostrando un ejemplar de la época de la guerra en las trincheras rusojaponesas y que habría pertenecido al general argentino Fotheringham, en 1904. En ese ejemplar masculino, se descubren curiosas estampas de temas bélicos como acorazados, por ejemplo, también visto en un kimonito de adolescente soldado. Más cercanos al gusto y la tendencia que llevaron a sus primigenias dueñas a comprar ropa japonesa son los kimonos recamados de hilos de oro y bordados y otros pintados sobre seda natural que coexisten en la muestra junto a chaquetas chinas y un traje de mandarín, que se exhibe con autoridad. Algo impresionante por lo extremo y despiadado es un par de zapatitos “flor de loto”, mínimos, que ilustran sobre el cruel sacrificio de los vendajes en los pies para achicarlos hasta casi mutilarlos. En total, unas tres salas, que exhiben piezas probablemente compradas entre el final del siglo XIX y el principio del XX. Y que seguramente fueron relegados por sus dueñas una vez que se les pasó la coqueluche por el toque oriental en su guardarropa. En su mayoría, se trata de kimonos femeninos y masculinos, pero también hay imponentes capas y un curioso y envidiable ejemplar confeccionado como abrigo como una suerte de edredón, con gran maestría. Y uno con influencias de Madame Butterfly, de seda rosada, con flores pintadas a mano y con gran obi (moñofaja que aprieta la cintura), donado por la Asociación SODO Kimono Gakin, que agrupa a estudiosos de la prenda, todavía hoy favorita de todos los costureros en el mundo.
Donde mejor se palpa el esfuerzo y la devoción por la ropa es en el área del museo destinada a preservar, reeditar y guardar. Una especie de archivo, placard metálico que se desliza sobre rieles encierra los miles de vestidos procedentes de generosas donaciones, y están rigurosamente vigilados. En ese lugar de trabajo se percibe el fervor de las artesanas y costureras que realizan réplicas por encargo para algún acontecimiento que necesite ropa original para ilustrar épocas puntuales. Como el museo por razones de seguridad no puede prestar, se envían réplicas muy logradas de prendas desde el siglo XVIII hasta el XX. Para todo eso, cuenta con la destreza de Cristina Quiroga y Sabrina Mazzalupo en moldería y restauración.
El trabajo nace en la Biblioteca del museo, especializada en la historia del traje, en sus costados técnicos y sociales, a través de 250 volúmenes, catálogos y revistas desde el siglo XIX a nuestros días. Y unas 30 carpetas temáticas como material de reserva y consultas, restringidas a estudiosos e investigadores. Unos 2500 retratos y fotos son documentos igualmente válidos desde 1855 a 1950, clasificados y catalogados cronológicamente. Una videoteca que refleja a modistos y su obra en videos, cortos y largometrajes, se ofrece como documentos con fines didácticos y se puede consultar cita previa mediante. Entre las actividades aranceladas existen cursos y talleres, además de crónicas de viajes del pasado, y actividades docentes.
Algo impresionante por lo extremo y despiadado es un par de zapatitos “flor de loto”, mínimos, que ilustran sobre el cruel sacrificio de los vendajes en los pies para achicarlos hasta casi mutilarlos.
En cuanto a los originales de prendas de todo tiempo y laya que se exhiben en forma permanente y cuentan la historia del traje, se los aprecia en maniquíes vestidos y paneles didácticos y bien documentados, o también se puede espiar dentro de los infranqueables armarios metálicos, adonde se descubren donaciones de emblemas de la costura argentina. Entre el recorrido por las décadas del siglo XX que se puede hacer hoy con ropa de etiquetas internacionales, básicamente francesa, se advierten piezas de Paquin, gloriosa y poco difundida etiqueta, que de alguna manera tuvo su referencia porteña al ser poco frecuente y prestigiosa entre la clase alta argentina de comienzos del siglo XX. Hay un abanico de 1905, un trajecito de chico en tonos sombríos que se definen como de “luto aliviado” y otro de mujer, de los años ’30, en crêpe marrocain y raso de seda natural negro que ilustra a las claras sobre la excelencia de corte y confección que practicaba la casa Paquin de París. Y es desde entonces un referente de alguna manera argentino, ya que en los años ’40, el coleccionista y mecenas Ignacio Pirovano, gran conocedor de la moda, el arte y la elegancia porteña, abrió una boutique de Paquin sobre la calle Florida, anticipándose a las licencias que se sucedieron mucho después en nuestra ciudad. Entre los ejemplares celosamente guardados de etiquetas argentinas, se descubren algunos inéditos vestidos de Vanina de War, figura de la moda local tan ignota como venerada por quienes conocieron su arte. Vanina había abierto su primera boutique en 1938, en París, y luego, corrida por la guerra, recaló en Buenos Aires, y abrió su tienda en el Barrio Norte, plena calle Arenales al 1300. Allí se pudo apreciar su estilo inconfundible y su devoción al negro absoluto, pero también admirar sus mezclas irreverentes de tejido con encajes, introduciendo el tricot en la ropa de noche, detalles que le valieron la devoción de las víctimas de la moda de entonces. Precisamente en el placard de los tesoros reservados a estudiosos se pueden analizar algunos vestidos negros de cóctel de Vanina y uno muy curioso de crêpe de seda amarillo cortado en forma de djellaba árabe, y gran escote bordeado de perlas amarillas. Con el mismo celo, en el mismo lugar del museo se advierte un magnífico y suntuoso traje de soirée negro de Jacques Dorian de los años ’50, con mangas campana, moños de raso y bordados con perlas lágrima, sin privarse de nada, como era su costumbre en los ’50 y ’60. También se descubre su saco personal de terciopelo negro con pasamanería y corte Chanel, que algunas veces usaba para veladas del Colón.
Más actuales y fechadas no hace tanto tiempo son las donaciones de Gino Bogani, Rosina, los hermanos de la Cruz y Mary Tapia, entre otros.
La más reciente proviene de vestidos de Rosa Bailon, Madame FrouFrou, que se vieron el año pasado en el homenaje que realizó Malba Moda y que ilustran los años ’60/’70 en la Galería del Este, legendaria y frecuentada cita entre los militantes del Di Tella.
Casi de la misma época parecen los sombreros creados actualmente por alumnos de algunas escuelas que visitan el museo, y que se exhiben en estos días en el patio de entrada. Se puede ver la imaginación y la versatilidad espontáneas, de algún quizá futuro diseñador, colocados sobre cabezas de maniquíes que bien podrían ser componentes de una instalación. “Los exhibimos para incentivar el gusto por la creación espontánea y desarrollar, quizás, su gusto por la moda, luego de que nos visitan”, se ufana orgullosa Susana Speroni.
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