RESISTENCIAS
El imaginario acotado de la sociedad tal como la conocemos no permite pensar en cuerpos diferentes, diversos, incluso deformes si se quiere pero propios. Hay que cortarlos, reformarlos, adecuarlos. Hay que tranquilizar al resto, no vaya a ser que la diversidad ponga en cuestión la propia identidad. ¿Hay alguien que padece? No importa, lo fundamental es que cuadre.
› Por Mauro Cabral*
Vivimos en una realidad de certezas que se desmoronan a cada instante. Y, sin embargo, algunas permanecen. Entre estas últimas está aquella que indica que la mutilación genital femenina tiene lugar muy lejos, en otros países, en otras culturas. La historia de reasignación sexual que conmovió a los medios argentinos la semana pasada constituye una prueba irrefutable de lo contrario: en todo el mundo occidental, incluyendo los hospitales públicos de la Argentina, se realizan clitoridectomías.
Recapitulemos. Un niño nace en Córdoba. Algún tiempo después se descubre que ha sido erróneamente asignado al género masculino. Sus genitales tienen una apariencia masculina, pero en el interior de su cuerpo se encuentran indudables rasgos femeninos. Puesto que la asignación de sexo en el momento de nacer se produce, por lo general, a partir de aquello que aparece a la vista –básicamente, presencia o ausencia de pene–, es comprensible que el tamaño del apéndice entre sus piernas confundiera a los médicos en un primer momento. Lo que no es comprensible es lo que ocurrió después. Decidida la reasignación al género femenino, se procede a “corregir” quirúrgicamente la “ambigüedad” genital, proporcionando por fin a la niña en cuestión un cuerpo “concordante” con su identidad. Más aún, se anuncia un futuro de intervenciones vaginales “normalizadoras” –destinadas explícitamente a “normalizar” su capacidad para ser penetrada a través de un proceso de dilataciones vaginales periódicas–.
La construcción narrativa de la noticia indudablemente contribuyó a volver no solo inteligible, sino también moralmente justificable aquello que no puede ser sino un acto bienintencionado pero brutal de mutilación genital femenina. Una y otra vez aquello que “sobraba”, aquello que impedía la “concordancia”, aquello que ponía en peligro la identidad fue descrito como un rasgo claramente masculino –aunque, también, claramente fallado–. Este relato volvió imposibles al menos otros dos: aquel capaz hablar de un clítoris más grande de lo habitual, uno de esos clítoris que desde el comienzo de los tiempos han desvelado a Occidente en su capacidad de ser confundidos con penes; aquel capaz de hablar de algo carnal, en el cuerpo de un ser humano, aún innominado, aún un misterio por resolverse, pero absolutamente digno de respeto y cuidado. Pene, clítoris, lo que fuese: ahora carne mutilada.
¿Qué es lo que esta y otras futuras intervenciones esperan lograr? Sencillamente, dotar a la niña en cuestión de un cuerpo sin disonancias, capaz de sostener, a su vez, una identidad femenina sin fisuras. Más allá de las posibles críticas políticas a este empeño, es necesario considerarlo al nivel de sus consecuencias concretas. Hay una experiencia del cuerpo sexuado que a esta niña ya no le será posible. No podrá decidir si conservar la forma de su cuerpo o cambiarlo: otros tomaron esa decisión por ella. Lleva inscripto en el cuerpo el precio a pagar por el reconocimiento y el amor de los demás. Sabe ahora, o sabrá después, que algunos y algunas debemos perder partes de nuestros cuerpos para ser alguien. Y todo para asegurar una identidad que es, para todos y todas, una posibilidad siempre abierta.
Para quienes hemos atravesado experiencias similares el horror no reside solamente en la intervención “normalizadora” como acontecimiento; el horror es también, y decisivamente, el de la anuencia cultural que lo rodea. Las intervenciones quirúrgicas destinadas a “corregir” las ambigüedades genitales en la infancia han sido pública e internacionalmente condenadas como formas de mutilación genital. Entre sus consecuencias se cuentan no solamente el trauma emocional y la insensibilidad genital, sino también la experiencia persistente de una violación repetida. Sin embargo, continúan siendo justificadas como modos culturalmente legítimos de lidiar con lo monstruoso, y domesticarlo. Y continúan siendo desconocidas, cuando no negadas, aun por quienes se oponen férreamente a toda forma de violencia corporal contra las mujeres. Y es que, según se repite, para sufrir una clitoridectomía es necesario, primero, ser mujer.
Lo que esta afirmación de indudable sentido común desconoce es aquello que esta historia de reasignación sexual ha puesto en evidencia: en éste, como en otros casos, la intervención quirúrgica es el medio a través del cual una niña deviene mujer. O, mejor dicho, deviene mujer en los términos de la tradición patriarcal, misógina y heterosexista: agradable a la vista y al tacto, penetrable, el placer, refrenado, adormecido. O mutilado.
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