Vie 08.09.2006
las12

MIGRANTES

Mujeres en busca de futuro

› Por Luciana Peker

“Su vida estaba decidida: Kakenya se casaría, tendría hijos, cuidaría vacas, cultivaría la tierra. En esos días ni siquiera sabía que existían otras vidas posibles”, cuenta Martín Caparrós sobre Kakenya Ntaiya, que nació en 1978, en Enoosaen, una aldea massai del sur de Kenya en Jóvenes en movimiento, una serie de historias de vida sobre la vida de jóvenes migrantes editado por el Fondo de Población de Naciones Unidas y presentado el miércoles 6 de septiembre, en Buenos Aires, con el informe Hacia la esperanza: las mujeres y la migración internacional.

Kakenya contó allí, en ese libro, otra vida, no la que le eligieron, sino la que eligió. “Cuando era una niña de diez años, Kakenya no tenía tiempo para pensar en el futuro. Sus días eran interminables: en cuanto salía de la escuela tenía que ordeñar las vacas, pastorearlas, traer agua del río, buscar leña, cocinar, limpiar la casa, cuidar a sus hermanas. Y estaba demasiado preocupada por la comida de esa noche para pensar en nada más lejano: el futuro, dirá mucho después, es un lujo que sólo las sociedades ricas pueden permitirse”, cuenta Caparrós que le contó Kakenya.

El futuro. Un futuro. Ese es el bien por el que la Argentina se convirtió en puerto de sueños. Y esa es la meca, el anzuelo, la ilusión por la que siguen llegando mujeres de Perú, Bolivia, Paraguay o Ucrania, mientras que otras mujeres argentinas se vuelven también migrantes en busca de un futuro en otros tiempos geográficos.

Aunque hay una diferencia: ahora, llegan y van cada vez más mujeres. Sin familia o con sus familias lejos. Más mujeres solas. Actualmente, las mujeres constituyen casi la mitad (el 49,6 por ciento) de todos los migrantes internacionales a escala mundial: 95 millones. Una de las consecuencias de este nuevo fenómeno es que se está haciendo notar ese trabajo que las mujeres hacen –y parece invisible– hasta que lo dejan de hacer. “A diferencia de lo que pasaba cuando migraban los varones solos, ahora se ha complejizado lo que sucede en los hogares que quedan cuando una jefa de hogar migra por lo que sucede con los abuelos y los jóvenes de la casa”, explica Gustavo Poch, de Naciones Unidas. El desamparo de las familias en los países expulsores de mujeres es uno de los motivos por el que el organismo internacional puso, este año, la luz ahí: en ese mundo que se abre cuando una mujer abre la puerta.

“Actualmente, las mujeres constituyen casi la mitad del total mundial de migrantes internacionales. No obstante, y pese a sus contribuciones a la economía mundial, el cuidado de los enfermos, los ancianos y los discapacitados y a sus familias en el lugar de origen y en el país de destino sólo recientemente la comunidad internacional ha comenzado a percatarse del potencial, en gran medida desaprovechado, de las mujeres migrantes”, señala Safiye Çagar, directora de la División de Información del Fondo de Población de Naciones Unidas.

En Argentina, también, las migrantes hacen ese trabajo que no se hace sólo aunque nadie valore que son ellas, las migrantes, las que mayoritariamente lo llevan adelante.

El trabajo de las mujeres es invisible. Pero sus ganancias no. Y su nivel de sacrificio y fidelidad a sus familias tampoco. “Aun cuando las sumas de las remesas –los fondos enviados por los migrantes a sus países de origen– que envían las mujeres tienden a ser inferiores a los totales que envían los hombres, los estudios ponen de manifiesto que las mujeres envían una mayor proporción de sus menores ingresos a las familias que quedaron en el país de origen. Por ejemplo, las mujeres oriundas de Bangladesh que trabajan en Medio Oriente enviaron, en promedio, el 72 por ciento de sus ingresos.”

Muchas mujeres viajan en busca de una vida mejor para sus hijos, aunque ellas tengan que vivir lejos de sus hijos. Pero una de las consecuencias de este fenómeno es que, en Estados Unidos, hoy existe una camada de adolescentes que llegan desde Centroamérica, después de emprender una arriesgada aventura –en el llamado “tren de la muerte”– con tal de traspasar la frontera para volver a ver a sus madres, las mujeres que pagan su crianza a distancia, pero que ellos anhelan volver a ver. “Cuando Enrique tiene cinco años su madre, Lourdes, se marcha de Honduras para trabajar en Estados Unidos. Eso le permite mandar dinero a Enrique para que pueda comer mejor y asistir a la escuela. Lourdes prometió a su hijo que volvería pronto, pero las cosas no son fáciles. Desesperado ante la idea de no volver a ver a su madre, emprende solo el arriesgado camino”, cuenta la periodista norteamericana Sonia Nazario en el libro La travesía de Enrique, ganador del premio Pulitzer.

Las mujeres que llegan a la Argentina –por ejemplo, de Bolivia– también pueden trabajar 20 horas en talleres textiles que les pagan $1,50 la hora con tal de mantenerse a ellas y a sus familias. El peso de ser la que se fue de la familia para salvar a los que se quedan en la familia también influye en la aceptación de las condiciones de esclavitud a las que someten a los y las trabajadores migrantes. Por eso, también el 6 de septiembre, la Asociación Civil de Mujeres Migrantes y Refugiadas marchó al Congreso para pedir por la ratificación de la Convención de los Derechos de los Trabajadores Migrantes y sus familias, la aprobación de la Ley del Refugiado/a, la ratificación del Protocolo Cedaw y la rebaja de las tasas consulares para obtener la radicación y, específicamente, para que se acabe la violencia y la explotación contra las mujeres migrantes.

Cuando las palabras se endurecen, las historias muestran la piel del viaje: el deseo de traspasar la frontera del destino. Cuando Kakenya finalmente consiguió su beca y vio la nieve y a los jóvenes jugando sobre ella en un colchón: Estaba descubriendo –describe Caparrós–, al mismo tiempo, dos aspectos extraños de la cultura de Occidente: que algo tan valioso como un colchón podía arruinarse por placer; que esas mujeres adultas todavía pensaban en jugar.” Mujeres que viajan para ver que todavía hay juego.

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