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Viernes, 20 de octubre de 2006

VIDA DE PERRAS

Buenas y malas noticias

 Por Soledad Vallejos

Cómo cuesta pensar en las reglas de una sociabilidad diferente de la que conocimos en carne propia, cuando por todos lados leemos indicios de los daños que pueden el secreto y las prácticas nunca asumidas (debatidas, comentadas, franqueadas) en público. A veces los acontecimientos se van sucediendo mientras las cuentas se borronean y van haciendo los paisajes más difusos: lo que la semana pasada era prioridad, ésta parece haberse evaporado aunque nada haya cambiado; lo que resultaba impensable, ahora exhibe una presencia palpable, contundente. Las noticias fluyen, remueven el barro de la costa y nunca llegan al fondo del cauce, pero ése es el ritmo, siempre lo ha sido y no parece muy dispuesto a cambiar. De esas dinámicas también estamos hechas, y por ellas también nos dejamos llevar, o no, o quizás intentemos ofrecer alguna resistencia, aunque no siempre asegure resultados. Mucho pasa, poco queda, así son las reglas.

Hace una semana, estábamos celebrando que la Ciudad de Buenos Aires –a una semana de que lo hiciera la Nación– finalmente hubiera convertido en ley la educación sexual para niñas, niños y adolescentes en las escuelas. Lo que estaba por comenzar luego, y que finalmente ha quedado como adormecido bajo el peso de todo lo demás –al menos de momento–, era la discusión de los contenidos. Si el Estado, si la jerarquía religiosa, si el Estado y la jerarquía religiosa en asociación con madres y padres, o quiénes y con qué sistema iban a determinar qué es lo que chicas y chicas van a encontrarse como parte de su formación. De qué iba a tratarse, puntualmente, eso que una lectora ofuscada nombró, en su carta a un diario, como un “plan sistemático de degeneración” –y seguimos sumando combinaciones de palabras y silencios que todo lo mezclan, que aprenden ladinamente a apropiarse ciertas voces para otras causas, y otra vez entonces: cómo cuesta aquí, ahora, pensar en las formas nuevas de sociabilidad de generaciones que están al llegar, si las que somos, estamos como sabemos–, y que otras personas prefieren pensar como la posibilidad de educar en cierta libertad, de dar herramientas, primero, para saber que es posible elegir y, segundo, para efectivamente hacer elecciones y vivirlas.

En la ronda de consultas, de las palabras de chicas y chicos se habló poco y nada. Pero hubo por lo menos una afortunada excepción: “Realidades y expectativas en educación sexual según adolescentes de Capital Federal y primer cordón del conurbano bonaerense”, el estudio que el Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam) llevó adelante este mismo año entre poco menos de 500 adolescentes de entre 12 y 19 años. La premisa era sencilla –y formaba parte, nuevamente, de la acción que cada año esa ONG realiza para poner en foco el embarazo adolescente–: preguntarles qué piensan, qué esperan, cuáles son sus expectativas de futuro y sus experiencias actuales. Todas preguntas limitadas a su vida sexual, es cierto, pero eso –definitivamente– no es poco. Las respuestas fueron variadas pero no estuvieron a salvo de sesgos de género, que más que de brechas, hablan de lagunas importantes: fueron las chicas las más preocupadas por obtener información sobre el abuso sexual y cómo evitarlo (más del 60% de ellas lo señalaron como un contenido que les parece importante); también fueron mayoría a la hora de pedir información sobre métodos anticonceptivos, y aprendizaje sobre “respeto por el propio cuerpo y el del otro, la autonomía, la libertad de elección”. Menor fue la diferencia entre chicas y chicos que creen importante una enseñanza interesada por “la igualdad de los derechos entre varones y mujeres, sus roles y sus atribuciones”, pero también es verdad que este tema es el que menos llamó la atención entre todas y todos los entrevistados (todos los demás asuntos concitan el interés de, al menos, la mitad).

A esta altura del partido, no vamos a inventar la pólvora si decimos que la desigualdad entre mujeres y varones no es tema para la mayoría. Pero sí, en cambio, podemos empezar a mirar y pensar de otras maneras nuestros pequeños mundos si leemos, por ejemplo, que en esa misma investigación chicas y chicos en abrumadora mayoría (el 95%) afirmaron que la educación sexual debería empezar antes de los 14 años, que quizás sí preguntarían a sus madres y padres sobre sexualidad, pero que no les contarían sobre su iniciación. ¿A dónde vamos? A decir lo siguiente: desde los inicios de su invención cultural (no siempre hubo infancia, como no siempre hubo adolescencia o glorificación de la maternidad como bien sagrado, se trata de inventos modernos) la adolescencia ha ido mutando de signo. Si en los ’60 fue franca ruptura con la generación que los vio nacer, en los ’70 el trabajo para inventar otro mundo, en los ’80 un cinismo desconcertado por los vendavales históricos que la precedieron, y en los ’90 el acomodo a un consumismo que en esta época se acompaña con la naturalidad hacia la tecnología (con todas las consecuencias que eso acarrea en la vida cotidiana y la sociabilidad), hay también un gesto que fue creciendo a la par de las últimas décadas: la comprensión en chicas y chicos de que cada una, cada uno de ellas y ellos merece respeto en su individualidad. Las y los adolescentes saben, como lo han sabido sus padres, que su vida es suya. Pueden o no batallar salvajemente con madres y padres para construirse singulares, pueden establecer diálogos y en el caso de las chicas –como tuvieron la delicadeza de recordárnoslo las revistas dominicales del Día de la Madre– hasta vínculos más cercanos a la amistad que a la filiación con sus madres, pueden buscar sus complicidades más que sus enseñanzas o sus guías, pero van afianzando un límite con un nombre preciso y precioso: privacidad. Pero el encuentro entre pares no es corte, no es negación, no es volver la espalda, sino reclamar para sí el aire necesario para encontrarse. Y propiciar ese espacio no es retirarse de la habitación de chicas y chicos, sino que empieza por escucharlas y escucharlos. Es su vida futura, pero también su vida presente, algo tendrán para decir.

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