NOTA DE TAPA > ENTREVISTA
Patricia Breccia es una de las poquísimas (junto con Maitena y Petisuí) historietistas mujeres de la Argentina. La mujer que hace comics irrumpe en un mundo de varones, dice, pero a ella no le importa: hija y hermana de historietistas (su padre Alberto, su hermano Enrique) célebres, célebre ella misma, dibujar se le hace tan necesario e involuntario como respirar, como sentir hambre, como despertar cada mañana. A poco de inaugurar una retrospectiva de su obra, aquí recorre parte de su historia.
› Por Soledad Vallejos
Patricia Breccia no mira desafiante ni se hace la provocadora; si dice lo que dice, es simplemente porque se trata de un hecho, de una afirmación. Ante una taza de café una tarde de calor lo que dice es: “Me gratifico más allá de que me llamen o no. Es un vínculo muy personal el que tengo con la historieta: es mi vínculo con la hoja, con mi guión, con lo que yo quiero poner, con el clima, con las 4 de la mañana si es la hora en que hago un cuadrito, con los ojos de la perra, con la voz del Chaqueño, con si alguien me llama por teléfono... es mi mundo con el papel. Yo no pienso en el lector. Ni siquiera pienso en lo que voy a publicar”. Algo así de parecido a la definición de soberanía es lo que emerge cuando esta mujer criada entre libros y cine y cuadros va contando cómo es ser una dibujante de historietas que no podría haber sido otra cosa. Autora joven que comenzó a publicar a temprana edad, aunque su trabajo en editoriales de historietas había comenzado aun antes (como cadeta, porque si algo aprendió bien pronto fue la importancia del derecho de piso), fue suyo el plumín tras obras notables de la historieta local: Sol de noche, una historia que nació en Superhumor en 1981 y regresó en Fierro, en 1988 (con guiones de Guillermo Saccomanno) y Sin novedad en el frente (ed. Colihue), el libro de historias inquietantes de mujeres urbanas que fueron apareciendo en Fierro a mediados de los ’80 y terminaron compiladas en un tomo del mismo nombre a fines de los ’90. A esa producción se suma una ascendencia también notable: el legendario Alberto Breccia era su padre. Y, por supuesto, sus hermanos también son historietistas. Ella, entonces, Patricia, es la mujer que aparece en la tapa de este suplemento retratada por ella misma de una manera poco habitual, si la comparación se establece con sus trabajos publicados en Argentina: en lugar de trazos de una limpieza dura e intrigante, en lugar de colores estridentes bien alejados del optimismo, en lugar de cielos oscuros, una mujer sonríe en un ambiente luminoso, aunque los ojos le hayan quedado exhaustos de tantas horas de trabajo.
El historietista labura solo, y eso te quita posibilidades de plantearte una vida tipo Susanita. Un tipo se sienta y dibuja, mientras la mina hace los trámites, se ocupa de la casa, todo: él labura en la mesa y la mujer respalda con lo cotidiano. Pero yo hago lo que sería el laburo del tipo y también el soporte que hace la mina, hago los trámites, voy a pagar el gas, hago las compras, ¡y eso me quita tiempo para laburar!
El paraíso quedaba en Haedo. Ahí empezó todo a mediados de los años ’50 para ella, y de ese lugar es que todavía hoy habla en un presente que multiplica escenas de su padre dibujando en su estudio, ventanales enormes de fondo, y ella tirada, plumín embebido de tinta china en mano, sobre baldosas inmensas de mármol, tirando trazos sin pedir enseñanzas a nadie. En Haedo había una biblioteca. La había formado su padre (ella dice “mi viejo”, el mundo de las historietas local lo bautizó “El viejo”), y el relato recuerda que tenía cerca de cuatro mil volúmenes. “Imagináte: de pendeja, por donde mirara, en el estudio, que era gigante el estudio de Haedo, por donde mirara había libros, libros desde abajo hasta el techo, todo el estudio tapizado de abajo hacia arriba.” Del estudio ella entraba, salía, “con total libertad”, “mi viejo me dejaba para que agarrara, no había censura”, tanto que a los 11 años había leído “todo Miller... se me abrió la cabeza en cuatro”.
–Leía desorganizadamente, por ahí le contaba algo a mi viejo y le decía “che, papá, estoy leyendo tal cosa”, y él me decía “acá tengo otro libro”. Me iba dando pero a medida que le iba pidiendo, mi viejo no era un tipo que nos embuchara con información: la información estaba ahí, mirara por donde mirara.
Patricia agrega que entrar en la casa de Haedo era como pisar el museo del Prado: “había unos libros maravillosos, había incunables, maravillas... libros de arte, imaginate, todo, pero además muchos libros de ficción, porque mi viejo era un gran lector”. En el aire, algo estimulante todo el tiempo: jazz, tango, folklore, conversaciones, risas. Hasta ese mundo donde todo era posible llegó una vez, cuando ella tenía 15 años, la carta de uno de sus autores favoritos. “Soy una enamorada de Ray Bradbury, una fanática. Lo leía ya de chiquita, y yo además escribía mucha ficción. En ese época había leído ‘El lago’, y un día le dije a mi papá ‘Pa, si le escribo a Bradbury, ¿me contestará?’, porque justo había salido en una Gente la dirección, decía Los Angeles, California... Y mi viejo me dijo ‘no sé, probá, total’. Y yo escribí: ‘soy Patricia Breccia, tengo 15 años, mi papá dibuja, yo leí sus cuentos’. Hice todo un speech así y una ilustración de ‘El lago’, se lo mandamos...”.
–¿Cuál era el objetivo de la carta?
–Yo quería decirle que era una gran admiradora, que era argentina, que vivía en Haedo, era todo el relato de una adolescente, y el dibujito era a color. Y se lo mandamos: Los Angeles, California. Pasó un mes. Me olvidé. Y un día mi viejo me despierta. Yo, adolescente, obviamente dormía hasta las 2 de la tarde, y viene mi viejo con la bandeja con un café con leche. Y abajo de la taza la carta de Bradbury. Por supuesto, la tengo enmarcada con el sobre, con todo. Es una maravilla: manuscrita, escrita con marcador rojo, “querida Patricia –en inglés, chiquitito, con una postalita, porque dibuja Bradbury, es una ilustración de la noche de Halloween–, no te puedo mandar una foto –porque yo le había pedido una foto– pero te mando este dibujo, qué alegría que me leas, para mí es un orgullo, una chica de Sudamérica...”. Me mandó saludos, augurios, una cosa así. Esas cosas me pasaban todo el tiempo, pero porque mi casa era una usina de todo: visual, auditiva, todo el tiempo sonaba algo, todo era un gran clima, era una casa donde se podía crear mucho.
El nombre de la primera historieta que creó se perdió en el tiempo, junto con los papeles llenos de monigotes. Sí queda el recuerdo de que ella tenía alrededor de 7 años cuando empezó a imitar lo que veía. O mejor dicho, a descubrir que había algo que –para ella– era natural, incuestionable, habitual como la costumbre, como el aire, como despertar en Haedo con ruido de árboles.
–Era tan natural que... no sé cómo explicarlo. O sea: yo no elegí ser lo que soy. Me vino como la voz, como las ganas de comer: no lo puedo evitar.
Hasta que decidió asumir que era lo que era, Patricia llevó una doble vida: mientras no podía parar de dibujar, se engañaba imaginando un futuro formal, estable, quizá con ella en guardapolvo de médica. Pero un día, como quien decide abrir los ojos, enfrentó que lo único que la había acompañado sin interrupciones hasta entonces era lo mismo que quería seguir haciendo. Dibujar fue su meta desde poco después de la adolescencia, y hacia allí empezó a apuntar, aprovechando contactos que, en realidad, no abrían puertas tanto como imponían nuevas pruebas. Empezar como cadete de una editorial mientras esperaba el turno de publicar no le molestó, aunque sí el tener que pagar derecho de piso extra por ser mujer e hija de.
–Y todavía la peleo. ¿En qué lo veo? Yo no soy convocada en este país para laburar. Ahora volví a publicar en la nueva época de Fierro, pero porque fui parte del staff original también. Pero acá no laburo desde el año ’97, cuando cerró la revista Humor.
¿Y eso por qué?
–Porque no caigo bien en términos generales. Pienso que soy medio irritativa. Digo cosas que joden, molestan, pero no porque baje línea, sino porque lo que me pasa a mí lo cuento de una manera, no sé, poco cómoda. Por lo menos poco cómoda en una mina. Por ahí lo ves en un tipo y está bien, pero en una mina es como que no queda bien, no gusta, hincha las bolas. Tengo la sensación de que no soy demasiado digerible... y entonces siento que la tengo que pelear todo el tiempo, que siempre estoy pagando derecho de piso. Creo que actualmente lo sigo pagando, si no tendría que estar laburando en más medios ahora, si empecé hace mil años. Ya está, me conocen, saben lo que dibujo, saben lo que digo. Pero bueno, por ahí no gusto.
Lo poco cómodo puede llegar desde distintas dimensiones. Al peso de un apellido del que jamás renegó ni renegará porque sería como renegar de sí, se suma el hecho de haber irrumpido (porque sí, porque era natural, porque era inevitable) en un mundo de hombres. Decían Judith Gociol y Diego Rosemberg en la enciclopedia La historieta argentina. Una historia (ed. De la Flor): “Hasta la década del ’80, además, los personajes femeninos tenían el cuerpo y la mente que deseaban guionistas y dibujantes masculinos (...) con humoristas como Patricia Breccia, Maitena y Petisuí, la mujer empezó a definirse a sí misma –incluso a autocriticarse– y a demostrar que el deseo no es sólo patrimonio de los hombres”. Y es que en Sol de noche, aunque el guión fuera de un hombre (Saccomanno), empezaba a vislumbrarse otro tipo de subjetividad, que enunciaba otros deseos, otros objetos, otros temores y otras herencias. Sol, la protagonista, asomaba hacia el final de la dictadura militar con unos conflictos que hubieran resultado inimaginables años antes, cuando lo colectivo opacaba por egoístas los pequeños mundos individuales. Y sin embargo allí, también, vivía cada uno, y entonces Sol recorría sola la ciudad de noche, se dejaba narrar por el gato Barbieri, vivía escenas acompañadas de indicaciones dignas de guiones cinematográficos (una banda de sonido, una acotación dramática) e intervenciones que revelaban un canon particular. Sol, además, leía historietas. Sin novedad en el frente era, todavía, más intensa, si ésa es la palabra: historias breves de mujeres reconocibles en sus conflictos y caminos que, lejos de provocar la risa, terminan por ensimismar. La empatía, allí, no nace por el humor, nada tiene que ver con la risa –ni siquiera la risa piadosa– capaz de descomprimir situaciones con guiños: por el contrario, lo que cuenta es la intensidad. Cada historia, cada parte de guerra, transita mundos urbanos que incluyen sus fantasmas, sus espejos y sus escenas.
–Creo que la manera de contar de las mujeres difiere de cómo cuentan los tipos, son mundos diferentes. ¿Viste cuando dicen que somos iguales? Sí, somos iguales porque somos humanos, pero también somos diferentes. Yo no razono igual que los hombres, no me pasan las mismas cosas que a un tipo: es diferente porque son universos diferentes.
Los nuevos trabajos que Patricia está publicando en Fierro demuestran que esa precisión, ese filo, esa mirada que sostuvo sus trabajos anteriores a la hora de invocar instantáneas de una existencia sin piedades pero sin crueldades sigue allí.
–Es una profesión que tiene mucho que ver con los tipos, es muy masculina. De hecho, es netamente masculina la historieta, y empezó haciendo algo que hacían los tipos para que lo consumieran los hombres en la década del ’40, del ’30. Las minas estaban en sus casas y no accedían a este material. Después no se modificó demasiado: ahora, por ejemplo, hay chicas que leen comics, pero no lo realizan o por lo menos no profesionalmente, no viven de eso. En las editoriales, editores y colaboradores también son mayoritariamente tipos.
¿Por qué creés que eso no cambió?
–Y... porque la historieta te quita vida, te quita tiempo para vivir. No tenés horario, como sí pasa con otro laburo, que trabajás de tal a tal hora y listo. Acá estás mucho en el tablero y sola, en términos generales. En realidad, el historietista en términos generales labura solo, y eso te quita posibilidades, por ejemplo, de plantearte una vida tipo Susanita. En el caso de los hombres es diferente: un tipo puede, se sienta y dibuja, mientras la mina hace los trámites, se ocupa de la casa, todo. Es el tipo que se pone a laburar en la mesa y la mujer que respalda haciendo lo cotidiano. Pero en mi caso eso no pasa: yo hago lo que sería el laburo del tipo y también el soporte que hace la mina, hago los trámites, voy a pagar el gas, hago las compras, ¡y eso me quita tiempo para laburar! Es un laburo muy solitario y también muy físico, siempre andás con las manos llenas de tinta.
Lo de las manos entintadas no es un detalle menor: lo digital, el trabajo gráfico mediado y facilitado por computadora avanza en el mundo de las historietas, pero Patricia ofrece una resistencia tenaz porque la historieta es guiones y relatos, pero también un trabajo físico, sensual. La palabra no es orgullo ni tampoco rebeldía, sino simplemente el hábito de un contacto directo que, por ejemplo, es inseparable del saber que cuanto más cerca de la fecha de entrega, más intenso será el trabajo y mayor la concentración. Pronuncia con la seguridad rutinaria de quien cita una fórmula, por ejemplo, la fecha en que entrega mensualmente el trabajo que publica en una revista italiana. A mediados de cada mes, será imposible encontrarla emergiendo de su escritorio, encerrada como está en el mundo de plumines, colores, cuadros.
–Me gusta sentir el papel, la tinta, la mesa, la lámpara... es como la preparación de un cirujano, es todo un ritual. Es como una tradición. También es verlo a mi viejo ahí, sentado, dibujando.
Irrumpió hace ya tres años y se llama Malala. Patricia venía del duelo tras la muerte de su compañera de 23 años, una gata que la dejó con la sensación de que ya había sido suficiente el dolor, “dije bueno, nunca más”. Pero pasado un tiempo la perra se inmiscuyó de manera inesperada y Patricia obedeció, otra vez, al destino: lo que es natural, se acepta y ya. Dice: “Ella salió de la nada, de noche, en Liniers, ella me eligió; iba con una amiga, caminamos 30 cuadras y ella atrás, taca, taca, taca”, y entonces Malala comparte ahora la casa de San Telmo que en algún momento de la búsqueda inmobiliaria será cambiada por una casa con patio, terraza, aire. La acompaña, Malala, en las recorridas por el barrio, la ciudad (“estoy todo el día en la calle”), y también cuando se encierra a trabajar sobre el papel. La ceremonia requiere poco: papel, tinta, mesa, su perra cerca y a veces música. “Mis amigos me cargan, pero soy una enamorada del Chaqueño Palavecino... san Chaqueño le digo yo, San Chaqueño ruega por nosotros, y así firmo los mails. Me parece una maravilla, pero no por lindo tipo, sino por lo que hace, lo que canta, la pasión con la que canta. Lo descubrí hace pocos años y me encantó esa voz, cómo interpreta, esa cosa media salvaje, media de monte que tiene en la voz.” Cuando no tributa a San Chaqueño, bien sirve el tango, el jazz, esa misma música que acompañaba los días en Haedo. Haedo, el paraíso, ya no es el mismo, aunque Patricia suela referirlo en presente. La casa, hace un tiempo, se vendió; allí vive una familia; Patricia prefiere no volver: tiene miedo de ver que ha cambiado. “Todavía la tengo como presente, como si fuera presente, y además la quiero recordar así. Por ahí está pintada, por ahí le quitaron los árboles...”. De esa época, de su vida en el paraíso queda, en cambio, un presente que ve cada día: el de las horas que pasan mientras la combinación de trazos y guiones alumbra historietas. En días más, en el Centro Cultural Recoleta abrirá una muestra retrospectiva que recorre distintos momentos de su obra, y eso la hace feliz, pero prefiere pensar en otras cosas: la próxima entrega, por ejemplo.
–No tengo horario. Empiezo a la mañana: me levanto, saco a la perra, desayuno. Me hago unos mates y empiezo a laburar. Con apuro puedo laburar toda la mañana, toda la tarde y hasta las 4, 5 de la mañana, toda la noche. Puede caer una ojiva atómica que yo sigo. Pero aunque sea un ratito yo laburo todos los días. Así me quedan los ojos.
La retrospectiva de Patricia Breccia estará en la Sala Espacio Historieta del CC Recoleta (Junín 1930) desde el 21 de noviembre hasta el 10 de diciembre.
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