NOTA DE TAPA
¿Qué pasa con las travesuras cuando los chicos o chicas están tan fuera del sistema que parece lícito ajusticiarlos? ¿En qué se funda la autoridad que toma por delito el juego, cuando se juega en los márgenes del sistema? El juego parece ahora un lujo de pocos, para el resto una transgresión que puede pagarse con la vida. Cualquier cosa menos un derecho.
› Por Luciana Peker
Leandro tiene diez años y Julio César tenía doce. Julio César Salinas tenía porque el 11 de noviembre lo mataron. Julio César estaba por la zona de su casa, que no era casa sino vagón, por las vías de Honduras y Juan B. Justo, por esa zona ahora iluminada por las letras rojas de la torre que titila desde lo alto la publicidad de Swiss Medical, por las calles de ese barrio rebautizado Soho, Hollywood, Carga, por ese Palermo cambiante que tiene en esas vías rodeadas de vagones, camiones, desperdicios, gente que vive en una isla de no diseño entre una ciudad diseñada. Diseñada hasta ahí. Ahí donde entran los pibes que llevan flores en cajones, donde hay otros que pican y pican la pelota, donde las piedras hacen médano para ver la pelota picar y el centro se hace fuego de ese centro aislado de la ciudad, aunque esté en el medio de la ciudad para ver pero que, a la vez, no se ve. Ahí, entre las ex bodegas Giol, la venta de vino o frutas de Paraguay y la vía y los puestos de flores y muebles de Honduras, ahí por donde pasa el tren y la barrera traba el tránsito entre los dos Palermos, en esa cortada donde los camiones marchaban entre una productividad sin autor, el pasto crece, ahora que todo cambió, a despecho.
Ahí, por donde los galpones abandonados del Ferrocarril San Martín dan refugio y la Ciudad quiere hacer cine y polo científico, pero donde todavía hay gente que hace lo que puede, ahí donde el futuro parece resplandeciente mientras el presente pica en los pases de pelota, ahí entre ese pasto que no da verde, ni es plantado, que no da respiro, ni tregua urbana, que nace a sabiendas de irrumpir por el asfalto pisoteado, que se hace yuyo por entre los despojos, ahí, por ahí, andaba Julio César, el hijo de un cartonero, Miguel Angel Salinas, el hermano de ocho hermanos, el nene que ya no iba a la escuela sino que iba con una gomera intentando cazar pajaritos, ésa de los cuentos de infancia traviesa, de patria adentro e infancia cruda, pero de todos modos infancia, hasta que rompió un vidrio. El vidrio que rompió era de un ventanal que hacía frontera con la vía o con el pastizal de la vía. La última casa de la calle Honduras no lindaba con ninguna otra casa, ni con negocio, ni con calle, ni con nada, sino con el destierro del límite. La casa no era del nuevo Palermo, pero era casa, antes de los vagones y bastante antes del nuevo-nuevo Palermo. En esa casa, en la que la puerta da sobre Honduras y un ventanal casi pared (mucho más amplio que una ventana) color caramelo se agujereó (ahí está todavía el agujero que dejó Julio César) sin ni siquiera romper todo el vidrio-ventanal. Un agujero. Por ese agujero, tiró su último tiro de infancia maltrecha Julio César. El sábado 11 de noviembre, a la tarde, después del agujero, un adolescente de 17 años (hermano menor de un integrante de la Policía Federal), uno de los cinco hermanos que vivían en esa casa, se bajó con un cuchillo en cada mano, lo corrió aproximadamente 150 metros y lo apuñaló siete veces. Por romper el vidrio.
Leandro Pérez tiene diez años y cuatro días después del día que murió Julio César él terminó preso, acusado de romper un vidrio. Leandro vive en la Villa 20 de Villa Lugano, después de su pasillo hay otro y después del último pasillo, un arco, donde la pelota pica y pica y pica. Pero a veces —sólo a veces, para Leandro y casi todos jugar es sinónimo de jugar a la pelota— la curiosidad también pica. Después del arco, apenas a unos 20-30 metros, hay un cementerio de autos, un estacionamiento sin idas y vueltas, un lugar de autos inútiles. La frontera es de carteles de publicidad que tampoco anuncian ni venden: separan. Hay dos carritos con caballo que salen todavía a desafiar una ciudad que prohíbe la tracción a sangre, aunque la sangre lata tracción en esos barrios donde los derechos se deshilachan de verdad. En la publicidad que sí anuncia, ya saliendo de la Villa 20, las nuevas Nike “Reax Hard” se promocionan exclusivamente en Dexter Shop. Abajo, donde la pelota pica, a Leandro y cuatro de sus amigos les picó la curiosidad de cruzar la frontera de autos abandonados y jugar. A uno de los chicos se le escapó un piedrazo. Y el piedrazo rompió un vidrio. La policía vino a buscar a un culpable y los detuvo en un calabozo de la Superintendencia de Robos y Hurtos, en Madariaga y General Paz.
Les dijo, literalmente, uno de los policías a la mamá de Leandro, Viviana García, cuando le dijo a la policía que les dijo que Leandro y sus amigos estaban incomunicados que su hijo y sus amigos no eran delincuentes. “Por algo están ahí”, le contestó uno de los policías que no se identificó (pero sí sentenció que los costos de los destrozos ascendían a tres mil pesos) y ahora se busca identificar en la investigación por abuso de poder y violación de la Convención de los Derechos de los Niños que llevan adelante la Justicia y distintos organismos del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. “Los chicos nos contaron que los pusieron en un calabozo, que les sacaron los cordones de las zapatillas y las cadenitas”, detalla su mamá. Diosnel Pérez, su papá, decidió hacer la denuncia. El mismo sabe y dice que lo que pasó no es ni más ni menos que lo que pasa en un barrio donde de todo lo que pasa no se sabe nada o es mejor que no se sepa. Pero él —pintor de obra e integrante del Frente Darío Santillán— decidió no tapar. Leandro parece agradecer en ese cuerpo expandido de abrazos por el cuerpo de su mamá y apretado por la mano de su papá esa seguridad que no es exactamente la seguridad de la que los diarios hablan sino la seguridad de saberse con derecho a ser respetado.
“Para mí fue una tortura psicológica con los chicos, incluso, en un determinado momento, uno de los policías los apuntó con una pistola. Es aberrante lo que les pasó a ellos. Son criaturas y no se les puede hacer eso. Además, otros chicos eran paraguayos y bolivianos y les decían ‘paragua’ o ‘bolita’ y a uno lo retaron ‘Eh, venís de Bolivia para hacer quilombo en la Argentina’...’. También hubo discriminación. Los chicos se llevaron un susto tremendo. Yo no podía permitir que esto pasara como si nada. Los otros papás tienen miedo y yo los entiendo. Esto pasa todos los días, pero no se denuncia nunca porque la policía actúa con una impunidad total adentro de la villa. Hay mucho miedo acá adentro. Pero decidí denunciar en la Fiscalía 19, la Defensoría del Pueblo y el Consejo de los Derechos del Niño”, apunta Diosnel.
Julio César y Leandro son dos pibes que en medio de noviembre rompieron un vidrio. La misma semana, la misma escena. El final de Julio César es una de las metáforas más agudas y feroces de la violencia urbana. La historia de Leandro es una metáfora de las reglas de juego distintas para los chicos de una villa, un edificio o un country. Romper un vidrio fue, es y será una de las travesuras clásicas —más clásicas— de la infancia. A veces, romper un vidrio puede ser parte de un juego con final en penitencia (cuando un pelotazo va a un arco no deseado), a veces puede ser parte de una violencia infantil heredada pero tampoco ingenua o naïf, a veces los vidrios rotos marcan la furia de la exclusión y a veces el desborde de la inclusión a la fuerza. Pero el minuto después de los vidrios rotos marca —como en un camino plagado de vidrios— el sendero de los caminos sociales. La clase alta cría una generación de chicos que viven una primera infancia en un paraíso verde y su adolescencia encerrados entre muros de enredaderas y cañas, pero los desbordes de sus hijos buscando saltear los bordes ni se contienen, ni se limitan: se encierran o se silencian dentro de las paredes de los barrios cerrados. Los chicos de clase media tienen también cada vez menos lugares propios donde jugar, romper, equivocarse, volver a intentar, pedir perdón, hacer penitencias, desafiar y aceptar las reglas de la vida a partir de la libertad del juego. Pero los chicos de sectores populares —aunque, por supuesto, no hay que generalizar a partir de los casos de Julio César y Leandro que a todos los que rompen un vidrio se los encierra o mata—- tienen, muchas veces, cortado el juego por el filo de la penalización de sus actos como si cualquier travesura entrara en la tolerancia cero. Como si romper un vidrio fuera delito y no una picardía. Aunque, incluso, esa picardía necesitara un reto. El reto tendría que ser entre los bordes de la infancia y no de la inseguridad.
¿O habría que detener a Tom Sawyer y Huckleberry Finn por portación de gomera?
Que inventó Rudolph Giuliani en Nueva York —que ahora pretende ser el próximo presidente de Estados Unidos— se basa en creer que una falta pequeña va a terminar en un delito grave. Juan Carlos Blumberg, en Argentina, toma la ideología de la tolerancia cero y busca, especialmente, poder criminalizar a los menores de edad. Por eso, esa secuencia de mitad de noviembre, esa semana en la que a Julio César y a Leandro romper un vidrio les costó su vida o su libertad, no es sólo una coincidencia. Por supuesto que la infancia de hoy tiene desbordes y que muchos chicos están baqueteados en un andar pesado, de un tramo corto de existencia pero que se corta a tajazos de paco y que los Juanitos pobres de Berni acarreando barriletes de retazos hoy pueden ser cuadro, pero no pintura de la realidad. Pero, aun teniendo que tener políticas de niñez realistas, ni la infancia, ni sus juegos, ni sus desbordes o búsquedas de bordes puede ser criminalizada.
¿Un chico que rompe un vidrio es visto hoy como un delincuente? La historia de Leandro da a entender que sí. Aunque no, no se entienda. “Para nosotros es una situación de abuso de poder clara porque hubo un mal manejo de las fuerzas de seguridad”, dictamina María José Burgos, abogada de la Dirección General de Atención y Asistencia a la Victima del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que está trabajando interdisciplinariamente el caso de Leandro. “En primer lugar, romper un vidrio es una travesura y tiene que ver con lo que los chicos hacen a esa edad, no es cuestionable como delito. Pero, además, la ley 26.061 plantea que los chicos no pueden ser detenidos en una comisaría y menos en un calabozo. Tampoco los menores pueden estar incomunicados. Todo estuvo mal manejado. Por eso, le dimos intervención al Consejo de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes y además ya hay una causa por apremios ilegales. Ahora, se está tratando de individualizar a quienes actuaron en el operativo.
Gabriel Kessler es sociólogo, experto en exclusión social y violencia, y docente de la Universidad de General Sarmiento. Pero, incluso, más allá de su saber académico, su propia experiencia de vida lo lleva a advertir sobre los riesgos de sacar de la vereda de la infancia las limitaciones o extralimitaciones de la infancia. Cuando él tenía diez años el director de la escuela pública de su barrio —Paternal— los vio a él y a otros amigos con piedras y un farolito de la vereda demasiado cerca. Como tenían puesto todavía el delantal blanco, el director entendió que tenía jurisdicción sobre los alumnos y los suspendió. “La transgresión existió siempre, pero hay cosas que merecen sanción en el contexto de la niñez. A mí no me parece mal que alguien intervenga si un chico está rompiendo un vidrio, pero pueden ser asistentes sociales o mediadores y no la policía”, delimita el sociólogo, que también advierte: “En chicos y jóvenes de sectores populares hay una estigmatización y penalización de conductas que no son desviatorias de la ley. Hoy un grupo de chicos juntos genera temor, pero eso no es un delito”.
Y por cinco minutos de dejarlo jugar nos quedamos sin el pibe”, le dijo Miguel Angel, el padre de Julio, o Julito, al periodista de Página/12, Horacio Cecchi. “Le hizo un buraquito al vidrio y vino éste y le hizo siete buracos en el cuerpo a mi hijo”, lloró desde una lógica incomprensible de violencia urbana. Para los pibes que juegan en esa tierra arrasada de Julito, todavía, ahora, a comienzos de diciembre, la muerte no es lógica, pero entra en una lógica distinta, la de la vía, el borde, el riesgo. José Ignacio tiene 12 años y mira sentado en una reposera en un médano de piedras el picado, el picado que pica allá donde la ciudad ofrece tierra, donde hay espacio hay pica y hay pelota que pica. “Yo también ando con la gomera pero ando solo”, dice José Ignacio que viene a preguntar el porqué de las preguntas. José Ignacio también está asombrado no sólo por el final de un chico de esa edad, sino por lo chiquito del agujero por el que vino ese final. “Le hizo un pedacito así (y sus manos dimensionan el agujero realmente chico que quedó en la casa de Honduras) y lo cagaron a navajazos. Le hubiera dado unas patadas en el culo”, propone desde otro lugar, pero también con una lógica implacable.
No hay lógica para la muerte de Julio César o Julito. No hay lógica para ese final de infancia.
Si Diosnel denunció el abuso policial a su hijo es porque cuando su hijo llegó a su casa después de la comisaría la primera reacción fue un “no salís nunca más de acá” y Diosnel no quiso. “Es un chico y tiene que seguir jugando”, decidió, en defensa de ese derecho que parece olvidado, perdido, en ese derecho menor de los menores a los que le roban la palabra chico o pibe para prontuariarlos con el rótulo menor de menores.
Leandro está en cuarto grado, tiene gorrita, bermudas, es de Boca y se queja ante sus padres de que no lo anotan para jugar en un club. “Estábamos jugando y uno de los pibes le entró a tirar piedras a los coches y ahí nos vino a agarrar la policía, nos dijeron que nos podían agarrar a los tiros. Al nene de 6 lo largaron porque lloraba mucho y a nosotros nos llevaron”, describe. Cuenta que tuvo miedo, pero que ahora no, que va a la escuela, que ve los Power Rangers, y que juega a la pelota, siempre a la pelota. Habla, hasta que la tarde invita a una tarde de pelopincho en esos pasillos donde hay poco que subir aunque las puertas tengan fachada de inicio de ascensor. Leandro estira una perfecta definición de sonrisa pícara y se carga la toalla. La tarde sigue y la infancia no da, no debería dar, tregua de juego.
Al lado de la casa, hay un auto desarmado que un vecino se empeña en lijar. “No es para jugar”, protesta en vano. Leandro lo sube a Guille, el más chiquito, el que le toca andar en andas. Gilda tiene calzas y ganas de hacer andar el volante que anda aunque el auto no arranque. Es lo de menos. Rodrigo, al lado de Gilda, arranca sonido a ese auto con motor parado. “Brm, brrrrrrrm, brrrrrrrrr”, canta Rodrigo. Y la tarde juega. Con lo que hay y con lo que no hay, siempre que hay infancia hay juego.
La detención de Leandro Pérez y sus amigos en la Villa 20, de Lugano, abre otro debate, ya que el vidrio que los chicos rompieron —y que motivó la detención policial— era el de un auto abandonado en el cementerio automovilístico asentado al lado de la villa. “El Gobierno tiene que sacar los autos y hacer viviendas, ya hay una disposición para que se construya en ese terreno, pero no se cumple. Eso tendría que preocuparles y no que cuatro chicos entraron a jugar ahí”, apunta Diosnel Pérez, el papá de Leandro. Pero la dicotomía entre el espacio de los coches y el espacio de juego de los chicos no es sólo una anécdota. Es, en realidad, una de las grandes batallas del pedagogo y activista por el derecho al juego de los niños, el italiano Francesco Tonucci —que en la ciudad de Buenos Aires promovió el plan de senderos seguros para que los alumnos pudieran ir solos a la escuela— y que pide por más espacios para que los chicos hagan juego. Y juego libre.
“En la ciudad, los niños deberían tener para jugar el mismo espacio que los adultos tienen para estacionar sus coches”, es uno de los reclamos del Consejo de Niños de Bruselas, creado por iniciativa de Tonucci. También en el Consejo de Fano, Italia, los niños se quejan: “Hay demasiados coches y nosotros no tenemos sitio para jugar”. Si esta petición se hiciera realidad, en la Villa 20 de Lugano los chicos deberían gozar de un enorme espacio para jugar, sin necesidad de meterse en el cementerio de autos lindante. Pero Tonucci —un pedagogo que no se queda ni en el análisis, ni en la teoría sino que intenta llevar el derecho al juego a la política activa— sostiene que, a partir de la Convención de los Derechos de los Niños (ratificada por la Constitución argentina) que incorpora el derecho al juego, los espacios, tiempos y libertades para jugar no son sólo una expresión de deseo para la felicidad y autonomía infantil, sino también una orden legal, con tanto valor como cualquier otra ley.
Por eso, en el libro Cuando los niños dicen ¡Basta! Tonucci relata: “Durante un Consejo Municipal de Fano abierto al Consejo de los Niños un pequeño consejero de diez años presentó esta denuncia: ‘Estaba jugando en la plaza y el policía me quitó la pelota’. En otro, una consejera dijo: ‘Cuando jugamos a la escondida en la calle nos echan porque podemos abollar los coches’. Hasta que la Convención sobre los Derechos de los Niños se suscribió como una ley nacional esto sólo demostraba el egoísmo de los adultos, pero, a partir de la Convención, estas prohibiciones son ilegales”.
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