EXPERIENCIAS
El poder de la imaginación es el nombre de un equipo de trabajo que enseña a niños, niñas y adolescentes institucionalizados materias curriculares a través de la creación de relatos propios. Ahora con La Salida –un programa para las y los que dejan los institutos– pueden seguir tendiendo la mano (y la letra) a esos chicos y chicas que antes no podían imaginarse más allá de los límites de su barrio.
› Por Luciana Peker
Las señoras relojean relojes que no hay tiempo de trabajo que pague a pasitos de la Avenida Alvear y Rodríguez Peña, a pasitos de que ellos –Juan Ignacio, Gonzalo, Jonathan, Marcela y José Luis– suban por la alfombra roja, la banderita en alto, los techos altos, altísimos, del edificio de la Secretaria de Cultura, de cuando la Argentina se preparaba para volar por encima de la cabeza de los argentinos. Ellos cuentan el cuento “¿Quién escondió la pelota?”, de Daniel Botti, y sacan medias que conforman, amuchadas en una bolsa de plástico, una nueva pelota. Hacen el partido contando el cuento del partido reinventado y en el cuento reinventan la posibilidad de contar sus vidas.
Ellos son cinco chicos y chicas que forman parte del taller literario y de narración oral del programa La Salida, generado por el equipo de trabajo El poder de la imaginación y apoyado, conjuntamente, por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, que busca capacitar a los y las adolescentes (de 16 a 21 años) para que puedan salir de las instituciones –institutos penales, asistenciales o comunidades terapéuticas– en las que están internados.
Pero las carteras y los cargos se quedan en bla cuando los chicos –arriba del escenario– corrigen el cuento –que los chicos pidieron que los asistentes inventen para demostrar el funcionamiento del taller literario en vivo y en directo– a los espectadores de su narración oral y simultáneamente examen final con público incluido. “¿Qué pasó con la pelota que en el cuento desaparecía?”, lanzaron de consigna. Y empezó a correr la tinta por entre las sillas. “La pelota se fue a China”, disparó, en su texto, Gabriel Lerner, director nacional de Derechos y Programas de la Secretaria Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia a quien, a partir de ahora, definiremos como el autor del cuento chino. “¿Y por qué a China?”, le repreguntó uno de los chicos, que azuzó su interrogación crítica para pedir explicaciones sobre el nuevo final del cuento nuevo que ellos cuentan y todos inventan.
Ahora, ellos también pueden hacer preguntas y buscar respuestas. “A los chicos no hay que ofrecerles trabajo, sino capacitación para que descubran su vocación y apoyo para que puedan afianzarse en su identidad de estudiantes –señala Raquel Robles, directora del equipo de trabajo El poder de la imaginación–. Los adolescentes tienen que ser estudiantes y no trabajadores. Pero estos pibes están bastante solos. Nosotros habíamos hecho talleres literarios y editado libros en talleres que hacíamos adentro de los institutos. Pero sentíamos que les soltábamos la mano demasiado pronto. Por eso, la salida de decirles ‘cuando salgas, va a haber alguien que te va a estar esperando’ y de tenderles una mano”.
¿La esperanza es una de las necesidades básicas insatisfechas de los adolescentes no sólo condenados a la exclusión de necesidades básicas sino, también, la necesidad de ilusionarse con otro futuro? Raquel subraya: “Cuando empezamos a trabajar en los institutos hicimos una encuesta en la que les preguntábamos ‘¿Qué quisieran ser cuando fueran grandes si tuvieran todas las posibilidades (plata, tiempo, medios, etc.)?’, y las cosas que salían eran muy pequeñas: poner un maxikiosco, un remis o un almacén. Nadie se imaginaba que podía ir a la universidad o llegar a ser médico. Su imaginación estaba acotada a su barrio. Por eso, nosotros intentamos con este programa –aunque la beca sea muy pequeña–, a través de un capacitador y la potencia de la propia esperanza, que sí puedan imaginarse en otro lugar. A lo mejor, se imaginan como escritores o no, pero el tema es que sepan que tienen derecho a su vocación”.
En el programa La Salida se les pide a los adolescentes que estudien en la escuela y se les ofrece una capacitación en marroquinería, música, taller literario, líder deportivo y líder campamentil, según la opción que cada uno/a elija. A cambio, obtienen una beca de cien pesos. Por ahora, participan en total 65 adolescentes. El lunes 11 de diciembre el grupo literario rindió su examen final. Con muy bien diez felicitado. Y aplausos. ¿Alguien sabe qué es el hambre de aplausos, de mirada, de aliento, de esa hinchada que hace viento para que el gol entre y de esos aplausos que también empujan a que la vida siga para adelante sin perderse o detenerse en la nada?
Jonathan se sienta a disfrutar del eco, todavía, de los aplausos que lo retumban. Y lo ponen arriba del escenario y no abajo. El tiene 19 años y ahora está en la última etapa de reinserción social de la comunidad terapéutica Isla Silvia, en una casa de Villa Crespo. “Nunca pensé hacer un taller literario. Primero lo usaba para olvidarme de mis cosas, y ahora me gusta aprender para qué son las cosas”, remarca. Juan Ignacio, de 18 años, también está internado en la comunidad terapéutica Isla Silvia, pero en Tigre, hace dos años y medio. El 21 de diciembre va a salir. “Antes me drogaba. Necesitaba una internación porque estaba en riesgo. Ahora estoy contento porque la mayor enseñanza de este proyecto es que puedo empezar y terminar algo. Yo en la secundaria me quedé en primer año. Había empezado en González Catán pero lo dejé”, recuenta Juan sus cuentas pendientes. “Disfruto cuando alguien disfruta de lo que le enseño o hago”, destaca de esa maravilla del silencio de alguien que escucha y de la energía que hay cuando alguien mira. Igual que él, también está internado Gonzalo en la Isla Silvia, desde hace un año y cuatro meses, a los 20, esa edad donde la vida todavía se cuenta por días y no por años, donde falta tanto y también ya pasó, a veces, demasiado: “Ahora vamos a contar cuentos a jardines y secundarios. Me emocioné mucho hoy en el escenario. En ese momento, pensaba ‘Qué loco que estoy actuando delante de gente importante y mi familia, nunca pensé en llegar a hacer esto; nunca pensaba que iba a hacer algo diferente de consumir, robos, esas cosas. Estoy contento”.
“Yo estaba en un instituto de menores, el Inchausti”, se presenta Marcela, con remera a rayitas y unas ganas que la ayudan a pararse muy erguida en un escenario en el que ser la única mujer no la amilana. “Estuve un año y un mes”, cuenta el cuento Marcela, desde afuera y desde las ganas de volverse ella, también, tallerista. “Empecé, me gusto, sigo y voy a seguir”, habla sobre el futuro en el que quiere mezclar cuentos con cuentas de matemática. “Siempre me gustó escribir y escribí desde chico. Tengo cuentos que están buenos –hila las historias, que en este caso es la suya, José Luis, de 18–. Me gusta encontrar a más pibes que les guste escribir. Nos vemos todos los lunes y los viernes que tenemos taller. Es parte de mi vida y ya aprendí que nunca se termina de escribir.”
Ahora sí, ellos, todos ellos, pueden contestar esa pregunta que ni ellos ni otros les hicieron antes, cuando el futuro no era una posibilidad ni una pregunta.
–¿Qué te gustaría ser cuando seas (más) grande?
Todos quieren más. Van por más.
Generación NI: En la Argentina de los 6,5 millones de jóvenes que tienen entre 15 y 24 años, 1.300.000 no trabajan ni buscan empleo ni estudian, según datos del Indec.
NI a la escuela: La repitencia en chicos de 6 a 14 años es del 22,7%. También hay un millón de chicos en el sistema educativo que son más grandes de lo que deberían ser para el grado o ciclo que cursan, de acuerdo con un informe de Unicef elaborado sobre datos del Censo Nacional de 2001. Además, en la Ciudad de Buenos Aires, repiten el 13% de los alumnos de los colegios secundarios públicos. El fracaso escolar y otras desesperanzas llevan a irse de la escuela. En toda la Argentina, anualmente 146.949 chicos de entre 12 y 14 años abandonan los estudios. En los más grandes, la realidad es aún peor. Entre los adolescentes de 15 y 17 años, cada año 207.543 no vuelven a sentarse a un pupitre.
La crisis que no terminó: La pobreza juvenil sufrió un tsunami a partir de la crisis del 2001. Un año después del pico de la crisis, en octubre de 2002; el 73,5% de los menores de 14 años llegaron a vivir en hogares pobres y el 57,5% de la población urbana estaba bajo la línea de pobreza. El problema es que la agudización en la pobreza infantil y adolescente se convirtió en constante. En noviembre de 2004, el 44,3% de la población argentina era pobre y el 60% de los menores de edad (5,4 millones de chicos en todo el país) vivían bajo la línea de pobreza. Y si bien las cifras oficiales muestran un adelanto (se bajó del 60% de chicos pobres al 56,4% durante el año pasado) el avance es, justamente, pobre en relación a la hipoteca individual y social que significa el brutal empobrecimiento de los y las argentinos/as más chicos. La Argentina sigue teniendo un default con ellos.
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