POLITICA
La hermana y la madre de Gustavo Benedetto, una de las cinco personas asesinadas el 20 de diciembre de 2001 en las cercanías de Plaza de Mayo, viven a sólo veinte cuadras de quien fuera señalado como el ejecutor del tiro mortal, Jorge Varando. Este represor con prontuario reconocido y ex jefe de seguridad del banco HSBC quedó en libertad por no haberse podido encontrar la posta de la bala que mató a Gustavo.
› Por Roxana Sandá
Al año de la muerte de mi hermano, cuando se hizo la reconstrucción de los hechos que la rodearon, falté al trabajo. Después le comenté a una compañera que ‘tuve que ir a la reconstrucción de lo del 20 de diciembre’. Ella sólo me respondió ‘¿qué reconstrucción?’ No tenía idea de lo que le estaba diciendo. Desde aquella vez, siempre pienso que nadie tiene por qué saber quién era mi hermano ni por qué perdió la vida en el 2001, pero tampoco pueden ignorar que el 20 de diciembre en la Argentina hubo una masacre.”
Eliana Benedetto, la hermana de Gustavo Benedetto, la primera víctima de ese 20/12 que se tragó la vida de cinco personas en esta ciudad e hirió de diferente gravedad a más de 200, está preocupada porque a su pequeña Candela, de cinco meses, el futuro no le depare la desmemoria que parece nublarle los ojos a sus alumnos de una escuela secundaria de La Tablada, próxima al barrio donde vive con su madre y su esposo. Es maestra de Matemáticas, aclara, como si a través de la zona dura de los números fuera más difícil colar la construcción de conciencia. “Y aun así, cuando llega diciembre, empiezo a hablarles de lo que sucedió en aquellos días y de lo que significó para muchos.” Dice que la observan con el rostro serio, como si trataran de pegarse al relato, “pero es como la noria, siempre girando sobre sí misma: no saben que 19 y 20 fueron las jornadas de una rebelión popular que se intentó reprimir a tiros en todo el país. Ellos apenas se enteraron de lo que ocurrió en su entorno, del supermercado de la esquina de sus casas que fue saqueado ese día, de las mujeres de la cuadra que salieron a la vereda a cacerolear, y de algunas corridas que hubo en el barrio. Ese es su universo”.
El filósofo Nicolás Casullo escribió días atrás en este diario que “mirada a la distancia, esa coyuntura puede medirse como un acontecimiento que fracasó en relación al potencial social despertado. Las asambleas se disiparon, la convocatoria a una constituyente de nuevo cuño nunca tuvo lugar, la alianza ideológica entre clases sociales naufragó rápidamente, el fin del peronismo luego de su década y de su modelo depredador de los ‘90 no aconteció. Los nuevos partidos de las nuevas políticas aún se aguardan, el vecino del piso de arriba no fue diputado sino que sigue en su empleo, el mundo social alternativo del trueque fue una anécdota que el mercado ni siquiera registró en su dura piel”. Las muertes salpicadas de tragedia y las vidas que cinco años después se conservan con las balas alojadas en los cuerpos se fueron convirtiendo, frente a esa inevitable levedad de la memoria pública, en tragedias privadas compartidas con unos pocos familiares y algunos amigos.
Sin embargo, en esta “nueva entrega” de aniversario por el 19/20, la muerte de Gustavo Benedetto toma un peso inusitado porque en su caso se resume buena parte del estado en que se encuentra la causa en su conjunto. Desde la parálisis judicial enmarañada por una infinidad de amparos, recursos de queja, inaplicabilidad y todas las argucias legales que puedan imaginarse presentadas por las defensas, hasta el tufo a impunidad que dejaron las libertades concedidas a funcionarios públicos de entonces –entre ellos Fernando de la Rúa, beneficiado por falta de mérito– y a decenas de policías que en el ínterin fueron ascendidos a comisarios. Había que ver, el martes último, cómo los nervios iban hinchando las fosas nasales del procesado ex jefe de la Policía Federal, Rubén Santos, mientras trataba de explicar lo inexplicable de los asesinatos de Alberto Márquez, Gastón Riva, Darío Lamagna, Gustavo Benedetto y Carlos Almirón, esgrimiendo frases tan delirantes como “yo persigo analizar lo que ocurrió desde la víctima al tirador y no desde el tirador hacia la víctima”.
Todos esos vaivenes que los medios periodísticos reflejaron poco y nada durante estos cinco años coagulan en la muerte de Gustavo, “porque es el único caso de las personas asesinadas ese día en el que hubo material fílmico contundente que registró el hecho”, detalla Eliana. “Porque hubo testigos, porque se advirtió el intento de ‘limpiar’ el lugar y se descubrió el acuerdo policial para cubrir al asesino y a los que dispararon contra los manifestantes. Aún así, el que mató a Gustavo quedó libre y el único cargo que pesa en su contra es abuso de arma”.
Ese 20 de diciembre, cuando el chico de 25 años tuvo que volver sobre sus pasos masticando bronca porque el supermercado Dia de su barrio, en el que había empezado a trabajar una semana atrás, fue saqueado hasta el límite de comunicarle que prescindían de sus servicios, el impulso lo subió a un colectivo 126 y lo bajó a cien metros de donde una bala calibre 9 milímetros iba a traspasarle el cerebro, desde el interior del banco HSBC, en Avenida de Mayo al 600. Cayó delante de las cámaras y frente a la impotencia de su madre y su hermana, que vieron con horror esa muerte televisada.
Según testigos, el audio del instante fijado a las 16.28 se bifurca en dos alaridos que hoy se leen acaso emblemáticos: el de un manifestante que grita “¡están tirando desde adentro!” y el de otro individuo, surgido del interior del banco. “¡Tiren carajo, no sean cagones!”, es la versión que presenta al ex militar Jorge Varando, servicio de seguridad de esa sucursal y el hombre que, según la reconstrucción dispuesta por la jueza de la causa, María Romilda Servini de Cubría, fue el autor del disparo que mató a Gustavo. Junto con él, otros tiradores entre policías y guardias privados gatillaron contra los manifestantes 59 proyectiles, en parte bloqueados por las placas antibalas de los vidrios que quedaban enteros. Varando permaneció detenido tres años, procesado por homicidio simple. Hoy está libre gracias al beneficio de una duda gelatinosa, como es no haberse hallado la posta que asesinó al muchacho. “Como no pudo encontrarse el proyectil, la Corte Suprema argumentó que regía el imperio de la duda, y dejó sin efecto el procesamiento”, explica el abogado Valentín Lorences, que representa a la familia Benedetto. “La causa que enfrenta ahora Varando es por abuso de arma, un delito correccional, y, si quisiera, hasta podría exigir una indemnización por el tiempo que estuvo detenido.”
La perversidad del absurdo, lejos de agotarse, va agregando eslabones que sitúan la muerte de Gustavo frente a un espejo en el que últimamente los argentinos se reflejan con alarmante frecuencia. “Me pregunto que pasó y qué pasa con los derechos humanos, para quiénes son. Nosotras somos casi vecinas de Varando y sus hijos, nos separan apenas dos kilómetros, y por supuesto sentimos indefensión, impotencia, enojo. Pero también nos da pavor que tipos como él vayan por la vida con total impunidad, contratados por grandes empresas, como si en este país no hubiera ocurrido nada. Eso también es desmemoria.” No lo dirá en toda la entrevista, pero el nombre de Jorge Julio López sobrevuela cada una de sus palabras.
Graduado de la Escuela de las Américas, Jorge Varando fue señalado como represor por el periodista Alipio Paoletti en su libro Como los nazis, como en Vietnam, y denunciado por organismos de derechos humanos por su desempeño en el Destacamento 103 de Inteligencia del Ejército durante la última dictadura militar. Para el 23 de enero 1989 era mayor, y participó en la defensa del cuartel de La Tablada, a raíz del ataque realizado por el Movimiento Todos por la Patria. En su informe 55/97 del 18 de diciembre de 1997, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) reconstruye parte de lo sucedido y compromete a Varando en la desaparición y muertes de los prisioneros Iván Ruiz y José Alejandro Díaz, dos de las cinco personas que fueron quemadas con fósforo y enterradas sin identificar en el cementerio de la Chacarita. Una década más tarde los científicos del Banco de Datos Genéticos del Hospital Durand les practicaron análisis de ADN y les devolvieron su identidad.
En su libro de memorias, el fallecido Enrique Gorriarán Merlo también le dedica un párrafo, a partir de “las fotografías publicadas por la revista Gente del jueves 26 de enero de 1989, que muestran cómo un militar lleva a punta de fusil a José Díaz e Iván Ruiz. El militar a cargo es el mayor Jorge Varando, quien en el juicio negó el crimen y declaró haber dejado a los detenidos en una ambulancia custodiada por el cabo Esquivel. Pero como el cabo apareció muerto, seguramente ‘los terroristas’ lo asesinaron y luego escaparon, siguió Varando. Esquivel cayó en un enfrentamiento ajeno al caso, y fue utilizado por Varando como coartada. A pesar de las evidencias de dicha falacia –avalada por imágenes– los jueces ‘creyeron’ al oficial y pidieron la captura internacional de Iván y José. Después, Jorge Varando ascendió a teniente coronel y se retiró (en 1994) para convertirse en el jefe de seguridad del banco HSBC”.
Eliana y su madre conocen esta historia “que no nos atemoriza pero lastima”. Las placas de Avenida de Mayo y Chacabuco en memoria de Gustavo, que entre gallos y medianoches policías intentaron destruir si no fuera por los oficios de la periodista canadiense Naomi Klein, que estaba en el lugar realizando un documental sobre los sucesos del 19/20, hablan de otros derrumbes. “Del camino que uno fue eligiendo para su vida y de lo que Gustavo quería con pasión: la historia, la música y la posibilidad de futuro colectivo. ¿Dónde están las asambleas, las movilizaciones iniciales? Quedó todo aplacado, pero aun así sería una torpeza creer que tanta distracción trae olvido: a Gustavo, las mujeres que quedamos de esta familia lo tenemos más presente que nunca.”
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