URBANIDADES
Todos construyen una retórica de la víctima socialmente aceptable, como si hubiera categorías entre quienes puestos a padecer tuvieran mejores razones o mayor inocencia. Algo así como esa retórica que tanto caló en el imaginario social entre los desaparecidos/as “inocentes” y los militantes.
› Por Moira Soto
Nos dijo que se siente como una mujer violada, ultrajado.” Esas fueron las palabras con que los amigos de Luis Gerez quisieron graficar ante los periodistas del diario Clarín el estado del hombre que estuvo secuestrado en la víspera de Año Nuevo y al que ahora se interroga –vaya palabra maltratada– para que diga, para que muestre, para que pruebe cómo y con qué intensidad fue torturado. El silencio de la víctima –y aquí no caben eufemismos–, dicen, reconocen, acrecienta las dudas. Pero bueno, se siente como “una mujer violada”. Porque las mujeres violadas son las únicas que aun siendo víctimas deben demostrar esa condición mostrando las marcas, cuanto más visibles mejor, so pena de ser sospechadas de que algo pusieron de su parte para que la violencia sexual se produjera, algo hicieron, algo dejaron de hacer, alguna parte de su voluntad debe haber estado comprometida en la agresión de la que, en fin, sin violencia extrema no se puede creer cabalmente que no hayan querido que sucediera lo que denuncian, cuando denuncian.
Existe un guión para la violencia sexual que poco se discute y que, como tal, escrito de antemano, parece cumplirse a rajatabla. Las digresiones, entonces, no serán consideradas dentro de la definición de “mujer violada” (recuérdese el caso Dalmasso). Esto no es nuevo, está naturalizado –como si estuviera escrito en los genes– que hay quienes (varones) tienen impulsos sexuales incontenibles y quienes (mujeres) deberían “cubrirse” para que ese impulso no las avasalle o al menos cuidarse para no provocarlo. Siguiendo el paralelo que propusieron los amigos de Luis Gerez para justificar que la experiencia del secuestro lo haya turbado al punto de amenazar con quebrarse hasta las lágrimas, pareciera que hay algo en el guión de la tortura tan naturalizado que es necesario explicar la intensidad del dolor, detallar su brutalidad, exhibir las marcas, las huellas, las cicatrices que demuestren que uno no quiso, que no lo merecía, que luchó por su dignidad aun a costa de su vida o de su integridad. No es suficiente con que lo hayan secuestrado, Gerez debe dar prueba del tamaño de su sufrimiento. Y lo que es peor, quienes montan un escenario en el que creen que pueden quedarse con el protagónico sobreactúan la preocupación por su integridad a modo de “justificativo” para que el albañil no enseñe los rastros en su cuerpo. Unos y otros parecen creer que tortura es sólo eso que sucedía en los campos de concentración, que el resto forma parte de cierto código de dolor soportable, al menos para un hombre.
Todos construyen una retórica de la víctima socialmente aceptable, como si hubiera categorías entre quienes puestos a padecer tuvieran mejores razones o mayor inocencia. Algo así como esa retórica que tanto caló en el imaginario social entre los desaparecidos/as “inocentes” y los militantes.
El problema es que esta duda, esa mirada de sospecha, esa pregunta que se descarga o que se elude –según de qué lado del escenario se haya quedado– oculta que no se puede festejar sobre la ausencia de Julio López y sobre la impunidad de quienes han enviado tan certero mensaje, al punto de convertir a la víctima en sospechosa (como dijo la revista Barcelona, siempre un paso adelante, “Ahora dicen que López disfruta del dinero de Montoneros”) y de tentar a una corte de políticos ávidos de quitarse de encima el lastre de la desaparición del testigo contra Etchecolatz a apropiarse de una triste victoria conseguida sobre ningún culpable.
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