Vie 30.08.2002
las12

INTERNACIONALES

las afganas, hoy

Kandahar y Kabul ya no son lo que eran durante el reinado talibán, pero los cambios tampoco han llegado de pronto. Es muy lentamente que las mujeres van ocupando espacios y tomando decisiones, mientras salen a la luz las que, incluso durante el régimen fundamentalista, siguieron estudiando.

Por Angeles Espinosa

A su edad, las afganas ya somos viejas”, me confiesa Shiringul. Y eso que me he quitado un par de años por respeto. Ella ha cumplido pocos más que yo y parece mi madre. “¿En su país también prefieren tener niños que niñas?”, pregunta mientras me mira desde unos ojos tristísimos que contradicen su amplia sonrisa. Shiringul ha tenido siete hijas. Una desgracia en una sociedad en la que los varones deciden hasta el nombre de sus mujeres cuando se casan. “Sí, en mi tiempo era así, pero mi marido no me lo cambió porque le gustaba Shiringul; ahora ya no se hace”, concede. Sus palabras reflejan unos valores patriarcales y atávicos que los talibanes llevaron a su paroxismo encerrando a las mujeres en casa, por ley.
“Eran una banda de salvajes incultos”, les describe esta mujer religiosa y tolerante. Ella no recibió en su día una educación completa, pero todas sus hijas han estudiado y, durante el régimen de los seminaristas, tuvieron profesores particulares. Shiringul, como la mayoría de las mujeres de su generación siempre llevó el burka para salir a la calle y nunca cuestionó su subordinación al marido, ha seguido casando a sus hijas como a ella la casaron sus padres; sin consultarles. Y sin embargo, su fortaleza y empuje al frente de la familia (el padre se ha refugiado en la jardinería desde que la guerra lo dejara sin trabajo) les han dado un modelo lejos de la sumisión y la complacencia que podría esperarse.
Su hija Roya ha heredado el espíritu de Malalai, la heroína que encarna la tradición de desafío de las afganas. Roya, una miniaturista vocacional que ha vuelto a sus estudios de pintura en la universidad, reta a los funcionarios inoperantes, a los vendedores del bazar y a cualquiera que intente arrinconarla, desde debajo de su burka agujereado. “He decidido que ya no voy a comprarme otro. Cuando éste se acabe, saldré a la calle a cara descubierta”, anuncia decidida. Y es que en su ciudad, Herat, las autoridades locales no propician el cambio. “Ni siquiera hay una presentadora en la televisión”, se queja Roya, “estamos peor que en Kandahar”.
Como ocurría en la etapa talibán, allí donde las costumbres son más relajadas se imponen con más fuerza las leyes restrictivas. En Kandahar, la cuna de los seminaristas islámicos, las ONG tienen dificultades para reclutar al personal femenino. En la vecina provincia de Helmand, ni lo intentan. Durante mi visita a Lashkar Gah, su capital, varios hombres quedan impresionados por el dominio del darí de la traductora que me acompaña. Farida les explica que es originaria de Herat. “¡Ah!”, asiente y, cambiando al pashtún, el otro idioma oficial, que asumen que ella desconoce, comentan entre ellos: “Fijate a qué grado de perversión han llegado las mujeres de Herat”. La “perversión” consiste en que Farida noutiliza el burka y viaja cubierta a la iraní, con un tupido guardapolvos de color verde oliva hasta los pies y un pañuelo en la cabeza.
Con el desalojo de los talibanes, las afganas han podido volver a la escuela, al trabajo y a la calle sin escolta masculina. Sin embargo, los avances que se exhiben en Kabul llegan muy atemperados al resto de Afganistán. Y es que el punto de partida era también diferente en provincias. En realidad, la ola liberal que se vivió en la capital a principios de los ‘60 nunca llegó muy lejos. Apenas un 10 por ciento de los afganos son capaces de leer y escribir en las zonas rurales. Y ese porcentaje se reduce significativamente en el caso de las mujeres. “Eso es lo verdaderamente grave y no el burka en el que tanto se fijan ustedes en Occidente”, me espeta Zubaida.
Zubaida no es precisamente una mujer resignada. Casada y con cuatro hijos (tres niños y una niña), fue una de las dos únicas mujeres que siguieron trabajando en Kandahar durante el régimen talibán. Y Kandahar era el feudo de esa milicia de extremistas islámicos. “Me encargaba de las áreas rurales remotas para el Programa Mundial de Alimentos” rememora como si hiciera un siglo de eso. Su atrevimiento le valió varias amenazas a su marido (que la acompañaba como chofer) y ser confinada un mes en casa en el 2000 tras la denuncia de un compañero de oficina. Ahora se ocupa del reparto de comida a los refugiados y no tiene que esconderse.
En cuanto abandonamos Kandahar, Zubaida se quita el burka y lo sustituye por un simple pañuelo de cabeza negro. En la ciudad la conocen y teme por su familia. Esa misma presión social, difícilmente perceptible por una extranjera, le impide enviar a su hija a la escuela. “He contratado una profesora para que le enseñe en casa porque de momento no confío en la situación como para enviarla al colegio”, explica ante mi sorpresa. Por eso intenta que ahora la destinen a Kabul, una ciudad grande donde no la conozcan tanto y pueda pasar más inadvertida, una ciudad donde pueda mandar a su hija a la escuela y quitarse el burka sin llamar la atención.
No es un caso aislado en Kandahar, donde resulta difícil ver a niñas de uniforme yendo o volviendo de clase. Sólo un 9 por ciento de las niñas en edad escolar están matriculadas en las provincias del sur (frente al 45 por ciento en Kabul). “Si mis hermanas fueran a la escuela, los vecinos nos dirían de todo”, admite Quadratullah, un joven relativamente instruido que se declara a favor de que las mujeres estudien. “Es mejor para ella”, asegura, pero el peso de la tradición se impone. “Las personas educadas envían a sus hijas a la escuela, pero yo vengo de un medio sin mucha educación”, justifica. Así que Quadratullah, que logró completar el bachillerato y aprender un inglés más que decente, ha optado por enseñar a sus hermanas en casa.
“Es una decisión de cada familia”, defiende Naquibullah, el segundo hombre más poderoso de Kandahar después del gobernador Gul Aghá Shirzai. El clérigo Naquibullah, que renunció a luchar por la ciudad para evitar un nuevo baño de sangre tras la expulsión de los talibanes, controla el aparato a través de sus comandantes. “Hay muchas maestras y muchas niñas que van a la escuela; como en la época del rey, vuelve a haber libertad para ello. Ahora bien, si no quieren ir, no es un problema”, asegura convencido de que la educación es, como la guerra, una elección.
En Kabul nadie se atreve a defender que ir al colegio sea optativo, pero falta una acción más decidida en ese sentido. El tira y afloje que el presidente Hamid Karzai mantiene con los gobernadores, verdaderos amos y señores en sus respectivas áreas de influencia, eclipsa este asunto. Y sin embargo, el estatuto de la mujer revela como ningún otro asunto el tipo de país que los afganos quieren tener. En el trasfondo se halla también el debate sobre el papel del Islam en el Estado, porque es la religión el argumento que utilizan los más reaccionarios para limitar su emancipación.
“El Islam no da a la mujer el derecho a ser presidente”, se apresuró a proclamar Abdul Rahman Qarizada, uno de los delegados de la Loya Jirga (Gran Asamblea) el pasado junio, cuando Masuda Jalal se atrevió a competircon Karzai por la jefatura del Estado. En la calle, su intento no provocó aspavientos y muchos aplaudieron su valentía aún conscientes de sus escasas posibilidades. Masuda no proponía ninguna revolución en su programa. Al contrario, siempre cubierta, insistía en el Islam y sus valores. Pero su mera candidatura puso de relieve las diferencias e incluso contradicciones entre lo que los afganos entienden por Islam.
“No he fracasado, he ganado. No me he convertido en presidente, pero sí en un símbolo para las mujeres afganas” respondió satisfecha a quienes, como Qarizada, se alegraban de que no hubiese resultado elegida. “Las mujeres deben poder hacer todo en Afganistán, no sólo quedarse en casa”, dice Masuda mientras sopesa si va a cambiar su empleo en una agencia de la ONU por la política. “Tiene que haber mujeres en todos los ámbitos de la sociedad, trabajando codo a codo con los hombres, en el marco de la cultura islámica”, admite por su parte el nuevo presidente, atrapado entre su voluntad modernizadora y su conocimiento del conservadurismo que impera en el país”.
Tal como evidenció la Loya Kirga, un pequeño pero activo grupo de mujeres desea un Estado laico que no imponga el velo o leyes patriarcales. Pero muchas otras se muestran a favor de un régimen religioso: las islamistas, a las que apoyan los ex mujaidín, obtuvieron la delantera. Las activistas laicas o musulmanas moderadas fueron descalificadas con una sola palabra: comunistas, todo un insulto en un país que culpa de su fracaso a la antigua Unión Soviética. Muchos afganos han olvidado que el espíritu de Malalai es anterior a la influencia soviética. Un siglo después de que aquella heroína hiciera justicia a la valentía de las afganas, fueron una vez más las mujeres las que echaron al invasor. Las revueltas estudiantiles contra los soviéticos partieron en gran medida de las escuelas femeninas. Las chicas lanzaban sus velos a los soldados afganos, a los que acusaban de falta de hombría por su apoyo al ocupante. Treinta de los 50 estudiantes que cayeron bajo las balas en abril de 1980 eran chicas. Centenares de chicas fueron encarceladas por su rebeldía.
En las bodas afganas, el novio ve por primera la cara de su prometida a través de un espejo. A partir de ahora, los afganos van a tener que acostumbrarse a mirar a sus mujeres frente a frente. Antes de despedirnos, Shiringul me confía una importante decisión que ha tomado con su marido. “A las dos hijas que nos quedan en casa vamos a consultarlas antes de casarlas. Ahora ya no hay temor de que puedan llevárselas los talibanes”. Roya, de momento, ya ha dicho no a un pretendiente que rondaba a su padre. “Quiero terminar mis estudios”, justifica.

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