PERSONAJES
Es la de los ojos más lindos del mundo, que siguen siendo de un extraordinario verde esmeralda. Amelia Bence, una de las grandes damas del cine argentino, continúa en plena actividad. Hace teatro, radio, da charlas, hace fierros, y en esta nota rememora su larga y prolífica carrera.
› Por Moira Soto
Aparece por una puerta lateral
de la sala Miguel Cané de la Secretaría de Cultura y se desliza
con porte señorial hacia el escenario, de larga falda recta morada y
chaqueta corta al tono levemente entallada, los legendarios ojos verdes realzados
por el maquillaje, recitando “Quisiera esta tarde divina de octubre...”.
Amelia Bence, estrella de la llamada época de oro del cine argentino,
comienza de este modo –una vez más, desde hace cinco años–
el espectáculo Alfonsina, que viene representando en diversas bibliotecas
públicas acompañada del actor Ricardo Alanés y el músico
Ricardo Axit, bajo la dirección de Rodolfo Graciano.
Entre un poema y otro de Alfonsina Storni, interpretados apasionadamente por
la actriz, su coequiper va desgranando datos biográficos de la poeta.
En un momento, Bence recuerda a Federico García Lorca, “defensor
de los derechos de las mujeres”, y ahí nomás manifiesta su
deseo de hacer Yerma, aunque más no sea un fragmento. Alanés,
que se ha presentado como la “sombra de los poetas”, le sigue el tren
y juntos interpretan una escena de la pieza. Más adelante, pretextando
que a Alfonsina le gustaba cantar tangos para los íntimos, la actriz
entona con personal acento arrabalero “De mi barrio” y “La Cumparsita”,
temas a los que suma luego un valsecito y una canción pacifista con la
música de Mackie Navaja, de la Opera de dos centavos.
–¿Te das un gustazo al incluir una escena de Yerma en Alfonsina?
Se te trasparenta la fruición con que lo hacés.
–Ah, sí. Por supuesto, me pareció que enriquecía el
espectáculo. Ese poema que digo al final del cuadro –”Ay, qué
prado de pena, ay, qué puerta cerrada la hermosura, que pido un hijo
que sufrir y el aire me ofrece dalias de dormida luna”– es una maravilla
absoluta, de una pena muy profunda... Siempre menciono que Lorca vivió
unos meses aquí y conoció a Alfonsina, se hicieron muy amigos.
En una ocasión hice por Radio Nacional La casa de Bernarda Alba.
–Un rasgo tuyo poco explotado por el cine es tu sentido del humor, que
aflora en Alfonsina.
–Claro, y a mí el humor también me sirve para incorporar
al público, hacerlo mi cómplice. El humor te hace ver más
claramente algunas cosas, te divierte sin dejar de lado la profundidad. No creo
que a Alfonsina le hubiera gustado un espectáculo solemne sobre ella,
porque era de transmitir sus ideas, sus críticas con mucha chispa, por
ejemplo, en la carta que dice “Quién soy yo...”. Y en “Hombre
pequeñito”... ¡cómo se burla de los hombres que exigen
lo que ellos no pueden ofrecer! Creo que unos cuantos en la platea han de sentirse
reflejados cuando lo digo. Pero Alfonsina también puede tener otro tono
cuando el tema lo pide: “Cuando mueran mis rosas, las del alma, bésame
las pestañas temblorosas y ponme en mis cabellos y en mis sienes una
pálida corona de rosas...”. Qué belleza, qué gran
poeta además de una persona valiente.
La niña que supo
cumplir su deseo
“Yo vivía en el 1913 de la calle Paraguay, en una casa espaciosa
con dos patios grandes. Era una época de puertas abiertas, tan distinta
de lo que está pasando ahora... Las chicas jugaban en la vereda, yo estaba
a menudo tranquilamente sentada en el umbral. Tengo grabada mi propia imagen
a los tres años, el pelo corto con flequillito... Recuerdo que un día
pasó una mujer que tendría unos 18, 20, pero que a mis poquitos
años me pareció casi una vieja, toda andrajosa, que me pidió
comida. La hice entrar a mi casa y le dije a mi mamá: ‘Esta señora
tiene mucha hambre’. Y ella me miró con una sonrisa muy dulce y
le dio un plato de sopa a esa mujer. Nos mudábamos muy seguido, mi padre
–que había llegado de Rusia– era lituano...”, evoca Amelia
Bence desde el living de su departamento, rodeada de libros –como las obras
completas de Anatole France– y de exquisitos dibujos, firmados por Jan
Marzan, de antiguos integrantes de la Comédie Française que decoran
un par de biombos y algunas puertas. No es tarea fácil conseguir que
la estrella de Los caranchos de la Florida (1938), Nuestra Natacha (1944), El
pecado de Julia (1947) –entre otras muchas recordadas actuaciones–
se ponga a hacer historia, su propia historia. No sólo porque anuncia
que todo, absolutamente todo va a estar en sus memorias sino porque a ella le
gusta vivir en el presente, activa y actualizada, dispuesta y esperanzada.
“Cuando entré a los cinco años al Lavardén fue porque
Berta –que ya era profesora de declamación– y Paulina Singerman
–que estaba en el Conservatorio y ya empezaba en el teatro–, vecinas
nuestras, les dijeron a mis padres que me veían condiciones”, prosigue
Amelia después de hacerse rogar un poquito. Precisamente, la actriz,
en su espectáculo Alfonsina, memora una anécdota que protagonizó
junto a su entonces profesora Storni: la niñita de preciosos ojos claros
debía hacer un personaje que escribía una carta a los Reyes Magos,
y al intentar pegar la estampilla mojándola con la lengua, se la tragó.
Asustada porque creyó que le iba a hacer daño, se puso a gimotear:
“Vamos, no llore, mocosa”, la calmó Alfonsina Storni.”A
escena, que usted va a ser actriz.” “Y creo que ahí empezó
realmente mi carrera”, rubrica Bence.
“Es algo muy importante poder realizar la propia vocación. Yo peleé
contra mi familia porque no me dejaban ser actriz. Luché y lo conseguí,
pese a que a los diez años me sacaron del Lavardén porque querían
apartarme de este oficio, pero a los doce logré volver”, sonríe
orgullosamente. “Era la mía una familia muy burguesa, europea, tradicional,
que quería que sus hijos estudiaran, que fueran profesionales con título
universitario... Pero ese deseo recién se cumplió con mis sobrinos.
Sin duda, la mía ha sido una vocación muy fuerte y definida: a
los doce le dije a mi madre que en el Conservatorio Nacional de Música
y Declamación aceptaban chicas de mi edad para estudiar. Yo sabía
que no, pero me habían dicho que acercándome allí podía
ingresar al teatro... Y a mis padres, todo lo que fuese estudiar les parecía
perfecto. Entonces mi madre me llevó y se encontró con que no
había lugar en Arte Escénico, pero si en Danzas Clásicas,
con Mecha Quintana, donde entré. Y al poco tiempo ya estaba haciendo
de figuranta en Wunder Bar, la primera obra que hice como bailarina. La dirigía
Armando Discépolo, que había pedido chicas jovencitas del Conservatorio:
yo tenía 13, en ese momento, recién cumpliditos, así que
Mecha Quintana me mandó con un grupo de chicas muy adelantadas para trabajar
en esa pieza. Simultáneamente estuve en la película Dancing: a
esta filmación llegué como extra, pero el director Moglia Barth
se fijó en mí, se ve que le gustó mi presencia y me dio
una escenita de dos palabras. Entonces, yo estaba trabajando en la obra de teatro
y en la película, y un día me despierto a la mañana, confusa,
sin saber qué me tocaba hacer. Y ahí decidí que nunca más
iba a estar en dos cosas a la vez, para mí era demasiada exigencia. Y
lo cumplí hasta el presente. Por suerte, sigo realizando mi sueño
de chica gracias a que poseo una memoria privilegiada, y un físico en
forma porque me muevo, hago mucha gimnasia, y no estoy sentada ni bordando ni
tejiendo ni mirando televisión todo el tiempo. Quizás no tengo
todo el trabajo que querría, pero está bien, porque tanta actividad
quizás no me conviene y, como suelo decir, soy bastante haragana.”
Los ojos más lindos,
la voz más sensual
De Dancing (1933) a Adiós Alejandra (1973) la carrera cinematográfica
de Amelia Bence ronda los cuarenta films e incluye joyas de la calidad de La
vuelta al nido (1938), Todo un hombre (1943) y A sangre fría (1947).
Requerida por los mejores directores, gracias tanto a su notable fotogenia como
a su ductilidad interpretativa, la actriz ganó numerosos premios y asimismo
rodó en España y en México. Fue la hija del puestero solicitada
por padre e hijo en Los caranchos de la Florida (1938); se vistió de
época con En el viejo Buenos Aires (1942); pasó de ama de casa
a frívola vedette en Mi mujer está loca (1952); se convirtió
en criolla de pura cepa en La guerra gaucha (1942); asumió plenamente
a la aristócrata que se prenda de su sirviente (nada menos que Alberto
Closas) en El pecado de Julia (1947). Y desde luego protagonizó dos producciones
que la han marcado a fuego, por distintas razones: Los ojos más lindos
del mundo (1943) y Alfonsina (1957), y enamoró, al igual que en la vida
real, a Closas en Romance en tres noches (1950).
–Flor de privilegio el tuyo: haber protagonizado esa obra maestra, tardíamente
reconocida, de Leopoldo Torres Ríos, La vuelta al nido...
–Y pensar que cuando se estrenó, resultó un fracaso. Fue
un experimento del director que yo acepté porque me pareció interesante,
y ya en esa época hice mi propio aporte: en esa escena, luego tan comentada,
en que José Gola está leyendo el diario, yo, sin que Torres Ríos
me dijera nada, me senté a su lado y le acaricié la cabeza. Porque
yo, desde siempre, antes que trabajar a los personajes intelectualmente, prefiero
dejarme llevar por la intuición. Por supuesto, con el tiempo, además
de usar miintuición, he aprendido recursos técnicos, me he cultivado,
he reflexionado, y todo ese bagaje enriquece mi actuación.
–Decime, ¿José Gola era tan divino personalmente como se
lo ve en las películas?
–Yo no me di cuenta. Tenía 17 años en ese momento, me llevaba
el mundo por delante. Estaba enamorada y no reparé demasiado en él.
He sido enamoradiza desde los cinco, que me fasciné con un chico de doce
que iba al Lavardén. Cuando yo tuve doce, caí enamorada del hijo
del hermano de mi profesora de colegio; a los 17, de un director de cine...
Ninguno me correspondió, claro, porque para mí todavía
el amor era estar en una nube. Después sí, a los 25 quise a alguien
muy importante en mi vida. Pero con Gola, además, tenía una relación
bastante impersonal. Ningún director me dijo nunca lo que tenía
que hacer. La única vez que Mario Soffici me hizo una observación
fue en El pecado de Julia: yo me despertaba luego de soñar que era un
hada y estaba entre otras hadas en el agua que me llevaba y me iba hundiendo,
y pegaba un grito. Soffici me enseñó cómo hacerlo para
no quedarme con la garganta rota.
–Trabajaste con casi todos los directores más importantes del momento,
e incluso varios de ellos te volvieron a llamar.
–Sí, a partir de Luis Saslavsky, quien fue el que me descubrió
en La fuga, cuatro años después de Dancing. Carlos Schlieper,
amigo de un cuñado mío, me llevó a ver a Saslavsky cuando
preparaba esa película. El me miró con una expresión especial,
como si lo asombrara y me dijo: “Es una lástima, ya está
el elenco completo...”. Al día siguiente, a las 11 de la mañana,
yo todavía vivía con mi familia, suena el teléfono: era
Saslavsky que me decía: “Inventé un papelito para usted,
venga vestida como ayer, si tiene un pantalón de montar, tráigalo”.
En esa época yo era muy deportista, y también andaba a caballo,
así que tenía el pantalón. Fueron pocas escenas, pero gracias
a La fuga mi carrera despegó. Para mí, en nuestro cine, fue antes
y después de Saslavsky. Antes de él, la gente de clase alta no
iba a ver cine argentino, y gracias a sus películas cambió esa
actitud. Tenía un gran refinamiento en todo sentido, pero también
quiero recordar a otros realizadores como Soffici, que me dirigió en
El hombre que debía una muerte; a Daniel Tinayre, con quien hice El camino
del infierno, A sangre fría, La danza del fuego, La cigarra no es un
bicho. Y Pierre Chenal, Luis César Amadori, Luis Mottura, Kurt Land...
Por supuesto, Carlos Schlieper, con quien trabajé en Las tres ratas.
–Eran épocas en que las estrellas estaban muy cuidadas, desplegando
un glamour un poco al estilo de Hollywood...
–Había un lujo que ya no existe en la ropa, en la escenografía.
Se tenía muy en cuenta la iluminación, incluso en las fotos periodísticas.
Era la época en que nuestro cine pasaba las fronteras, llegaba a toda
América y más allá. Yo, por ejemplo, fui vestida por Vanina
de War: en la película Los ojos más lindos del mundo, que producía
Argentina Sono Film, Atilio Mentasti me había destinado una ropa que
confeccionaban en el estudio. Pero cuando me pruebo uno de esos trajes, Luis
Saslavsky, que era un exquisito, dictaminó: “No sirve”. Mentasti
le respondió que otro vestuario iba a salir muy caro, y Luis le aseguró:
“Si no tengo una ropa de Vanina de War, como yo creo que esta historia
necesita, la película no se hace”. Mentasti aceptó finalmente,
y cuando Los ojos... estuvo terminada, tuvo que reconocer que el director había
tenido razón. Mi vestuario en esa película es brutal.
Placeres de la escena y
la televisión
“Justamente ayer –cuenta Amelia Bence–, en Argentores, estuve
en un homenaje a Enrique Susini. Me emocioné mucho porque él fue
uno de mis primeros directores de teatro. Recordé que cuando Susini empezó
con comedias musicales, yo fui y con mi frescura de 14 años en ese momento,
le golpeé la puerta de su oficina en el Teatro Odeón y le dije:
‘Doctor, sé que usted busca chicas que quieren empezar a trabajar.
Me gustaría que usted me guiara...’. ‘¿Qué sabe
hacer?’, me preguntó. Y yo, desenvuelta, le respondí: ‘Yo
creo que tengo condiciones para todo’. ‘Ah, muy bien, mijita’,
sonrió y empezó a interrogarme: ‘¿Sabe cantar? ¿Sabe
bailar?’. ‘Claro, claro, doctor’, le aseguraba yo. El se puso
al piano, tocó unos compases y yo empecé a cantar. El se volvió
a reír, seguramente divertido por mi desparpajo, y me dijo: ‘No
importa, la tomo igual...’. Yo había hecho Wunder Bar y quería
más: cantar, bailar, actuar. Susini me tomó para el cuerpo de
baile, pero tuve la suerte –para mí, claro– de que en esa temporada
enfermase Amanda Varela, que hacía el papel de dama joven (encabezaban
Mecha Ortiz y Florencio Parravicini). Entonces nos viene a ver el doctor Susini.
Pasa revista al cuerpo de baile, se fija en mí y me señala: ‘A
ver usted, vampiresita, venga para aquí. ¿Se anima a reemplazar
a la señorita Amanda Varela mañana a la noche?’. ‘Y
claro, doctor –le contesto–, todas las noches me quedo entre cajas
mirando la obra, me la sé de memoria.’ Mentira, pero era tal mi
ambición de llegar, de demostrar mis condiciones, tal la inconciencia
de mi juventud que no dudé un instante. Bueno, agarro el libreto, lo
leo, tenía que hacer la función un sábado, con el teatro
repleto. Yo era gordita en ese entonces, con mucha pechuga, quería adelgazar
y casi no comía. Todas las noches soñaba con comida; a los 15
me alimentaba con un menú que me dio el doctor Susini, un bifecito de
lomo así de chiquito, media manzana y una galleta marinera. Y le daba
a la gimnasia, al baile. Amanda Varela era más alta que yo, y flaca.
Como la ropa de ella estaba hecha al bies, se acomodó a mi cuerpo perfectamente.
Parravicini era un actor muy especial, nunca te daba los pies, él decía
lo que se le antojaba, había que seguirlo. Entonces yo, que me había
aprendido los finales de frase, me quedé esperando en vano. Permanecí
muda, y él, con ese estilo que lo caracterizaba, empezó a decir
mi letra y la de él. El público, que por supuesto se dio cuenta
al verme la expresión, me empezó a aplaudir para ayudarme. Te
cuento que termina el primer acto y me llama don Florencio a su camarín
y me dice: ‘Mijita, está contratada para el año que viene:
primera damita joven en mi teatro con Mecha Ortiz y conmigo’. Fue un paso
decisivo en mi carrera. Pensá que yo no había hecho arte escénico,
dos meses de baile, nada más.”
–¿Te parece que el cine es tu elemento natural, pese a que te has
lucido en el teatro y la TV?
–Sí, a mí siempre me gustó más el cine, pero
creo que por pura comodidad. Cuando hago teatro, soy muy cumplidora, pero nunca
me ha gustado estudiar tanto como saber. Por eso he tratado de rodearme de gente
inteligente, culta, de la que pudiera aprender. Entonces, por el sistema de
trabajo, el cine exige menos esfuerzo de estudio, algo que me aburre mucho.
En el cine, yo tan tranquila, me aprendía los textos mientras ponían
las luces, las cámaras, también se ensayaba. Además tuve
la ventaja de que ningún director me indicó cómo tenía
que hacer mi personaje. Pero mientras que en el cine cada día es diferente,
en el teatro hay que estar todos los días a la misma hora, tengas o no
ganas, estés con el ánimo por el suelo o un poco enferma... Sin
embargo, este año que hice Venecia en Lima, de martes a domingo, estuve
muy contenta y divertida. Lo pasaba bomba: fue una puesta preciosa de Osvaldo
Cattone, totalmente diferente de la que se hace acá.
El calor que brindan el
amor y la pasión
–Tenés fama de haber sido una mujer muy amada...
–Sí, muy amada, es verdad. Pero yo también amé muchísimo.
Tengo la suerte de que mi capacidad amatoria sea realmente importante. Creo
mucho en el amor, pienso que es fundamental en la vida. Si hubiese más
amor no habría tanta lucha, tanta violencia, tanto desgarramiento, tanta
miseria... Creo en el amor en un día de lluvia, en un día de sol.
Creo en el amor a un ser humano, a un perro, a un gato, a un loro. Pero sobre
todo en el amor de pareja.
–¿En la pasión?
–Ah, sí, la pasión es un gran momento que no hay que dejar
pasar. Pero también cuando veo una pareja de viejitos muy juntos, que
se apoyan mutuamente, me enternecen mucho. Porque yo siempre tuve la fantasía
de que el amor es para toda la vida, como ocurrió con mis padres. Lamentablemente
conmigo no fue así. Ahora yo no hablo de pasión sino de compañerismo,
de afecto... Pero resulta que, sobre todo el hombre, cuando se termina la pasión,
busca en otras relaciones la cosa del sexo, nada más. Yo, personalmente,
soy de un solo hombre. Cuando ese hombre se ha portado conmigo como yo con él,
puedo seguir toda una vida. Pero si hay un engaño, una infidelidad, bajo
el telón como si fuera el tercer acto y se termina la obra. Se me acaba
el amor, ya no puedo sentirlo. He tenido fracasos en el amor, y todos han sido
por infidelidades, por ninguna otra causa.
–Formar una pareja idealizada por el público con un supergalán
como Alberto Closas no es lo mismo que tener un romance privado, sin injerencia
de los medios, que de todos modos eran mucho más mesurados en esa época.
–Mirá, yo fui muy feliz con Closas, mi primer marido, lo pasé
muy bien. Pero creo que los dos estábamos todavía inmaduros. Bueno,
te diría que él fue inmaduro hasta el último día
de su vida. Murió a los 72, hace 8 años. Era del 21 de noviembre
del ‘21. Y siempre totalmente inmaduro. Fijate que un día me la
encuentro a mi suegra –la madre de él me quería muchísimo–,
en España. Ya estábamos separados y él se había
vuelto a casar con una española con la que tuvo varios hijos. Fue en
una peluquería, donde estaba también la nueva mujer de Closas,
con su primer embarazo, peinándose y hablando hasta por los codos, haciéndose
la graciosa porque me había visto. Y mi suegra me toca la cara, me da
un beso y me dice: “Déjala; lo que pasó contigo y con Alberto
es que si tú hubieses tenido un hijo, nunca se hubieran separado”.
En realidad él tuvo cuatro, cinco hijos con ésta, le metió
los cuernos más grandes del mundo, la dejó, no pudo con su alma.
Era un tipo así: para él era normal la infidelidad. Iba de una
a otra mujer que lo atraía.
–¿Un picaflor?
–Mucho más que un picaflor. Aquí, por ejemplo, estuvo con
una última mujer, Lía Centeno, cuando ya tenía el cáncer
del pulmón por el cigarrillo. El se fue a España y le prohibió
terminantemente a ésta que viajara, porque se había enamorado
allá de una pintora. Y gracias a esa relación me parece que tuvo
las fuerzas para sobrellevar su enfermedad. Esa mujer lo ayudó mucho
y él mantuvo la ilusión de que se iba a curar (a continuación,
Amelia imita el acento español de Closas), que iba a vencer a ese monstruo
del cáncer. Decía: “Pues, a ésta, joder, que la venzo...”.Conmigo
tuvo un gesto muy bueno al final de su vida: cuando ya estaba en la última
etapa de la enfermedad, Chiche Gelblung fue a España a hacerle un reportaje,
por el que le pagaron 50 mil dólares, y le preguntó con qué
mujer quería hacer conexión aquí en la Argentina, y Alberto
me eligió a mí. “Con la única que quiero hablar es
con Amelia Bence”, le dijo. Debo decirte que me llamaron y por supuesto
acepté, pero me dieron sólo 40 pesos, lo que Actores exigía.
Salió la nota en vivo. Fue un homenaje fuerte. Lo que él dijo
de mí en ese programa fue maravilloso. Reparó todo el mal que
me había hecho en la vida. Me elogió como actriz, como mujer...
–¿Cómo fue el reencuentro cuando hicieron Cartas de amor
en el teatro, en el ‘91? A esa pieza la hicieron varias parejas atractivas,
pero la de ustedes fue la que batió todos los records...
–Nos volvimos a encontrar como dos compañeros de trabajo, nada más.
Era una semana para cada pareja, pero fue tal el éxito que tuvimos con
Closas que se extendió nuestra actuación. Reventamos el teatro,
nos llamaron desde Miami, pero no pudimos ir porque él tenía un
contrato con una española. Me acuerdo que yo estaba en el camarín
maquillándome y él aparece con el pucho y le digo: “Alberto,
por favor, el cigarrillo aquí no”. Se ríe: “Ay, guapa,
pues, ¿qué te puede hacer? A mí no me hace nada?”.
Mirá vos: un cáncer que no pudieron operar. Qué pena. Fijate
qué cosa curiosa: yo lo extraño horrores. Después del alejamiento,
del paso del tiempo, me falta. Así como siento nostalgia de mi último
marido, también víctima del cáncer por el cigarrillo...
Los extraño porque, sin que yo me lo proponga, a través de los
años voy perdonando lo que me hicieron sufrir, no soy rencorosa. Me quedo
con las cosas buenas.
Foto de tapa: gentileza del Museo del Cine
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