FOTOGRAFíA
Por primera vez se podrá ver en Buenos Aires la muestra de Lucila Quieto, Arqueología de la Ausencia, junto con los trabajos que siguió realizando siempre con la misma impronta: desarticular lo obvio en busca de imágenes que cuentan más allá de lo que se ve.
› Por Marta Dillon
Hay una palabra que acude a la boca de Lucila Quieto cuando se le pregunta por su trabajo: rompecabezas. La dice y de inmediato se ríe; es que su hijo de dos años ha perdido hace poco dos piezas de su favorito y cada vez que intenta armarlo las busca otra vez como si tuviera alguna chance de dar con el lugar en el que se escondieron esas piezas ausentes. No están, le dice ella, no las busques más, se perdieron. Pero él insiste con la tenacidad propia de esa edad en la que todavía es posible creer que todo se consigue si se casca con fuerza el huevo de otras voluntades para que entreguen lo que el niño merece. La madre, en cambio, aprendió a darlas por perdidas, al menos a esas, con su contorno original y el encastre perfecto de color y forma. En lugar de buscarlas, ella piensa en dibujarlas. ¿Conformaría eso a su hijo?, ¿le daría la chance al niño de ver lo que falta, aunque falte?, ¿sería una caricia para él o destellarían esos dibujos muletos señalando todavía más el hueco de la ausencia que la madre calificó de irreversible?
De una o de otra manera, la madre ya se hizo estas preguntas y por eso, tal vez, no se le ocurre comprar un juego nuevo. Prefiere tensar las hebras que quedaron para volver a tejer con ellas la trama de lo que falta. Es así como aprendió a mirar como si buscara; a enfocar en el blanco hasta que se imprima el trazo móvil que guían los relatos, el deseo de que el tiempo transcurra más acá del instante, que tienda la mano para cubrir esos ojos que miran interrogando sobre lo posible arrebatado.
Esa es la chance que le dieron las fotos: un momento capturado al que se puede interrogar para que conteste por la música que sonaba de fondo, el olor de la comida que se ve detrás, el color de unos pantalones, la temperatura del agua en esa playa. “Siempre me gustó mirarlas”, dice y es fácil imaginar a la niña que fue revolviendo las pocas fotos de su padre y rearmándolas para que cuenten algo más que esa anécdota que se cerraba en la toma. Que le cuenten, por ejemplo, quién hubiera sido ella si no hubiera tenido que esperar 17 años antes de inscribir el nombre del padre en el documento de identidad. Que le cuenten de qué se trata la identidad que forzosamente se enhebra y se despliega sobre el blanco de la ausencia. Algo faltaba siempre en esas fotos: faltaba la progresión del tiempo ajando los rostros, angostando los pantalones, afeitando, tal vez, ese bigote para siempre hirsuto en el tiempo quieto de la imagen estática. Faltaba ella, la que miraba, la que mira. ¿Cómo hacerlas hablar, entonces? ¿Cómo pedirles que extiendan ante quien mira el plano de sus proyectos? ¿Cómo crecer sin esa arquitectura que aun cuando se desarme otorga el lugar desde donde empezar a derribar los muros? Hay otras voces, es cierto. Estuvo su madre, por ejemplo, para decirle a los 12 que había llegado el momento de devolverle su nombre completo. Pero ella, la niña y la mujer que ahora es, quería más. Quería refugiarse como hacen los niños en la cama de los padres, sentarse en la falda del padre que no llegó a conocerla, interrumpir un momento de amor entre adultos para que le presten la atención debida. Quería, en definitiva, lo imposible, y eso, se sabe, demora un poco más.
Veinticinco años, dice ella, ese es el tiempo que le tomó la gestación de “otra foto”. Ya que no hubo un crecer al reparo, Lucila asume la violencia de la falta y se interpone ella misma en un acto abrupto ahí donde quería estar. Fuera de tiempo, fuera de espacio, ni el tiempo de la toma ni el de superposición. Ni siquiera en el del sueño que tal vez, más amable, podría transcurrir como una sucesión aun fuera de lógica. Ella impone su estar en el mundo y que la luz la recorte arrebatando a uno y otro lado del presente un costado de sombra. Y vuelve a iluminar. Lo que aparece entonces es como una revelación: algo de lo que se ve ha estado siempre en el espejo. Algo de lo que no se ve permanece como una certeza mutante. No hay otra foto, la que sigue; hay un continuo en el que la pérdida destella intermitente y permite seguir buscando a sabiendas de que sobre la espalda, en el pecho, como un abrazo o una bandera los amores ausentes hacen su guarida y modelan a quienes ahora pueden transitar a su paso la línea del tiempo proyectándose hacia adelante y descansando cada tanto en el tiempo sin nombre de ese instante alumbrado por la voluntad de quien busca más allá de lo posible. Y entonces la pérdida se sacude del dolor de lo irreversible como agua del pelo mojado, ahora es una estela de gotas dispersas que convocan a la luz y aun cuando no es posible evitar el frío que se siente en la espalda el tocado se modela, se puede dejar secar al sol con la conciencia de que sumergirse otra vez será una experiencia y que de esa agua se puede beber también como de una fuente.
Y a aquella revelación siguieron otras: es el trabajo de la fotógrafa capturar y revelar (develar, rebelar). El ojo casi nunca alcanza a comprender la trama de la luz hasta que hace silencio y mira, ya no a través sino en. La imagen domesticada, como un animal en su corral, se deja interrogar; incluso acariciar, intervenir, pedirle que haga piruetas, que muestre sus diversos perfiles. El rompecabezas se arma y se desarma. Subyace la búsqueda: “unir lo que estaba destinado a quedar separado”, dice ella. Pero también la de desarticular la imagen hasta que olvide lo que era para ser ella la que la provoca y la convoca, quien la haga hablar y contar: de qué se trata una sonrisa, con qué materiales se fragua el amor, por qué el amor y no otra cosa arma una familia entre los que están y los que no están, entre quienes se detuvieron en el tiempo y quienes mutan. En el intervalo de la ausencia Lucila Quieto arma su guarida y desde allí tira sus lazos como quien busca entre las especies un rebaño de indómitos ejemplares que parecen domesticarse a su designio pero, como en todo rompecabezas, se desarman y se fugan para darle la oportunidad de seguir buscando la pieza que, en definitiva, será la obra. O la vida misma.
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