Viernes, 8 de junio de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Obvio y más que obvio que Dorothy Parker no esperó respuesta alguna a su epitafio –nada hace suponer que confiara en un más allá–, y aun así es posible perdonarla, no por el polvo sino por la desnudez a la que expuso cierta mentalidad femenina, por haber metido el dedo –o la estola– en la llaga de la más nimia cotidianidad y hasta por habernos heredado ese glamour por el mareo alcohólico hoy tan démodé. A cambio, que ella nos disculpe, en el aniversario de su muerte –¿casualmente en nuestro día del periodista?–, por esas hijas apócrifas que adoran los finales felices.
Por Liliana Viola
Estúpidas mujeres del mundo, ¿siguen allí? ¡Despierten!
Basta con empezar a leer el ejemplar Narrativa completa de Dorothy Parker para oír el grito. Luego, constatar que las mujeres de las que ella habla, efectivamente siguen allí.
Pocos autores pueden suscitar esta urgencia por responder después de haber tenido que acarrear sus libros de un siglo para el otro. Dorothy Parker nació en el XIX, vivió en el XX y resucitó en el XXI casi sin haberse muerto. Podría decirse que todo le salió bien: se hizo famosa por obras y conversaciones, por agria y por cómica. A los 23 empezó como columnista de Vogue, fue crítica teatral en Vanity Fair, fundadora del New Yorker y colaboradora en Harper Bazaar, en Life, entre otras. En Esquire firmó durante años una atípica crítica literaria que se dirigía a sus lectores como quien charla con sus primos que no leen mientras resume y destroza con una frase maldita argumentos completos. Su cuento “La auténtica rubia” ganó el premio O. Henry como mejor relato breve de 1929. Cuando quiso, se transformó en guionista de Hollywood y obtuvo salario “masculino”, escribió más de diez guiones, entre ellos el de Nace una estrella que fue nominado al Oscar. También hizo el guión, además de un breve cameo para Sabotaje dirigida por Hitchcock. Tuvo su mansión en Beverly Hills y varios departamentos, aunque se alojó en las habitaciones de múltiples hoteles de Nueva York, California, Francia y España de los cuales la leyenda dice que casi siempre se fue sin pagar.
Había remontado un mal comienzo: su madre murió cuando ella tenía cuatro años, su madrastra fue cruel, su padre también murió antes de tiempo y la tragedia del “Titanic” se llevó a uno de sus hermanos. Tuvo que dejar los estudios a los 13 años y trabajar tocando el piano en una escuela de danza hasta que en Vogue decidieron publicarle su primer poema.
Lo que vino después, una vida lo suficientemente atenta, oportuna y larga como para protagonizar los años locos, los de la generación perdida, los de la guerra, los de Doris Day y los de la hora hippie. La encontraron muerta el 7 de junio de 1967, a los 74 años, en una habitación de hotel acompañada por su perro y por una botella de whisky a medio liquidar.
Ella misma hizo sinopsis de su existencia con frases ingeniosas que hoy son tan célebres y tal vez apócrifas como las de Groucho o las de Wilde. Por eso, de haber sido por Dorothy, todo lo dicho anteriormente pudo haberse evitado y resumido en una sola frase: “He sido pobre y he sido rica. Créanme: rica es mucho mejor”.
La invitaban a todos los cócteles chic de Nueva York, le pedían que dijera algo gracioso y se reían antes de que abriera la boca. Llevaba a veces una larga boa que mojaba en los platos de cercanos comensales y la mayoría de las veces terminaba chamuscada por la distracción tan propia de los fumadores. ¿Y? ¿Adónde dirigía su interés Dorothy Parker?
Vale aclarar, antes de decir que “hacia los más molestos detalles”, que durante los años ’30 desarrolló una gran actividad política, ayudó a fundar la Liga Antinazi en Hollywood, en la década del ’50 fue investigada por el FBI como sospechosa de pertenecer al Partido Comunista, se autoproclamó feminista y sufrió la caza de brujas. Dejó en varios cuentos su repulsión por el racismo y en su testamento, los derechos de autor al reverendo Martin Luther King Jr. Pero eso no quita ni agrega mérito a su interés por los detalles con los que, por ejemplo, comienza uno de sus poemas más citados: “Los caballeros raras veces/ hacen cumplidos a las chicas con gafas”. Muchos críticos la acusaron de malgastar su talento en asuntos cotidianos como la soledad de las parejas, las esposas sabelotodo, las mujeres que temen ser abandonadas aunque ya están solas, las que piden disculpas cuando quisieran pedir explicaciones, las que piden explicaciones y se desmayan antes de escucharlas. (Para este punto, se recomienda el cuento “Entre Nueva York y Detroit”).
Aunque era miope, nunca usó anteojos en presencia de ningún hombre. Días antes de morir le pidió a una de sus amigas que le dijera la verdad: “¿Le gusto a Ernest?”. Con “le gusto” se refería a sus cuentos y con “Ernest”, a Hemingway. Murió sin certezas. Dicen que Hemingway respetaba sus cuentos y sobre todo el poema de las mujeres con gafas.
Tan desesperada como la que está pendiente de un teléfono (¿es necesario aclarar que no suena?), tan patética como a la que se le rompe la liga en medio de una fiesta llena de desconocidos, o tan cerca de la suerte como la del cuento “En cambio, el de la derecha” –a quien en una cena muy formal le toca hablar con el idiota que tiene sentado a su izquierda–, Dorothy se compadece por algunas debilidades femeninas y permite a sus personajes pensar en voz alta, monologar.
En el monólogo “Una llamada telefónica”, esa pobre chica da cuenta de una voluntad que la excede, trama urdida antes de su nacimiento. ¿O es casual que todas hayamos sufrido ante el teléfono alguna vez?
Lo brillante de este cuento no es la imitación realista de la “lógica femenina”, sino el punteo exhaustivo de todos los mandatos con los que ésta cumple: “Por favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. No te pediré nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Te costaría poco, Dios mío concederme esa pequeñez”. La confianza en un destino que nos hará felices y al contrario. Más adelante: el hombre que no llora, la mujer que debe ser oportuna para llorar, el inexistente deseo de comunicarse, el viejo rencor, la revancha preparada, la competencia siempre y el regreso complaciente a los roles prefijados: “El se enojará si ve que estás llorando. No le gusta que llores. El no llora nunca. Ojalá pudiera hacerlo llorar y pasear de un lado al otro de la sala y sentir una opresión en el pecho, una herida enconada en el corazón. Ojalá pudiera causarle una herida así. Me temo que él ni siquiera sabe lo que siento. Ojalá pudiera saberlo sin que yo se lo dijera. No les gusta que les digas que te han hecho llorar. Si dices eso piensan que eres posesiva y cargante y entonces te aborrecen. Te detestan cuando dices lo que piensas. La relación nunca es tan seria para ser tan sincera”.
Dos matrimonios, algunos amantes, un aborto, dos intentos de suicidio, confianza ciega en el whisky. Adoraba las flores –jamás faltan en los jarrones de sus cuentos–, los perros y los llantos mirándose frente al espejo. Sentimental y corrosiva, convirtió en chiste su impotencia. Pero no, Dorothy Parker no tuvo hijas.
Aunque muchos hayan querido ver en El diario de Bridget Jones y en las cuatro amigas de Sex and the city a sus legítimas descendientes, poco tiene que ver su literatura con el género denominado chic lit (novelas escritas por y para mujeres donde se narran historias de mujeres que rondan los 30, solteras, con una buena posición social y económica, que trabajan en contextos glamorosos, se sienten libres y mueren en busca del príncipe azul).
Estas mujeres estúpidas, comparadas con las estúpidas de Parker, tienen la desventaja de llegar mucho más tarde, enorgullecerse de lo que a ella la avergonzaba y además se llevan su merecido: un final feliz. Las de Parker fracasan siempre: muchachas infantiles, tontillas, frívolas egoístas, son apenas la antesala de esposas frustradas, gruñonas e insoportables. No tienen final feliz porque no son capaces de escapar de sus rituales de infelicidad en los que han sido y siguen siendo educadas. Una señora de su casa que se pasa tres páginas pensando dónde poner un jarrón o un cuadrito para armar un living con estilo. Unas amigas que se reúnen para criticar la frivolidad de otras amigas mientras se preguntan qué secretos tendrá la dieta que sigue la más frívola del grupo.
Las mujeres de Dorothy van directo al dolor en un camino que ellas mismas adornan con flores y cimientan con piedras. No saben si tirarse otro Martini encima, toda la plata en ropa y maquillaje, a un joven buen mozo, o por el balcón. Pero más tarde o más temprano caen en alguna de las trampas de la tontería. Parker no las salva ni las condena, simplemente las deja ir, pensar, lloriquear mientras va cerrando toda puerta por donde pueda salírsenos la piedad.
¡Mujeres estúpidas! Todavía allí. Despierten ya, dice Dorothy desde la tumba: “Cuatro cosas hay que hubiera pasado mejor sin ellas: amor, curiosidad, pecas y dudas”.
De Oscar Wilde es la frase: “La felicidad de un hombre casado depende de las mujeres con las que no se casó”. Con mucho menos esperanza en la institución matrimonial o en el amor, Dorothy Parker escribió una especie de confesión llamada Hombres con los que no me casé. Borgeana lista de esperpentos que responden a la clasificación de los descartados. De algunos apenas señala un renglón: “Mortimer se hizo fotografiar con su traje de vestir” o “Lloyd sólo usa corbatas que puedan lavarse”.
Los hombres en los cuentos de Parker van y vienen pero en un segundo plano, como objeto de coqueteo, de masoquismo, de estorbo o de incomprensión. Ni peores ni mejores que ellas, la otra cara del mismo desconsuelo.
De todos aquellos con quienes no se casó, sin duda ha sido la posteridad, tan excéntrica, la mejor amante. Como dice Damián Tabarovsky, Parker integra el cuarteto de las grandes escritoras norteamericanas del siglo XX con Elizabeth Bishop, Grace Paley y Cynthia Ozick. Y sigue siendo tan visitable como aquellos a quienes ella consideraba los verdaderos “gigantes”, Fitzgerald, Faulkner y Hemingway. Siguió al pie de la letra los preceptos de su personal arte poética y no se equivocó: “Es necesario tener un magnificente descuido hacia tu lector, porque si él no es capaz de seguirte, no hay nada que puedas hacer para lograrlo”.
Aunque casi todos estos relatos hayan sido pensados en la década del ’20 y publicados en las más frívolas revistas femeninas de Nueva York, la potencia política y literaria que ya no causa nada de risa abre con sutileza un mundo cotidiano armado para el dolor.
En su prólogo a la edición inglesa, Regina Barreca señala que toda una teoría sobre la diferencia entre los sexos se encuentra en esta frase de El banquete de sapos: “Dos personas no pueden pasarse la vida haciendo las mismas cosas año tras año, cuando sólo a una de las dos le gusta hacerlas, y pese a todo, seguir siendo felices”.
Pero Parker no termina allí. Tal advertencia sería un tanto plana y resentida si no estuviera acompañada de otras reflexiones donde el retorcimiento de esta llamada “mentalidad femenina” se muestra en su verdadera capacidad de hacer desmanes. Dice uno de sus personajes como al pasar: “¡Ah! ¡Es tan fácil ser dulce con una persona antes de que la quieras!”.
Habrán querido tanto a Dorothy. No fueron muy dulces. Luego de su muerte tardaron años hasta reclamar sus cenizas. Su genial epitafio supera para siempre este detalle: “Perdonen por el polvo”.
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