RESCATES
Todo predestinaba a Eduarda Mansilla a una brillante y efímera vida de sociedad. Hija de un héroe de la Independencia, sobrina de Rosas, hermana de militar y escritor escandaloso, luego esposa de un político destacado, ella fue haciendo como que cumplía su papel de dama y madre ejemplar, pero mientras tanto escribía y publicaba. Un día no fue suficiente: se separó, dejó en Europa a sus niños y volvió a la Argentina para dedicarse de lleno a ser escritora.
› Por Soledad Vallejos
Hija de, hermana de, sobrina de, esposa, madre: si bajo ciertas condiciones sociales las relaciones de parentesco pueden ser una trampa, Eduarda Mansilla estaba rodeada. Hija de un general reputado por sus hazañas (Lucio Norberto Mansilla), sobrina del Restaurador, hermana de un excéntrico (Lucio V.) cuyas excentricidades fueron truncándole la carrera militar y política, esposa de un político reconocido (que, entre otras cosas, estuvo en la creación del servicio diplomático), madre de seis niños. Para haber nacido en 1834, Eduarda no tenía las de ganar cuando se dio cuenta de que todo lo que le importaba en el mundo era escribir, publicar y ser reconocida por ello. Sarmiento lo comentaba en las cartas plagadas de chismes que enviaba a su sobrina: “Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerradas a la mujer, para entrar como cualquier cronista o reporter en el cielo reservado a los escogidos (machos)”. Pero el padre del aula escribía eso en 1885 y cometía un error: a Eduarda no le había dado por las letras recién en 1875, sino quince años antes, cuando tenía veintipico y todo lo que se esperaba de ella era que siguiera luciéndose en su papel de “extranjera distinguida” –así la presentaron a Abraham Lincoln– y esposa del ministro plenipotenciario argentino designado ante Washington. Cuando Sarmiento mencionaba esa vocación, bajo el puente había pasado tanta agua que Eduarda ya se había divorciado, dejado a su marido y niños en otro país, y resuelto de manera atípica las relaciones familiares para, entonces sí, poder dedicarse de lleno a su obra.
Era 1860 cuando se publicaba en Argentina Lucía Miranda, la novela recién reeditada que iba a contracorriente en cuanto podía y mostraba muy claramente algunas cosas: Eduarda se había permitido desarrollar una mirada política –distinta–, pretendía intervenir en esa discusión públicamente y además quedar plantada como literata. El libro se editó una vez más y después, bueno, siguió lo más o menos rutinario en estos casos: quedó a medio camino entre el olvido, el recuerdo de la familia y los saberes de especialistas. Tirando del hilo aparecen las demás obras, los recuerdos familiares, los rastros que su presencia fue dejando en comentarios de contemporáneos amistosos y no tanto, los vínculos (difíciles) que mantenía con contemporáneas que se encontraban en un brete parecido, y también las contradicciones propias. Personaje complejo y nada compacto, Eduarda, mujer huidiza de esa serie de celebridades (en su mayoría post mortem) que entonces lo único que lograban era provocar escándalo con su pretensión de incluirse en el mundo de quienes decidían y que el futuro conocería como la Generación del ’80. Son pocos los retratos que han llegado hasta nuestros días, escasos los documentos personales. Un baúl lleno de sus papeles y originales se perdió tras su muerte y aún más: en su testamento estableció que no volvieran a publicarse sus obras.
Una anécdota clásica la retrata en el centro del poder, joven, avispada, herramienta política de su omnipotente tío Juan Manuel de Rosas: en 1845 Luis Felipe había enviado al conde Walewski a Buenos Aires para unas negociaciones oficiales; Rosas no hablaba francés; Eduarda, que tenía 11 años y sabía cuatro idiomas, fue llamada para oficiar de intérprete. La escena, prolijamente refrendada por la familia y narrada cientos de veces por biógrafos y admiradores, fue callada otras tantas por los historiadores. (“Los modos de la historiografía no podían hacer lugar a un episodio de este calibre. ¿Era posible pensar que en el siglo XIX los complejos asuntos de Estado, los laberintos del devenir diplomático estuvieran sostenidos [...] por una niña?”, interpretó el silencio la investigadora Claudia Torre). El caso es que para entonces Eduarda era una niña atípica que provenía de una familia ídem. Manuel Rafael García–Mansilla, tataranieto orgulloso empeñado en rastrear documentos, originales, primeras ediciones, retratos, lo que sea que testimonie los pasos de Eduarda y sirva para reconstruirla, recapitula: “Ya en la familia había personalidades fuertes, como el mismo Rosas, por ejemplo, que para poder casarse, había dicho que Encarnación estaba esperando un hijo. Era mentira, claro. Eran aguerridos. No hay más que analizar de quién era hija y de quién nieta: Agustina López Osornio, la abuela, era terrible. El campo familiar lo manejaba ella, algo inusual para la época. Y más adelante, cuando Rosas estaba enfrentado con Lavalle y el gobierno manda apropiar mulas y caballos de todo el mundo –esto lo cuenta su hermano Lucio en Rozas–, ella con tal de no entregarlos porque eran para combatir a su hijo, degüella todos los caballos y las mulas de su casa. Agustina Ortiz de Rosas, la madre, no se quedaba atrás. De ahí viene Eduarda”. Algo parecido señala la historiadora y escritora María Rosa Lojo, que lleva una novela (Una mujer de fin de siglo, recientemente reeditada por Sudamericana) y varios trabajos académicos (entre los que se cuenta la flamante reedición de Lucía Miranda, que acompaña con una serie de trabajos críticos desarrollados con un equipo de investigación) dedicados a Eduarda. “Estaban su propia madre, Agustina Ortiz de Rozas, centro de la vida social de su tiempo, linda pero nada tonta (aunque Mármol la haya presentado así en Amalia), su tía Encarnación Ezcurra de Rosas y su prima Manuelita Rosas, todas mujeres de importante actuación política; su tía Mercedes, autora de una interesante novela pionera, su abuela... Creo que todos estos modelos la marcaron. No iba a ser nunca una mujer ‘discreta’, dedicada a las virtudes consideradas ‘femeninas’. Tiene más relación con las criollas viejas de la época que el historiador Pedro Barrán llama ‘bárbaras’: mujeres que debieron arreglarse solas durante las guerras de la independencia y las guerras civiles, que colaboraron en estas guerras y corrieron riesgos, que administraron propiedades y criaron a sus hijos como pudieron y como les pareció.”
El bajo perfil tampoco la acompañó cuando, a los 20, se casó con Manuel Rafael García Aguirre, buen mozo joven de familia influyente políticamente enemistada con la suya, y se habló públicamente de “la unión de Romeo con Julieta”. Unos años después, depuesto Rosas, a Manuel –que ya había sido constituyente en la redacción de la primera Constitución de Buenos Aires en 1856, juez de Paz y autor de manuales legales que Eduarda tradujo– le encomendaron la representación diplomática en Estados Unidos y allí fue también ella. Era 1860, el mismo año en que, madre ya de dos niños, finalmente se publicó su primer libro (aunque no fuera, en los hechos, el primero que escribió), El médico de San Luis. Unos meses después, el diario La Tribuna comenzó a publicar como folletín su otra novela (que sí fue su primera obra), Lucía Miranda. La firma era la misma en los dos casos: “Daniel”.
Si en El médico... Eduarda retomaba un clásico moralizante y ejemplar del momento (El vicario de Wakesfield, de Oliver Goldsmith), en Lucía... se mete con algo un poco más cercano y complicado: el mito de la cautiva en los inicios de la conquista. Ya en Historia del descubrimiento y conquista del Río de la Plata, Ruy Díaz de Guzmán había contado el caso: Lucía Miranda era la esposa (española) de un conquistador. Su belleza y virtud ejemplar habían despertado la pasión de un jefe aborigen que, en cuanto pudo, traicionó su palabra, esclavizó a su marido y la raptó para convertirla en su esposa; por supuesto que Lucía, por defender su honor y su amor, muere trágicamente. La historia siempre quedó en el aire criollo por todo lo de modélica y pedagógica podía tener para una sociedad asustada por el mestizaje, la presencia incontrolable del otro (el indio, el bárbaro), la definición de la pureza propia, los malones que cautivaban mujeres reales... “En su versión de Lucía Miranda –explica Lojo–, ella crea un personaje consistente, con una historia, una personalidad, un rol protagónico: el de educadora e intérprete cultural, que sobrepasa –por sus rasgos éticos y su sensibilidad comprensiva– al ideal guerrero de los conquistadores. La suya es la única reelaboración del mito que, desde sus orígenes a la fecha en que Eduarda escribe, le otorga al mestizaje un papel fundamental. Aunque el amor que los caciques sienten por Lucía está condenado a la tragedia, sobre todo por ser un amor que supone el adulterio (y esto resulta inadmisible en la novela romántica rioplatense), la obra no deja dudas acerca de la fundación mestiza de nuestra sociedad, representada por la pareja del español Alejo y la timbú Anté, que sobrevive a la masacre y escapa hacia la llanura. Pero tal vez su mayor acierto haya sido plantear desde dentro el otro lado de la épica, del coraje viril: la lucha inadvertida de las mujeres, condenadas al abandono y a la espera de los hombres que parten a la guerra, así como al aislamiento y la ignorancia que las convierten en ‘parias del pensamiento’, ‘almas prisioneras’, ‘verdaderas desheredadas’, sin contar con las herramientas culturales para comprenderlas y dominarlas.” No era la única vez que Eduarda hacía pública una opinión política distinta a la predominante: en El médico..., se había dado el gusto –mucho antes de Una excursión a los indios ranqueles y Martín Fierro– de denunciar la opresión de los gauchos. Para completarla, también se iba a permitir poner en duda las oposiciones que organizaban el pensamiento político según la lógica del progreso: civilización-barbarie, unitarios-federales, ilustrados-bárbaros, europeos-americanos, ciudad-campaña...
“Empieza a despertar interés la publicación de la novela que ofrecemos en estos momentos a nuestras bellas en el folletín –comentaba La Tribuna el 12 de mayo de 1860–. La Lucía Miranda de Daniel es escrita con elegancia y sin afectación. Hay otra novela basada en el mismo argumento que lleva el mismo título (...) y que según nos aseguran es también bastante bien escrita. Su autor es la señorita Da. Rosa Guerra. ¿No publicará esta señorita su obra, para que la juzgue el público?” Efectivamente, poco después Rosa Guerra –la misma a quien se sospecha responsable de La Camelia, el semanario efímero que en 1852 pregonaba “libertad, no licencia, igualdad entre ambos sexos”, aunque tuviera lugar para versos como “Siendo flor/ se puede vivir sin olor./ Siendo mujer no se puede vivir sin amor”– publicaba también su Lucía... en el mismo diario (que la elogiaba por su “terroncito de azúcar literario”). Eso dio lugar, en otra publicación, a una crítica ambivalente de Juan F. Seguí: “Si se considera que ella es la producción de una señora, que no ha tenido los medios de que por lo común disponen los hombres dedicados a la carrera de las letras [...] que la mujer gira todavía en una órbita estrecha, vinculada casi siempre a los afanes domésticos, y sin rol en el teatro de la literatura [...] se convendrá con nosotros en que hay mucho mérito en la mujer que sin abandonar la aguja, para llenar los deberes sagrados y de preferencia, usa a la vez con brillo de la pluma del escritor”.
Es que, en gran parte, de eso también se trataba: por un lado, Eduarda no era la única, como tampoco lo era Rosa Guerra; por otro, de desmarcarse de lo que se esperaba de una mujer... sin dejar de demostrar que se seguía siendo mujer. Había un cierto movimiento, un rumor persistente generado por mujeres con ambiciones literarias y políticas. Son muchas las “que firman sus libros o colaboraciones en la prensa con seudónimo o con iniciales: Cecilia es Rosa Guerra, Violeta es Juana Manso, Judith es Josefina Pelliza, Teresa de Jesús es María Eugenia Echenique, María Teresa es Teresa Ortega de Obligado, Salinas Bergara es Angélica Famalla, M. Sasor es el anagrama de Mercedes Rosas” y Daniel es Eduarda Mansilla, recupera Graciela Batticuore en La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870 (ed. Edhasa). Son muchas por su visibilidad, pocas como para no aliarse y, sin embargo, las relaciones entre ellas no resultaban sencillas, ni toparse con las mismas dificultades les facilitaba darse estrategias en común. Aunque reconocidas con indulgencia o atacadas con sorna (“y hasta habrá tal vez alguno/ que porque sois periodistas/ os llame mujeres públicas/ por llamaros publicistas”, se burló el periódico El Padre Castañeta de La Camelia), sus nombres se extinguían rápidamente de las páginas, eran fulgores ante la opinión pública, que no les adjudicaba demasiada pena, tampoco demasiada gloria. El no pasarán prescribía para ellas el discurso que las hermanaba: la opinión política, la actuación pública, la obra literaria.
“Escribieron para todos sus conciudadanos, varones y mujeres, es más: se sentían responsables, no sólo de entretener con su literatura, sino (y éste es un ideal de la época) de formar futuros ciudadanos y de influir con su opinión en el campo social”, acota Lojo. Sin embargo, tras el silencio de sus contemporáneos, el tiro de gracia llegó años después, cuando Ricardo Rojas enumeró su famoso canon y las etiquetó a todas por igual en el capítulo “Las mujeres escritoras”. Rojas explicaba que, en lugar de clasificadas por atención a los rasgos de sus obras, las chicas iban todas juntas (valga decir, por su condición de mujeres) porque eran “un fenómeno propio del siglo XIX y de la atmósfera liberal de las sociedades modernas”; meterlas en una misma bolsa era un recurso para “acentuar un rasgo típico de nuestra literatura moderna”. Un argumento elegante para explicar la fundación de un gueto que dura hasta hoy.
Mientras algunas batallaban con modos radicales, Eduarda optaba por estrategias laterales. Esposa del representante del gobierno argentino ante Estados Unidos, madre de seis niños y de linaje patrio, era mucho lo que se esperaba de ella: que siguiera linda como siempre, que se luciera al piano en veladas elegantes y tal vez cantara (las crónicas hablan de un dúo con la soprano Marietta Alboni), que fuera de conversación discreta y achispada, que criara bien a sus hijos. Ella, por su parte, jugaba a que hacía todo eso y mientras tanto escribía. Y publicaba, claro. A los dos primeros libros siguió, en 1869, Pablo, ou la vie dans les Pampas, una novela escrita en francés (Eduarda escribía en la lengua elegante, como haría Victoria Ocampo décadas después) que, el mismo año de su edición en Francia (donde ella y su familia vivían por entonces), le valió elogios de Victor Hugo y fue publicada en Argentina, traducción de su hermano Lucio V. mediante. Luego fue traducida al inglés, y también al alemán.
En 1879 sobrevino lo impensado: con 45 años, Eduarda plantó marido y niños en Europa y se trasladó, solita y sola, a Buenos Aires. Se había cansado de jugar en la corte de Napoleón III (el destino de su marido entonces), de visitar la de Sissi y soportar pedidos para convertirse en la exótica de turno. Quería dedicarse a escribir y quemó los barcos.
Eduarda escribía artículos en periódicos y por su salón desfilaban todos los políticos del momento. Se sabía, claro, que se había separado, y también eran conocidos sus motivos, pero algo la salvó de la condena social generalizada. “La única cosa que alguna vez la familia le respetó, pero no comprendió, fue la lucha entre su vocación y su condición de madre. Ella, cuando vino a Argentina, dejó a sus hijos en Francia, algo que hoy mismo sería difícil de entender”, plantea su tataranieto Manuel. “Porque era muy claro que cuando se vino a vivir con su madre, vino a escribir. Intentaron insinuar que tenía romances, pero nadie ha podido probarle ninguno, ni siquiera el que Juana Manuela Gorriti insinuó que tenía con Victorino de la Plaza. ¿Si Agustina la apoyaba en su decisión? Claro que sí. Todos los años que ella vivió acá, los vivieron juntas: Agustina le llevaba solamente 17 años a Eduarda y siempre la acompañó.”
Así y todo, la misma Eduarda que se divorció y empezó de cero porque quería trascender como autora fue capaz de escribir, en La Nación, cosas como que “la aguja y la tijera no tienen por qué cederle el paso ni al pincel ni al buril. El traje de una mujer de nuestros días es algo tan artístico y tan complicado como lo es la composición de un bello cuadro” (!), o también declarar su admiración por las libertades de las mujeres norteamericanas y evaluarlas con trazos ambivalentes en sus Recuerdos de viaje (ver recuadro). En su vida real, avanzaba con pasos concretos y firmes; en sus textos, pareciera ir afirmándolos a fuerza de retroceder: pide más espacio para las mujeres, pero amparada en un argumento conservador. En una estrategia que años después –quizá desconociendo la semejanza– esgrimiría Cecilia Grierson, el reclamo de poder se sustentaba en la preservación de la tradición: las mujeres debían instruirse cuanto quisieran, tener libertad de acción y de pensamiento... para criar mejor a sus hijos. Eduarda, que se arriesgaba a las malas lenguas por haber dejado a sus niños lejos, reclamaba que se fortaleciera el “poder materno”.
Quizá por su posición social o porque era costumbre que el apellido Mansilla sonara acompañado de excentricidades, Eduarda se salvó de la condena pública. A poco de su llegada, publicó Cuentos (1880), el primer volumen de narraciones infantiles escritas deliberadamente para niñas y niños argentinos (se había propuesto hacer lo que Andersen pero aquí), la obra de teatro La marquesa de Altamira (1882, se estrenó en Buenos Aires), los Recuerdos de viaje y la reedición de Lucía Miranda (1882), los relatos fantásticos de Creaciones (1883) y la novela breve Un amor (1885). Para entonces ya había recuperado su nombre: el “Daniel” que usó inicialmente con el tiempo se había transformado en “Eduarda Mansilla de García”, luego simplemente en “Sra. de García” y finalmente en su nombre de soltera. Son esas oscilaciones, originadas en su rol público y su status civil, las que lee Batticuore en La mujer romántica... cuando dice que “en su caso el seudónimo no traduce el pudor ni el temor de ser reconocida [...] sino, por el contrario, pone en evidencia un uso inteligente y calculado de cómo hacerlo jugar a su favor en cada momento de su vida”. Cuando conviene, es una señora de su casa. Cuando no, hace lo que su deseo le dicta y, a la vez, indica Batticuore, declama que “el éxito profesional sólo puede ser un plus (no una alternativa a la maternidad y la familia) y por lo tanto se agrega pero de ningún modo desplaza los atributos tradicionales”. Resolver situaciones complejas nunca fue sencillo.
En 1892, con 57 años, murió en Buenos Aires y fue enterrada en Recoleta. Dejó disposiciones claras sobre su obra: nada debía reeditarse. Quizá no haya dicho algo similar sobre sus retratos, pero lo cierto es que fueron desperdigándose, desvaneciéndose igual que un baúl lleno de papeles y documentos que simplemente desapareció. Uno de sus hijos, Daniel García-Mansilla, le dedicó gran parte de sus memorias en Visto, oído y recordado: apuntes de un diplomático argentino. Su hermano Lucio la menciona en varias causeries y también en sus Memorias (siempre pintándola como niña más brava que él, joven “donosa” y mujer talentosa). Muchas de sus primeras ediciones sencillamente se esfumaron; otras aparecieron, como le sucedió a un primo de Manuel, el tataranieto de Eduarda (“un día mi primo estaba en París y se encontró con una señora mona, agradable, distinguida, en el lobby del Ritz. Cuando supo su apellido, le preguntó qué era de Eduarda, y al enterarse, le dijo que ella era descendiente del conde de París, que tenía un ejemplar de Cuentos que Eduarda le había regalado al conde”). Eduarda es así: va y viene, pero –inclusive a pesar de su última, paradójica, voluntad de desaparecer sin más– siempre vuelve.
La mujer, en la Unión Americana, es soberana absoluta; el hombre vive, trabaja y se eleva por ella y para ella. Es ahí que debe buscarse y estudiarse la influencia femenina y no en sueños de emancipación política. ¿Qué ganarían las americanas con emanciparse? Más bien perderían, y bien lo saben.
Las mujeres influyen en la cosa pública por medios que llamaré psicológicos e indirectos.
En el periodismo, véseles ocupando de frente un puesto que nada de anti-femenino tiene. Los periódicos en los Estados Unidos, el país más rico en publicaciones de ese género, cuentan con una falange que representa para ellos el elemento ameno. Mujeres son las encargadas de los artículos de los domingos, de esa literatura sencilla y sana, que debe servir de alimento intelectual a los habitantes de la Unión, en el día consagrado a la meditación.
Son ellas también las que, por lo general, traducen del alemán, del italiano y aun del francés, los primeros capítulos de los nuevos libros, con que el periódico engalana sus columnas; ellas las que dan cuenta cabal y exacta de las fiestas, cuyos detalles finísimos y acabados llevan el sello del connaisseur. Reporters femeninos [sic] son los que describen con amore el color de los trajes de las damas, su corte, sus bellezas, sus misterios, sus defectos; y a fe que lo hacen concienzuda y científicamente. Los yankees desdeñan, y con razón, ese reportismo que tiene por tema encajes y sedas; hallan sin duda la tarea poco varonil. Es lástima que en los demás países no suceda otro tanto.
En ello además, las mujeres tienen un medio honrado e intelectual para ganar su vida: y se emancipan así de la cruel servidumbre de la aguja, servidumbre terrible desde la invención de las máquinas de coser. Más tarde debía aparecer la mujer empleado [sic], ya en el Correo, ya en los Ministerios.
(...) Esas mujeres que parecen vivir del aire, como nuestras orquídeas del Paraná, comen y beben como héroes de Homero. Y, sin embargo, lo primero que preguntan a las demás mujeres, cuando tienen confianza, es: “¿Cuántas libras pesa Ud.? Yo no peso sino tantas”. El mérito estético para ellas está en razón directa de su poca abundancia de tejido celular. No les falta razón, hasta cierto punto; pero a veces las bellezas yankees carecen de ciertas redondeces atractivas, que tienen su razón de ser.
Había una vez cierta jaulita dorada, que desde el día en que salió de la fábrica que le dio forma, se lo pasaba descontenta, fastidiada y triste. (...) Cierta tarde entró en el almacén una dama, conduciendo por la mano a una preciosa chiquilla. Y poco después oyó la impaciente jaulita estas palabras mágicas: “¿Tiene Ud. una jaulita muy bonita para un canario cantor?” (...) Pasan los días, días de ventura y de dulce paz. El canario se acostumbra a su jaulita, salta, brinca, come, desparrama pródigo el alpiste, frota el agudo pico contra las doradas barritas, baña su cuerpo delicado en los misteriosos retretes y desde que asoma el día canta y trina alegremente. ¡Cómo dar idea cabal de tanta dicha!
(...) Cuando a la mañana siguiente vinieron a poner en orden el suntuoso salón, llegó graciosa y afanada la dueña del canario, como de costumbre, a saludar a su favorito con un fresco cogollo de lechuga. ¡Desolación! “¿Dónde está mi pajarito?” Agudo grito de espanto se escapa del pecho de la niña juguetona. “¡El gato!”, exclama con acento doliente y el llanto anuda su voz. “Ah, tú puedes llorar”, piensa para sí la desdichada jaulita. “¡Cuán feliz eres!”
“Que se lleven esa jaula”, dice una voz airada, e invisible mano mueve a la desdichada jaulita, arrastrándola quién sabe a dónde...
Hay en las casas ciertos sitios misteriosos, apartados, recónditos, que nunca visita el sol ni los niños; donde las arañas tejen sus redes prisioneras, sin que nada turbe su incesante tarea.
(...) Allí pusieron, o mejor dicho arrojaron con desdén, a la pobre jaulita, sobre un baúl añejo y polvoroso. Nadie pensó en remover con mano piadosa unas plumitas amarillas salpicadas de sangre, unas pobres patitas yertas y un piquito amarillento.
(...) “Yo me la llevaré, si es que la señora me la da –dijo el buen Camilo–. Y aseguro que los gatos no han de llegar a tocarla. En mi casa no hay gatos traidores, los pobres sabemos cuidar nuestros tesoros.”
Sintió una dulce emoción la bella jaulita, y cuando la luz franca del sol hizo brillar sus dorados alambres se estremeció de dicha.
Bajaron las escaleras en pocos pasos; las campanitas hacían oír grato tilín y a breve andar llegaron a una modesta y pequeña estancia, que fue del gusto de la jaulita. En un abrir y cerrar de ojos, quedó limpia, brillante y sin asomo de la pesada tragedia. Un jilguerillo travieso y juguetón reemplazó en ese mismo momento al malogrado canario, con gran satisfacción de la sensible jaulita. Es fama que el jilguerillo alcanzó largos días y que la bella pagoda de campanitas rojas como la flor del granado, después de la no interrumpida felicidad con su travieso huésped, albergó a una parlera cotorrita, con la cual no tuvo nunca ni un sí ni un no...
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