Vie 13.09.2002
las12

PERSONAJES

NURIA

El autor de esta nota pasó un año con Nuria Espert ayudándola a escribir sus memorias. Célebre en toda Europa, esta mujer que en todo el mundo hizo conocer “Yerma” fue descripta por su amigo Peter Brook como “un vaso de agua que se congela en un instante y al siguiente rompe a hervir”.

Por Marcos Ordóñez

He pasado casi un año de mi vida con Nuria Espert, hablando, escuchando y escribiendo sus memorias. La Espert (en España, a las grandes actrices se les otorga el la como un título nobiliario) es un monstruo sagrado, de a ratos lejana, inalcanzable, y también una catalana de suburbio, más lista que el hambre, con la extrema capacitación para la vida práctica que da el haber vendido pollos en un puesto de mercado; un águila de dos cabezas, como la vio Rafael Alberti, mitad gitana (“Cántame otra vez ‘La Paloma’, gitana”) mitad “santa Nuria, la intangible”; una pantera en zapatillas, una trágica con el humor desabrochado y viperino de un personaje de Noel Coward. Su amigo Peter Brook la definió a la perfección después de verla en Las criadas: “Eres un vaso de agua que se congela en un instante y al siguiente rompe a hervir”.
Cuando en 1994 murió Armando Moreno, su marido, director y empresario, la Espert tomó las riendas de la compañía, cerró su casa de la plaza de Oriente en Madrid y se fue a vivir al campo, a Boadilla del Monte, con su madre, la incombustible señora Bienvenida, y su nieta Bárbara, hoy también actriz. Muchos pensaron entonces que iba a retirarse definitivamente, pero lo cierto es que volvió como nunca, con la sabiduría de quien ha salido de un pozo negro, protagonizando algunos de los mejores trabajos de su carrera, de la mano de Lluís Pasqual (Haciendo Lorca, La oscura raíz), Flotats (La gaviota), Mario Gas (Master Class), Marsillach (¿Quién le teme a Virginia Woolf?) y Cacoyannis (Medea).
–Tiene usted toda la fama posible, todos los premios imaginables. ¿Por qué sigue en la brecha cuando podría estar tranquilamente en su casa, leyendo o cuidando el jardín?
–Eso mismo le pregunté una vez a Plácido Domingo después de verle dar un recital que no estaba previsto, en mitad de una gira agotadora. “Por el entusiasmo”, me dijo. Yo pienso lo mismo. No es el dinero, no son los aplausos. Es el entusiasmo por el trabajo, por hacerlo y por gustar. Por el reto. A los cómicos nos gusta estar en el escenario más que en ninguna otra parte, aunque lo maldigamos mil veces. El escenario es como una pila, algo que da vida y energía. Es una forma de vida. Nos gusta seguir. Seguir jugando y seguir buscando. En inglés se utiliza el mismo verbo para interpretar y jugar: to play.
–O sea, que el teatro es lo que le hace feliz, le mantiene viva...
–Me mantiene viva la vida y la gente a la que quiero y que me quiere: mi familia, mis amigos. Y dentro de la vida, el teatro sigue ocupando un gran espacio. Pero nunca me ha gustado mitificar mi trabajo. Una cosa es el entusiasmo y otra la felicidad. Nunca, o poquísimas veces, he sentido ese arrebato que tantos actores dicen sentir sobre un escenario; ese momento de felicidad máxima en el que te fundes con el personaje, vuelas, etcétera. Siempre he sido muy consciente en escena. Demasiado consciente. Soy feliz por unos segundos, cuando la función ha acabado y ha salido bien. Dura mucho más la infelicidad cuando las cosas no han salido como esperabas.
–Ha dicho más de una vez que la interpretación es un trabajo “intrínsecamente femenino”. Defienda su teoría.
–Es una teoría con cientos de excepciones, y que mis compañeros me perdonen, pero yo creo que las mujeres tenemos mejores cualidades para la representación. Somos más moldeables, más adaptables y más valientes. Sabemos ir más allá, ponernos en peligro. Es difícil que un actor, incluso un gran actor, se ponga en peligro del mismo modo que una actriz.
–¿Qué entiende usted por “ponerse en peligro”?
–Correr riesgos. Hacernos daño, emocional e incluso físico. A las actrices nos gusta el riesgo; sorprender y que nos sorprendan. Actuamos para que nos pase algo, algo que no nos sucedería en la vida diaria.
–¿Recuerda cómo nació en usted eso que llaman vocación?
–Curiosamente yo he sido una actriz sin vocación. O con vocación tardía. La gente no me cree cuando lo digo. Tardé mucho en darme cuenta de que quería dedicarme a este oficio. Yo no quería ser actriz, quería ser bailarina. Y no tenía dotes para la danza: era la peor, la más patosa, la última de la clase. Mediado el bachillerato, el teatro se impuso. Me hicieron una prueba para hacer teatro infantil, me contraté en el Romea de Barcelona y abandoné los estudios. Debuté en el año ‘49 del jurásico inferior con una obra llamada Lali, haciendo de princesa. Una princesa de manos coloradas y con sabañones. Gracias a eso, mi madre pudo dejar la fábrica. Hasta entonces, mi madre hacía dos turnos, 14 horas diarias delante de un telar.
–Usted forma parte de una generación que aprendió a actuar actuando... ¿Cree en las escuelas?
–Creo en los maestros. Y en el día a día. La mejor escuela, y la más dura. Es la que tuve yo: empezar desde abajo en una compañía de repertorio; aprender a calibrar las reacciones del público y estudiar el trabajo de tus mayores. Hoy día eso ha desaparecido casi por completo. Hay muy buenas escuelas, pero no ésa. La práctica, el contacto con el público, es muy escaso. La Callas decía que sólo se aprende a cantar ante el público; lo demás es prepararse técnicamente. No importa cuántos años hayas estudiado: se tardan cientos de funciones en pensar mientras actúas,en percibir, calibrar y usar lo que el público te envía. En comunicarte no sólo con tus compañeros de reparto sino con cada uno de los espectadores.
–1954 es el año de su lanzamiento fulminante con Medea, en el Griego de Barcelona. ¿Qué queda de aquella noche, casi cincuenta años después?
–El recuerdo de mi abuela, la yaya Lola, que nunca había puesto los pies en un teatro, tapándose la cara con las manos. Mi abuela creía, como yo, en vínculos espirituales, y estaba convencida, me dijo luego, de que si me miraba me equivocaría, se rompería el hechizo. Mi madre le decía: “Miri, yay, la Nuri”, y ella que no, sin querer mirarme. Esa es la imagen que ha perdurado: yo recitando los versos terribles de Medea y mi abuela tapándose la cara con las manos. Tuve las mejores críticas de mi vida. Y también mi primera lección acerca de lo imprevisible del mundo del teatro. Después de la gira instalamos el teléfono en casa para contestar, imaginaba yo, el aluvión de llamadas ofreciéndome el oro y el moro. No llamó nadie.
–En una carrera tan larga como la suya hay cientos de nombres y cientos de recuerdos. Yo le digo un nombre y le pido ahora que escoja una o dos imágenes, como la de su abuela en Medea. ¿Le parece?
–De acuerdo, aunque no va a ser fácil.
–Víctor García. Le dirigió en Las criadas, Yerma y Divinas palabras.
–Víctor era un caleidoscopio: demasiadas imágenes para seleccionar. Fue un visionario, un hombre atormentado hasta lo invivible y el director al que más debo. En mi vida hay un antes y un después de Víctor. Le veo viendo. La primera imagen de Yerma. Es el año 1970. Volvemos de Granada. Hemos ido a pedir permiso a la familia Lorca para montar la obra. Estamos en un bar de estación, a medio camino de Madrid, cuando Víctor se queda absorto, con una servilleta entre las manos. Comienza a moverla arriba y abajo. Dice: “Este será el espacio de Yerma. Una tela que pueda subir y bajar, y moverse en todas direcciones”. Empezó a montar la obra en aquel mismo instante, como un niño jugando a soldaditos.
–Jean Genet, el autor de Las criadas.
–Otro volcán. Un hombre durísimo; para muchos, intratable, capaz de las cóleras más salvajes y de la ternura más desarmante. Estoy en Madrid, en 1969, haciendo Las criadas en el Figaro. Hablo con él todos los días, por teléfono. Le digo, riendo, que me he herniado, literalmente. El ya ha visto la función varias veces, está en París, pero vuelve. Reacciona como un padre: “¡Ya te dije que con esos zapatones te ibas a matar!”. Viaja toda la noche para venir a verme.
–Jerzy Grotowski, el gran “gurú” del teatro de los ‘70.
–Su mano. La mano de Jerzy. Estoy en Varsovia, diría que en el año 1977 o 1978, poco antes de que él abandonara el circuito teatral y se retirase a Pontedera, un pueblo italiano, con un pequeño grupo de alumnos. Hay muchas historias increíbles vividas con Jerzy; ésta apenas la he contado. Yo representaba dos montajes, y la víspera de mi regreso a España me atrapó en la calle una nevada, yendo de un teatro al otro. Aquella noche me puse a cuarenta de fiebre. Jerzy vino a buscarme para llevarme al aeropuerto y le dije por teléfono: “No puedo irme, no puedo dar un paso, no sé ni dónde estoy”. Sube a mi habitación. Se sienta en la cama, a mi lado, y me coge la mano. Está un buen rato así, mirándome, sonriéndome, sin decir nada,hasta que la fiebre desaparece. Como si la hubiera absorbido. De camino al aeropuerto, toco su frente: está ardiendo, a cuarenta de fiebre.
–Rafael Alberti.
–Miles y miles de kilómetros juntos. Poemas, risas, recuerdos, confidencias... Rafael hablándome, en un avión, en un susurro, de su dolor y su sentimiento de culpa por la muerte de Lorca, diciéndome: “Era a mí a quien tenían que haber matado, Nuria”. Rafael luminoso, feliz como un niño por volver a ser “poeta en la calle”, poeta itinerante... Está bien, escojo sólo una imagen. Viene a buscarme a Mérida para un recital. Yo estoy haciendo Medea. Me encuentra en el parador, dos horas antes de la función, trasegando un platazo de lentejas con chorizo, que remato con un carajillo. “¿Pero tú vas a hacer la Medea esta noche después de meterte todo eso?” “He de reponer fuerzas, Rafael, que la Medea es mucha Medea...” “Tú no eres una primera actriz, Nuria... ¡Tú eres un albañil de la CNT!”
–Ninon Karlweiss.
–Fue la agente teatral más importante del mundo y la que me lanzó internacionalmente con Yerma. La conocí en el festival de Shiraz. Una persona extraordinaria, que murió demasiado pronto. Quiso que Bob Wilson y yo estuviéramos a su lado en la Salpêtrière en sus últimos momentos. Yo tenía el pasaporte caducado y no me dejaron salir de España. Bob me contó su extraordinaria muerte. Los médicos le habían dicho: “La señora no le reconocerá, porque ya ni ve, ni oye, ni habla”. Bob permaneció horas y horas a su lado. De repente, en la mitad de la noche, Ninon abre los ojos y le reconoce. Bob corre a abrazarla. Ninon le dice: “Querido Bob, en mi bolso tengo una novela policíaca que estaba acabando. Léeme, por favor, el último capítulo”. Bob le leyó el último capítulo. Al terminar, Ninon sonrió, cerró los ojos y murió.
–Estupenda historia. Ahora querría hacerle una pregunta un poco desagradable: fracasos.
–Haciendo Hamlet en el Griego, en la primavera de 1960. Se organizó un escándalo de cuidado porque aceptaron muy mal que una mujer interpretara al príncipe. Hamlet fue una de aquellas funciones en las que una parte del público llega “con el pito puesto”, como dicen en la Scala, y empieza a abuchear desde el principio. A la que aparecí yo, concretamente. Yo me decía: “Ahora, cuando dejen de patear y gritar, tendré que hablar y no me saldrá la voz”. Pero me salió; qué remedio. Al final acabaron enfrentados los que abucheaban y los que aplaudían.
–¿Y esas típicas funciones que parecen malditas desde un principio?
–Sin duda alguna, Las criadas, Electra... no fue un fracaso, pero Las criadas, en 1968, parecía gafada desde el comienzo. No la pudimos hacer en Madrid porque nos prohibieron radicalmente Los dos verdugos, de Arrabal, que iba en la primera parte. Llevamos Las criadas a Barcelona y ahí fue el acabóse. Si quiere usted un fracaso rotundo, una acogida helada y un meneobrutal de casi toda la crítica, le regalo aquel estreno de Las criadas en el Poliorama. Aún hay mucha gente que cree que fue un exitazo desde el primer día. Déjenme que me ría. Estaba previsto que hiciéramos una temporada, y apenas duramos dos meses y medio en cartel. No venía nadie al teatro, y los que venían, salían furiosos. Nos llamaron de todo: histéricas, fregonas... Una noche, una señora muy bien vestida, de la apacible burguesía catalana, me tiró el bolso a la cara a mitad de función. Después, cuando Las criadas se llevó el Gran Premio del Festival de Belgrado, estrenamos en Madrid, con un éxito apoteósico, pero aquellos meses en Barcelona fueron durísimos.
–Hablemos del futuro inmediato. ¿Qué nos prepara usted?
–Los tres últimos años han sido agotadores, con “temporada y gira de verano”, como se decía antes: Master Class, ¿Quién le teme a Virginia Woolf? y la Medea, de Cacoyannis. También he hecho el espectáculo de poemas y canciones de Brecht, del que aún me quedan unas cuantas plazas, y que enlazaré con mi homenaje a Alberti, hasta navidades, buscando reproducir o evocar el recital que hicimos juntos tantas veces... A partir de enero quiero hacer una comedia con Humble Boys, de Charlotte Jones, que estoy traduciendo. Es una función maravillosa que Diana Rigg estrenó el otoño pasado en Londres, donde todavía sigue en cartel: ha sido uno de los grandes éxitos de la temporada. Haría el papel de una madre devoradora, bitchy, con un humor sardónico y feroz; una antigua modelo que se ha enterrado en vida en un pueblecito de la campiña inglesa y tiene un hijo que resulta ser un genio de la astrofísica, pero está absolutamente incapacitado para la vida adulta.
–¿Y qué hay de La celestina?
–Esa función parece que me persigue, por misteriosas razones, desde hace años. Como usted sabe, me la han ofrecido, como actriz o como directora, una media docena de veces. Estuve a punto de dirigirla en el National inglés con Joan Plowright, producida por sir Peter Hall, y se frenó por la muerte de Laurence Olivier. Volvió a proponérmela Richard Eyre en el año 1990: todo estaba a punto, pero me eché atrás porque no vi claro el montaje. Hubo una nueva propuesta para hacerla en la BBC con Joan Plowright, que seguía entusiasmada con el proyecto: fue cuando opté por rodar The House of Bernarda Alba a partir de mi montaje del Lyric Hammersmith, para el Channel Four. Ahora me la ha ofrecido Robert Lepage, de cuyo trabajo me enamoré viendo The Far Side of the Moon, y, evidentemente, no he podido ni querido decirle que no. Y también hay una ópera en perspectiva: Tosca, en el Real, a finales de año, con –primer reparto– Daniela Dessi como Tosca, Fabio Armiliato como el Cavaradossi y Ruggero Raimondi como el barón Scarpia.

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