Vie 29.06.2007
las12

ENTREVISTA

El cristal de la experiencia

Marta Bianchi alterna las funciones de Un mismo árbol verde –una pieza sobre el genocidio armenio y sus
consecuencias a través de las generaciones– con su tarea en la Ong La Mujer y el Cine que ahora, fuera del Festival de Mar del Plata, recupera su compromiso con las óperas primas.

› Por María Mansilla

¿Verá el mismo árbol verde?”, se pregunta la hija, abogada, un rato antes de que amanezca, un rato antes de llevar a Tribunales su demanda: pide por la verdad y el derecho al duelo, por el sufrimiento de su abuela, sobreviviente del genocidio armenio, y el de su hermana, desaparecida durante la dictadura militar argentina. “Cuando el juez lea la palabra ‘hambre’, ¿entenderá lo mismo a lo que se refería mi abuela cuando contaba el hambre que pasó al atravesar el desierto?”, se desvela esa hija, Silvia (Adriana Salonia), delante de su madre. Y la madre, en Un mismo árbol verde es Dora (Marta Bianchi), la pieza del medio en este matriarcado, una mujer perdida entre tantas pérdidas. La hija pregunta a propósito de una certeza: cuando ambas se paraban ante el mismo árbol verde de la plaza, años atrás, no veían lo mismo.

La obra que Bianchi protagoniza recrea un caso real, algo que pasó en una familia amiga de Claudia Piñeiro (Las viudas de los jueves), su dramaturga. “Intenta despertar conciencia, alertar sobre la necesidad de mantener la memoria activa para poner algún freno que, si bien tiene que hacerlo la Justicia, puede presionar para que no sea tan fácil. Es un permiso el que la gente no condene, es un permiso para esas mentes dementes. Los hombres intolerantes, cuando ejercen el poder, desarrollan una violencia sobre grupos más débiles por el sólo hecho de ser diferentes, una violencia de la cual no son capaces ni los animales”, exclama Bianchi. Se estrenó, en el Teatro Payró, por ocho semanas. Cuenta con el apoyo del Inadi, de la Secretaría de Derechos Humanos, del Archivo Nacional de la Memoria. Pero lleva ocho meses en cartel: pese a los pronósticos, hubo público para una trama necesaria que obliga a estar, todo el tiempo, sonándose la nariz.

Además, toca parte de su historia, la vinculada con la dictadura, cuando usted fue secuestrada. ¿Eso complica las cosas a la hora de actuar, o le permite encontrar nuevos canales de denuncia?

–Tus años van enriqueciendo el instrumento que tenés que impulsar cuando tenés que expresar sentimientos. Más allá del marco del genocidio armenio y de la dictadura militar argentina, esta obra la refiero a muchos genocidios que se vienen repitiendo desde que se tienen recuerdos, en la historia.

¿Sigue el caso? ¿Cómo les fue con la demanda judicial?

–Sí. Hubo países que respondieron: Estados Unidos, Alemania, el Vaticano, Inglaterra, y están abriendo los archivos. Por supuesto, Turquía no contestó. La Fundación Luisa Hairabedian, ése es el nombre de la abogada, que falleció, sigue haciendo investigaciones de carácter jurídico, político, antropológico, cultural y religioso. Es un juicio ejemplificador, creo que es la primera vez que se hace algo así. Va a servir como reconocimiento, y porque uno tiene derecho a la verdad y a la justicia. Les puede servir a las víctimas de otros genocidios, como los de Ruanda y Bosnia Herzegovina, para que cobren fuerza.

Porque las víctimas de los genocidios no son sólo los muertos.

–Sino que se hereda. La madre, en este caso, está en una encerrona entre los dos dolores. No es fácil elaborar un hecho tan traumático; no se puede forzar el olvido ni la reconciliación en tanto no haya un reconocimiento.

Marta Bianchi no tiene que esperar que un juez sentencie que ella sí vio el mismo árbol verde, creció con el impulso de la misma savia, durante toda su carrera. Por eso, a fines del 2006, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos le dio un premio: a la dignidad. “¡Fue lo más! –recuerda–. Podía imaginar ganar, no sé, un premio a la mejor actriz... pero a la dignidad, jamás, no estaba en mi imaginario. Tengo, como muchas mujeres, una tendencia a no valorar lo que hago. Una vez, un analista me dijo que tenía que armar una carpeta y poner fotos de lo que había hecho para recordar cuánto era. Empecé a hacerla, y es interminable.”

Una de ellas es la ONG La Mujer y el Cine, que cumplirá 20 años. ¿Cuál es su mirada sobre todos estos años?

–La Mujer y el Cine empezó como una militancia ciudadana de ocho mujeres que estábamos en el top en ese momento. Si nosotras, que teníamos poder, no hacíamos algo por las otras, no se justificaba. Me despertó una pasión tan grande, mi compromiso social, mi compromiso de mujer que también tiene que ver con la profesión. Pero tuvimos muchos altibajos. La única de las fundadoras que quedó fui yo. El apoyo a La Mujer y el Cine es políticamente correcto, pero en la práctica las acciones encuentran resistencia. Sin embargo, nunca dejamos de estar presentes. La salida del Festival de Mar del Plata nos dio la oportunidad de comprobar la dimensión que había tenido ese trabajito de hormiga: recibimos más de 60 adhesiones de todo el mundo. Lo que nunca logramos fue que algún funcionario, y todos nos lo prometieron, nos diera no digo un subsidio ni una oficina: sólo pedimos dos placares para guardar nuestro archivo. Pero nunca lo logramos, y ese archivo se fue perdiendo.

¿Tampoco pudieron recuperar De Fulanas y Menganas, su programa?

–De Fulanas y menganas fue lo que más me gustó hacer en mi vida. Contaba cómo estábamos las mujeres entradas en democracia. Fue un estímulo a la reflexión: ‘Y por casa, ¿cómo andamos de democracia?’. Tengo algunas copias y hay gente que trabaja con esos videos, en la UBA. Alguna vez, creo, se lo vendieron al canal Volver, pero ahí están, archivados.

¿Cómo marcha otro programa, el que lleva adelante en el Instituto de Cine?

–Estoy coordinando un programa de Cine y género, que tiene tres patas: una, reinstaurar el premio Opera Prima Mujer. Dos, el concurso nacional de cortos, estamos recibiendo material hasta el 30 de julio, en www.incaa.gov.ar está toda la información. Valoramos estos concursos porque la mayoría de las actuales realizadoras pasaron por aquí, y lo que más les sirvió fue que el premio servía para hacer un nuevo corto. Tres, una muestra itinerante para despertar conciencia de género en varones y mujeres, proyectando películas para colaborar en la erradicación de lacras como la violencia, la trata y el tráfico.

¿Cómo están las mujeres que participan: hay, en ellas, conciencia de género o lo que pasa en sus territorios está naturalizado?

–Está bastante naturalizado. La gente participa pero con dificultad, con temor. Por eso, justamente, hay que trabajar mucho. Empezamos por Catamarca y Tucumán, vamos a ir a Mendoza, Formosa, Puerto Madryn, Chubut, Santa Cruz y gran Buenos Aires. Vamos a ir a las cárceles de mujeres también.

La actriz recibe a Las/12 en su departamento ubicado frente al Jardín Botánico. Más precisamente en un living impoluto, de novela, con sillones blancos, mesas de vidrio, almohadones geométricamente distribuidos. Nada está fuera de lugar, tampoco el embotellamiento ubicado en la esquina de una pequeña mesa con rueditas, en cuyo vértice opuesto estaciona un teléfono blanco. Los colores más fuertes del ambiente salen de un paisaje, en el suelo y contra la pared, en el que posa Juanito Laguna. En un aparador, bien a mano, hay una pila de casetes que en el lomo dicen “Susana Rinaldi”, “Mina”, “Gal Costa”, “Prince”, “Meditación”. Unos portarretratos de enorme marco plateado muestran a Marta Bianchi con sus hijas y sus nietas.

¿Cuál es su historia familiar? ¿Acaso sus abuelos también enfrentaron algún exilio?

–Sí, ellos vinieron de Italia, por razones económicas. Yo hice todo el recorrido de ellos y de mi padre, que llegó a los 11 años. Hice el recorrido desde dónde salió, qué altura tenía y qué veía cuando dejó su tierra: de Milán a Génova, de Génova a un país diferente. Aquí trabajaron en panaderías y confiterías.

Como madre y actriz comprometida, ¿cómo se lleva con la elección de una de sus hijas, que trabaja en el mundo de los cosméticos?

–Bien, porque había dos cosas que a mí me gustaban en la vida: la sociología y la perfumería. Desde siempre, lo que más me gusta comprar es cosméticos y cremitas, y a mi mamá también. Cuando era chica, juntaba los frascos de perfume que usaba ella, les ponía agua de colores y jugaba. Mi pareja preferida, porque amaba formar familias-parejas, eran Caty y Heathcliff, los protagonistas de Cumbres borrascosas. También me interesó la sociología, pero no tuve oportunidad de ir a la universidad porque no se esperaba eso de mí, pero aprendí a ser autodidacta, a investigar. Algo de eso les llegó a mis hijas, Micaela heredó ese placer por los cosméticos. No se trata simplemente de frivolidad, se trata de cuidarse, de agradarse a uno mismo y a los demás, sin sometimientos sino por el placer de dar lo mejor que uno tiene. Por otro lado, en mi generación nos pintábamos mucho, usábamos pestañas postizas... La generación de mis hijas no se pinta. Quizá por ser actriz, siempre he tenido una capacidad lúdica que tiene que ver con el placer del juego y que podés aplicar en el look que te inventás, y me parece importante disfrutar con eso.

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