Vie 13.07.2007
las12

SOCIEDAD

Dar batalla

Entrado el siglo XXI, en Argentina la excusa del progreso sigue sirviendo como telón de fondo a la tala, la extracción, el avance indiscriminado sobre zonas habitadas... que las máquinas realizan en mitad de la noche, sin previo aviso, desarmando casas precarias y llevando por delante familias enteras. En mundos de hombres que trabajan lejos, las mujeres salieron a darse organización, a conocer formas de la política y el derecho que pudieran auxiliarlas como herramientas en su lucha por reestablecer la cotidianidad, a fortalecerse para defender lo que conocen. El fotógrafo Julio Pantoja recorrió distintas provincias para retratar, casa por casa, a algunas de esas mujeres para la muestra Madres del monte. Aquí, algunas de esas imágenes, y también de esas historias.

› Por Maria Mansilla, desde Salta

Ahí está su farmacia. Su supermercado. Su sistema de calefacción. Su mesa de dulces. Su tubo de oxígeno. Su salario. Su garantía de libertad. El patio trasero donde juegan hijas e hijos, y donde también jugaron ellas, sus mamás y sus abuelas. Por eso las mujeres de las comunidades campesinas y aborígenes defienden tanto la tierra donde bosques y montes se desparraman a sus anchas o mejor dicho lo hacían.

Marta López recolecta leña en la reserva wichí de Pizarro. Vive en General Pizarro, Salta.

En la Argentina, sólo queda en pie el 25 por ciento de los bosques nativos originales. El resto desaparece en manos del plan de expansión de la frontera agrícola, para monocultivo de soja transgénica, y ganadera. Se pierde una hectárea de bosque cada dos minutos, el equivalente a 40 canchas de fútbol por hora. Por cada 7000 hectáreas desmontadas hay, además de las ecológicas, graves consecuencias sociales: 400 personas se quedan sin su casa, su cultura, su economía, sus cabras y sus gallinas, sus huertas con maíz y zapallo, y se convierten en desplazadas y refugiadas ambientales sin ninguna contención. La mayoría de las veces, contrariamente a lo que dice la ley, son desalojadas sin aviso previo o violando su derecho de propiedad de la tierra. Muchas familias no pierden su casa pero quedan desnaturalizadas, viviendo entre cortinas (como se llaman las filas de árboles que deben sobrevivir al desmonte, para atajar el viento), amenazadas no sólo por la contaminación del agua y del aire que realizan los fertilizantes, sino también por la presión inmobiliaria.

“Como mujeres del campo iniciamos esta lucha hace 20 años –precisa Nelly Veliz, vicepresidenta del MoCaSE (Movimiento Campesino de Santiago del Estero)–. En ese entonces, cuando veíamos los desmontes nos parecía lindo, porque veíamos el sembradío, todo verde, y era una ilusión de progreso o algo así. Hoy nos estamos dando cuenta de que nuestro ambiente está cambiando todo, y cuando llegan grandes empresarios para seguir destruyendo nuestro bosque, ahí nos damos cuenta de esta realidad que, después de 20 años, la estamos viviendo en carne propia. El empresario hasta compra al mismo campesino diciéndole que van a dar trabajo, le hablan de biodiesel, que tampoco sabe qué significa pero le puede hacer pensar que trae un progreso. ¿Hasta dónde podemos creer en eso, si ya lo hemos vivido?”

Nelly Véliz, vicepresidenta del MoCaSe (Movimiento Campesino de Santiago del Estero). Vive en Guampacha, Santiago del Estero.

Que estos ecosistemas naturales se conviertan en cenizas no afecta a pocos: incide en la regulación climática, el mantenimiento de los caudales de agua y la conservación de los suelos de todo nuestro mapa. Pero quienes parecen más directamente castigados por las consecuencias, quizá porque les toca poner el cuerpo para defenderse, son quienes viven en zonas rurales del noroeste y el nordeste argentino, en muchas de las provincias declaradas en emergencia forestal.

“La economía familiar santiagueña, como la de tantos otros lugares, está muy ligada a lo que las mujeres y los niños pueden hacer como trabajo de recolección de los frutos del monte –explica el cura Sergio Lamberti, secretario de la Pastoral Social–. Entonces, al tocárseles la tierra, ellas sienten que les están tocando algo vital, algo que forma parte de su existencia cotidiana, y que les están sacando el alimento de sus hijos.”

Algunas lo defienden como aprendieron militando en organizaciones sociales, pero la mayoría hace lo que primero le sale, como las mujeres de las comunidades wichís que tienen que recibir a los empresarios agrícolas o políticos que las abordan justo cuando sus parejas, que sí hablan algo de español, están trabajando afuera. O las mujeres criollas que se acordaron de las invasiones inglesas y pusieron sus ollas al fuego, por si a la policía se le ocurría volver a reprimir. O las que pasan noches sin dormir viajando en colectivos viejos para estar cerca de otras familias afectadas por los desmontes indiscriminados.

Juana Arias organiza reuniones comunitarias bajo el algarrobo de su casa. Vive en Algarrobal Viejo, Salta.

A las mujeres de todas estas provincias va dedicada una muestra de fotos que las presenta, imágenes tomadas casa por casa por el tucumano Julio Pantoja: “Las madres del monte”, hecha con el apoyo de Greenpeace (ver recuadro). La intención es que giren por todo el país y, al mismo tiempo, que se exhiban se generen mesas de reflexión y debate.

“Greenpeace siempre trabajó con actores locales. Esto es fundamental, porque consideramos al hombre como parte de la biodiversidad. Nuestra intención no es que el bosque sea un lugar intocable ni crear nuevos parques nacionales, sino cambiar por prácticas que sean más amigables con el medio ambiente”, dice Hernán Giardini, coordinador de la Campaña Bosques, antes de entregar un folleto de tapa negra titulado Desmontes SA. Quiénes están detrás de la destrucción de los últimos bosques nativos de la Argentina, en el que detalla que la tasa de transformación de los bosques supera hasta 3 veces el promedio de desmonte mundial. Que el desmonte indiscriminado destruye el suelo y compromete su recuperación. Que da nombre de empresarios y funcionarios vinculados con este negocio.

Justina Sánchez es parte de la comunidad wichí de Pizarro. Vive en General Pizarro, Salta.

LAS MUJERES ABORIGENES

Noemí Cruz es una de las mujeres que suele tomarse un colectivo viejo para estar cerca de las comunidades que atraviesan alguna situación de emergencia. Ella trabajaba como guardaparques hasta que Greenpeace le ofreció codirigir, desde el NOA, la Campaña de Bosques. Es salteña

y tiene parentesco con la comunidad wichí. “Las mujeres indígenas muchas veces son consideradas débiles, pero no lo son –afirma Cruz–. Ellas son muy importantes en sus comunidades en el momento de tomar decisiones. Son escuchadas. Las wichís, por ejemplo, tienen poca contención porque no hablan el castellano y no suelen acercarse a personas que no sean de su pueblo. Cuando los maridos trabajan afuera y ellas quedan a cargo de la comunidad, deben afrontar cosas que una ni imagina, como que llega un intendente a amenazar o un empresario, o un funcionario que va a prometerles algo. Si hay algo que ellas tienen claro es que no son pobres por una voluntad de los dioses. Saben desde siempre, por su cosmovisión, que su pobreza es producto de la injusticia y de la explotación.”

Las wichís y guaraníes invitan a su pago a las organizaciones sociales que puedan acercarles información sobre derechos humanos. No sólo para proteger, por ejemplo, la selva paranaense, la que alberga la mayor biodiversidad de la Argentina y de la que sólo sobrevive el 7 por ciento. En general, sus hombres trabajan en casa. Pero algunos consiguen algo afuera. “Siempre van empresarios que levantan a la gente en un camión y la llevan a trabajar por poco dinero en cosechas y cortes de postes. Los indígenas trabajan en lo que se denomina ‘deschampado’, que es sacar las ramitas después que pasó la topadora –retoma Noemí Cruz–. No sé cuánto ganan, pero una vez me contaron que les descuentan, por ejemplo, el machete que les dieron para trabajar y 10 pesos por día por la comida, aunque no les dan casi nada de comer.”

EL CASO GLADIS

“No estoy en el pueblo. Vivo en la orilla de todo: yendo de acá para allá sería donde empieza el pueblo, y viniendo de allá para acá sería donde termina”, ubica Gladis Escobar, con una vitalidad contagiosa. Es de Tres Isletas, Chaco. Tiene 29 años, cinco hijos, suele trabajar limpiando casas y cursó hasta segundo grado. En su grupo de acción para frenar los desmontes son... tres personas: ella, su marido y un amigo de su marido. Cuatro, contando al maestro que acaba de sumarse.

La conciencia no le nació por defender algo propio. Fue a través de su pareja, que es agricultor. “El empezó porque, qué sé yo, decía que no podía ser que toparan y no dejaran sacar las maderas a nadie, las dejaban tiradas cinco, seis meses, y después lo quemaban todo. A cuántos chicos les hará falta el pan y que ellos podían vender esa madera, pero no”, se pregunta Escobar.

La gente de Tres Isletas ya no les dice que son unos tontos sino que ahora pone su firma cuando Gladis y sus compañeros se paran en la plaza del pueblo a recolectar apoyo para presentar algún petitorio ante las autoridades provinciales. “Me di cuenta de muchas cosas. Antes, si alguien me decía: ‘Allá se está quemando, vamos a ver qué podemos hacer’, yo decía: ‘¿Para qué te metés si no vas a poder hacer nada?’. Ahora no. Me animé a decir más lo que pienso. Hasta soy capaz de ir sola a parar un desmonte.”

Incluso lograron que se tratara en las escuelas el problema de la tala indiscriminada y el valor de la naturaleza, a través del maestro que acaba de unírseles. El explica las consecuencias de que esa provincia atraviese la llamada “pampeanización del Chaco”, esto es: la importación de un modelo agro industrial típico de otra región del país.

OTRA POLITICA

En marzo de este año, la Ley de Bosques, que incluye las propuestas de las organizaciones sociales y ecológicas a favor de su conservación y aprovechamiento sustentable, ganó la aprobación en la Cámara de Diputados. Ahora se espera que la aprueben los senadores. Pero no hay buenos augurios, en cuanto a tiempos, en un año electoral.

Entre los puntos más importantes que esa ley defiende están hacer una especie de inventario de las tierras existentes en cada provincia (Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos) y que la aprobación de los desmontes se haga tras un proceso más transparente. Mientras tanto, la ley abre una moratoria de un año durante el cual estarían frenados los desmontes, a la espera de este nuevo orden.

En consecuencia, en Salta, por ejemplo, las organizaciones no gubernamentales denuncian que el gobierno provincial, adelantándose al posible receso, en siete meses habría considerado desmontar una superficie equivalente 10 veces a la ciudad de Buenos Aires.

En Santiago del Estero, en cambio, se habría instalado lo que parece una buena práctica: una mesa de diálogo entre organizaciones civiles y funcionarios del Estado provincial. “Pero nuestros derechos siguen avasallados –denuncia la vice del MoCaSE–. El acceso a la Justicia es muy, muy difícil, más allá de que las organizaciones estemos sentadas en algunos espacios con el gobierno. Porque no nos sentamos con los que toman las decisiones. Lo hacen como entretenimiento porque, mientras tanto, avanzan los grandes empresarios, nos siguen sembrando soja. Le hemos echado la culpa al juarismo durante 50 años. Lo hemos esperado mucho, y duele decir que no vemos ningún cambio.”

El cura Lamberti, a diferencia de Nelly Veliz, sí nota transformaciones en el panorama provincial: “Así como Santiago del Estero fue una de las provincias que promovió la participación en igual cupo de las mujeres, el modo de construir poder que el juarismo propiciaba, por lo menos a través de algunas de sus figuras femeninas emblemáticas, es muy distinto al poder fruto del servicio y de la entrega de la vida que se hace en las organizaciones. Las mujeres de las organizaciones campesinas han ido transformando desde otro espíritu, ni desde el autoritarismo ni el clientelismo, sino desde un ejercicio de poder más horizontal. Mucho más democrático. Además, tienen un protagonismo más importante todavía considerando nuestra fuerte tradición machista. Es un gran aporte el que las mujeres de las organizaciones campesinas están haciendo a la cultura política de Santiago”.

EL ARBOL DE JUANA

Las cabras de Juana Arias duermen en Santiago del Estero y pastorean en Salta. Es que Juana vive en Algarrobal Viejo, un pueblo de la tierra de la chacarera que está justo en el límite entre una provincia y la otra. Es debajo de su algarrobo donde se juntan vecinos y vecinas que están preocupados por la amenaza que representa el desembarco, en un terreno lindante, de un proyecto agrícola. “Nos hemos unido, les cortamos las alambradas porque no nos dejaba cruzar por ahí, creamos barreras humanas para no dejar pasar a las topadoras”, cuenta Juana desde el locutorio que es el teléfono oficial del pueblo. Los rumores crecen: si no ofrecen autorresistencia, en cualquier momento las máquinas les pasan literalmente por encima.

Además de hacer pan para vender, Juana trabaja desde hace 12 años como cocinera de la escuela de Algarrobal Viejo, de 7 a 14, donde cobra 70 pesos mensuales. Ella tiene ahora 47 años, y de sus siete hijos sólo uno vive con ella, Reinaldo. Se levantan todos los días a las 6, llevan a los chivitos hasta donde está su mamá, ordeñan a las vacas, les dan de comer a los chanchos, y si hay maíz comen también las gallinas. Arreglan la huerta donde siembran porotos, garbanzos, alfalfa, maíz, zapallo, lechuga, acelga y sandía. Ocupa un suelo que, como le enseñó su papá, es terreno fiscal.

“Todo lo sacamos del monte, la madera para hacer las casas y cocinar, el conejo, la vizcacha, la corzuela y las guacharacas para comer”, dice Juana Arias. De los árboles de algarrobo que usan para leña guardan las semillas, y vuelven a sembrar. Con el campo de al lado, el problema no es sólo que se les achicó brutalmente el terreno donde pastan sus animales, sino las consecuencias en el aire y en el agua que está generando el uso de plaguicidas.

LAS TOPADORAS

Cuando les avisan que un lote está siendo desmontado, las mujeres que viven en la zona roja se ponen de pie y activan su plan de resistencia. Que no sólo incluye iniciar trámites legales para verificar si las escrituras con las cuales llegan los nuevos empresarios son fraudulentas, como han comprobado en muchos casos. “Más que nada, es la resistencia de organizarnos en el lugar –acota Veliz–. Los abogados trabajan en la ciudad, nosotros tenemos que hacer la otra parte, que a veces es la más difícil porque se llega a enfrentamientos muy desiguales.”

“En Salta estamos teniendo desalojos a los que vienen entre 600 y 800 policías –agrega Noemí Cruz–. Lo nuevo es que empezó un proceso de grupos paramilitares, se llaman ‘guardias bancas’, y son personal de seguridad contratado por empresarios para asegurar que tenga éxito la apropiación de los campos, para evitar cualquier intento de autodefensa.”

Gladis Escobar no apaga nunca su celular: ya es un referente en toda la zona, a ella le avisan cuando una topadora está acabando con un bosque. Ella les avisa a periodistas y organizaciones sociales, como el Centro de Estudios Sociales Nelson Mandela, de Resistencia (“No queremos molestar a la policía”, ironiza). “Con sólo vernos, paran las topadoras, porque nos conocen. Ahora se frenaron muchísimo los desmontes.”

Gladis, Juana, Nelly, Noemí. Todas coinciden en cuál es el paisaje con el que se encuentran al llegar: no se ve más que humo y remolinos de tierra, el humo de la quema y el polvo que vuela tras el paso de las máquinas. Además del de los motores, es impactante el ruido que hace la vegetación al quebrarse. Así se realiza el desmonte: primero se cuadricula el terreno, se abren como calles paralelas por las que irán pasando dos, hasta tres topadoras unidas entre sí por una cadena. Al acelerar el motor, voltean todo lo que encuentran a su paso, incluso árboles gigantes, que en el Chaco Seco –que abarca parte de Formosa, Chaco, Salta, Santiago del Estero, Catamarca– pueden ser quebrachos colorados y guayacanes, considerados el ébano americano. Las aves ya se fueron, y los vecinos que se quedan para verlo aseguran que es especial el silencio que se siente, el silencio ante tanto que muere de repente.

Campo arrasado por el fuego. General Pizarro, Salta, 2005.

MI VIAJE CON ELLAS

Por Julio Pantoja

Salvo Nelly Veliz, del MoCaSE, ninguna de las mujeres fotografiadas son cuadros políticos. Quise mostrar eso: que no va por la lucidez política sino por la actitud de corporizar la denuncia, de estar, acompañar, a veces sin saber ni cómo. Las situaciones que enfrentan son terribles. Como Palestina: caen a las 10 de la noche, les gritan: ‘¡Se van todos de acá!’, y avanzan las topadora. Participan grupos paramilitares. Y a la mierda los ranchos, a la mierda todo. Al sobrevolar estos territorios es muy gráfica la imagen: las zonas desmontadas se ven como cuadrados blancos, por eso el simbolismo de usar las sábanas como fondo, como recorte, para retratarlas. El otro tema crítico es la indiferencia de las autoridades hacia la ley que establece pautas de arraigo...

Ya conocía a la mayoría de estas mujeres por mi trabajo con Greenpeace. Viajé con ellas en micro desde Santiago del Estero hasta El Calafate. Fueron como 15 días de convivencia, en el viaje me fueron contando muchas cosas, compartimos mucho. Además, como soy tucumano, supongo que por ser norteño, por ser morocho o no sé qué, me tomaron como interlocutor cuando necesitaban algo o no se animaban a tal cosa. Allá, en Santa Cruz, realmente estaban incómodas. Fue como llevarlas a... Suiza. Ellas hacen empanadas que venden a 30 centavos. Cuando íbamos a un restaurante, se codeaban: el plato de comida cuesta lo que ellas gastan en dar de comer durante un mes y medio a 12 hijos. Pero lograron nacionalizar su reclamo.

Campo sembrado con soja transgénica. Pampa del Indio, Chaco, 2006.

A por los recursos mineros

Por Mariana Araujo,
del grupo de autoconvocados del Valle Calchaquí

En esta zona de Salta no queda mucho por desmontar. Ahora, el gobierno está dando gran impulso a la minería de uranio, que se contrapone con las actividades productivas de la región. En Cafayate se está promocionando el vino orgánico, ¿qué tan orgánico será cuando las aguas de riego estén contaminadas por los residuos de las explotaciones y la radiactividad?

Queremos declarar este lugar hermoso como zona ambientalmente responsable. Como cientos de organizaciones del país, además, reclamamos cambiar el código minero y la ley de inversiones, porque el marco legal que ampara esa actividad es inmoral, inconstitucional, va contra la ley nacional de medio ambiente.

Nos alarma la falta de control del Estado, y de esto tenemos pruebas con lo que pasa con La Alumbrera, una mina de oro, plata y cobre que está en Catamarca. Ahí había un cerro, ahora hay un pozo: muelen el cerro y lo cargan en vagones hasta un puerto propio. Hasta en las Termas de Río Hondo hay probada contaminación proveniente de La Alumbrera: las aguas termales a las que van los jubilados a bañarse están contaminadas con metales pesados, ya se presentaron 61 causas por contaminación. En Concepción, segunda ciudad tucumana, en el agua del bebedero de una plaza encontraron mercurio 160% por encima de los valores tolerables. Hay zonas de Catamarca donde la productividad de la tierra disminuyó un 50 por ciento, por los efectos de la minería.

Ahora se viene, en la misma zona, Agua Rica, la que será, dicen, la mina de oro más grande de Sudamérica.

En la home(tapa): Demetria Moreira (Cambiyú), de la comunidad guaraní Fortín Mbororé. Vive en Iguazú, Misiones.

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