SOCIEDAD
Más allá de la polémica que abrió la liberación de uncondenado por abuso sexual contra adolescentes con capacidades especiales, este caso es ejemplar por el valor que se dio a la palabra de las víctimas, única prueba en este tipo de delito.
› Por Luciana Peker
El proceso fue una vergüenza: dieron por válidos testimonios de chicos que son incapaces de hecho. La supuesta violada ni siquiera fue desflorada”, arremetió el abogado Ruben Jones, defensor de Mario Ochoa, un ex transportista de chicos y chicas con capacidades diferentes, que fue sentenciado a 16 años de prisión por los delitos de abuso sexual y violación por los Tribunales de San Isidro. El fallo se hizo conocido por el repudio de los familiares de los trece adolescentes abusados –de entre 14 y 21 años– que se indignaron (y llegaron a tomar los tribunales el viernes 20 de julio) porque, a pesar de la sentencia contra Ochoa, y a diferencia de lo que suele ocurrir con los presos comunes, los jueces lo dejaron en libertad hasta que la causa no llegue a su máxima instancia, que puede ser la Corte Suprema de Justicia.
Pero, incluso más allá del debate por la libertad de Ochoa, tal vez lo más importante es que el fallo avanza en darle credibilidad a las palabras y los testimonios de niñas, niños y adolescentes aun cuando tienen algún nivel de discapacidad. Una de los escudos más habituales de los abusadores es la dificultad para probar el delito de violencia sexual (que, generalmente, no tiene más testigos que la victima y el victimario) y una de sus herramientas ideológicas es el mito de que los chicos mienten o pueden ser inducidos a mentir. El abogado Jones puso en el tapete todos los prejuicios y artilugios utilizados habitualmente cuando habló de personas incapaces –que es un término de representación legal– y que, por eso, no serían capaces de relatar sus vivencias y, por ende, su voz no tendría validez jurídica para probar un delito que, justamente, suele cometerse en la intimidad.
Ochoa era transportista de adolescentes discapacitados desde sus casas en la zona norte del conurbano bonaerense hacia escuelas, colonias de vacaciones o centros recreativos y laborales. En la camioneta donde los transportaba es donde violentó de los chicos y chicas. El abusador tiene 54 años, está casado, tiene dos hijos y trabajó de transportista hasta el 2002. Ese año, la madre de una nena hizo la primera denuncia y, en el 2003, Ochoa terminó preso. Pero, en el 2006, fue dejado libre por las demoras en el juicio. En el 2007, el fiscal Fabián Brain –igual que la querella– pidió 30 años de prisión. Los jueces lo sentenciaron a 16 años, aunque el condenado ni siquiera fue a escuchar el fallo.
Sin embargo, más allá de la dureza de la pena o de los derechos procesales –que, en general, se cumplen para quienes tienen medios para pagar a abogados defensores y no para quienes están desamparados también judicialmente–, en este caso se juega, además, un intenso debate que en la Argentina avanza y retrocede sobre los derechos de los chicos/as, el valor de su palabra, los métodos judiciales para no revictimizarlos e, incluso, la violencia sexual contra jóvenes o niños/as con discapacidad.
En el 2006, por ejemplo, las dos chicas que fueron autorizadas a abortar por la justicia –L.M.R., en La Plata y N., en Mendoza– tenían algún nivel de discapacidad mental y habían sido violadas y embarazadas por personas allegadas a ellas. La vulnerabilidad desampara. Y la Justicia debería ser oído y amparo de quienes fueron víctimas de un delito tan doloroso y con marcas como el abuso.
El psicólogo Jorge Garaventa, especialista en abuso sexual y violencia contra la niñez, subraya que en la Argentina no son habituales todavía las condenas por abusos. “El impecable trabajo de la fiscalía y la querella (en el caso Ochoa) logró un fallo llamativo al condenar, cosa bastante inusual, a un abusador a 16 años de prisión. No obstante la Justicia patriarcal muestra sus garras al disponer que el condenado espere la condena definitiva en libertad –acentúa–. Lo llamativo es que este tipo de medidas suele denegarse en otro tipo de delitos como lo explica la superpoblación de las cárceles por acusados a la espera de condena. Pero, lo fundamental, es que el condenado en ningún momento admitió su participación en los hechos por lo cual, al intentar evadir su responsabilidad ante la Justicia, incumple la condición principal que le permitiría aspirar a la libertad durante todo el proceso de apelación. Por eso, el fallo es una muestra mas de que la justicia sigue sin considerar de extrema gravedad los delitos sexuales contra la niñez”.
El psicólogo distingue entre contemplar las garantías procesales y no frenar la sensación de impunidad. “Es importante pensar en los derechos y garantías de los abusadores y en estrategias de recuperación y reinserción social, pero eso no puede estar fundado en medidas que garanticen la impunidad y la repetición de los hechos. La acción condenatoria contra el abusador es uno de los elementos reparatorios más contundentes para la psiquis de la víctima, consecuente con los beneficios de sentir que su palabra tuvo crédito y que su entorno, y luego la Justicia, actuaron protectivamente”, remarca Garaventa.
Es que, en realidad, hace muy pocos años que se habla de abuso sexual y, muchos menos que la palabra de los chicos se toma con valor procesal. En el caso de los adolescentes discapacitados, la descalificación del abogado de Ochoa muestra que, a pesar de la polémica, esta sentencia tiene argumentos que marcan un paso adelante. “Los chicos contaron lo que les pasó en un proceso de pericias psiquiátricas y psicológicas. Ellos relatan lo mismo que hace cinco años y no saben ni mentir ni ponerse de acuerdo. Por supuesto, que no tienen terminología sexual, pero explicaron los abusos con palabras o gestos, como tocarse, ponerse en las posiciones que él los hacía poner o, incluso, una chica se pegaba como él le pegaba en la camioneta. El testimonio se tomó en una Cámara Gesell donde había personas que les preguntaban pero no de una manera indagatoria. Para las familias fue muy duro porque se enteraron de cosas que ni sabían. Ochoa también hacía tocar a las chicas entre ellas y les sacaba fotos. No sabemos si para él o para una red de Internet”, describe María Marta, familiar de una de las víctimas. Y define el proceso que le tocó vivir en defensa de su hermano, con el que se crió toda la vida, como una decisión que tomó para defenderlo a él y para respaldar a su mamá, de 70 años, y a las otras mamás: “Es una aberración tras otra aberración”.
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