PRIMERA PERSONA
(evocaciones después de la condena a Christian von Wernich)
› Por Paula Carri
Por los días en que conté, en este suplemento, mi encuentro con el sacerdote represor Christian Federico von Wernich, fue cuando un conocido me contó sobre Irina. Era una niña de 5 años que se había escapado de su hogar, donde había sido víctima de maltratos y palizas por parte de su padrastro. Durante esos años, un pequeño gato fue toda su compañía afectiva. Al escaparse, no pudo llevar su mascota. Pero al ser entregada por un ciudadano –que la encontró en la calle– al juzgado de menores, llevaba en su mano una valijita que tenía adentro el dibujo de su gato. En la otra mano apretaba con fuerza un pañuelo arrugado con el cual secaba sus lágrimas, mientras relataba sus años de horror. “Irina me recordó a ti y tu encuentro con el represor Von Wernich”, me dijo este conocido. Entonces descubrí que el acto de Irina, al igual que el mío –cuando con sólo 13 años fui al encuentro de Von Wernich para increparlo acerca del destino de mis padres desaparecidos–, era tomado como un acto audaz. En mi encuentro con Von Wernich –que había sido en su departamento dentro de la iglesia del pueblo bonaerense de Norberto de la Riestra– yo había visto los innumerables cuadritos en los que se leía su nombre junto al del general Ramón Camps. “Yo no sabía qué significaban esos cuadritos”, escribí entonces. Es cierto, pero había algo más. Cualquier hecho inesperado, hasta que mi profesor de inglés fuese un cura represor que supiera dónde y cómo se torturaba a Jacobo Timerman (y a muchas más personas) y que, además, tuviera esos cuadritos colgando que indicaban su condición, podía contemplarse dentro de las posibilidades a ocurrir. Pero no porque lo supiera yo de antemano sino porque nada podía ser descartado en la cotidianidad del horror vivido en esos años. Por eso supongo –al igual que cuando escapé por unos minutos del Ejército, en medio del operativo en que se llevaron a mi padre– tengo poco registro de haber realizado algún acto heroico. Recuerdo también que, cual gatito de Irina, yo abrazaba por esos años en el pueblo, el saber y los conocimientos que mis padres me habían inculcado desde muy pequeña a mí y a mis hermanas. La capacidad para redactar y armar oraciones pude trasladarla a mis escasos conocimientos del inglés cuando, aquel día del año 1980, “le gané” un 10 al (además de todo) profesor de inglés Von Wernich.
Irina, su gato, su esperanza y su valor se me cruzaron por la mente al escuchar la pena a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad al aún hoy sacerdote. Que la Justicia fuera la que confirme que él se ha ganado cada uno de los minutos que deberá permanecer en prisión, me produjo conmoción y tremendos suspiros de alivio. También lloré, para qué negarlo. Me admiré con la rapidez de resolución de la querella ante el casi insulto que significó cuestionar la desaparición (durante los alegatos) de María del Carmen Morettini, me conmoví con la presencia en el recinto de víctimas, abogados y militantes que hace años orientan cada uno de sus pasos hacia la Justicia.
“El tiempo no cura nada, el tiempo no es un doctor”, escribió el Héroe del Silencio, Enrique Bunbury. “El tiempo sólo te sana lo que no importa ya.” ¿Cómo no va a importarnos, por el resto de nuestras vidas, lo que les han hecho a nuestros seres queridos? ¿Cómo pretenden algunos pedir que olvidemos, que nos consideremos sólo víctimas inocentes de un genocidio? No alcanza. No pueden pedirnos que seamos otros porque es por haber sido los mismos que hemos sufrido y que llevamos adelante nuestras vidas (con su historia incluida) que se ha llegado a este fallo histórico.
Cuando publiqué sobre el caso Von Wernich, aquí mismo, alguien que había vivido en Bragado me envió un mail. Me contó que cuando un familiar murió en sus propios brazos –en el Bragado de la época en que el cura represor estaba a cargo de la iglesia–, ni él, ni sus primos, tíos, padres, ni amigos aceptaron ir a la ceremonia religiosa porque se celebraba en “la iglesia de Von Wernich”. La imagen de esos deudos dando vueltas por la plaza de Bragado, que está enfrente de la iglesia, también vino a mi mente al escuchar la sentencia. Y, cual dibujo de Irina, vinieron también a mí todos mis contactos; amigos personales, pero también muchos virtuales de distintas partes del mundo, que se tomaron un momento para, a través de sus minipost, hablar del tema, condenar el horror, recomendar notas y acompañar mi sucesión de emociones.
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