NOTA DE TAPA
El cóctel es tan inflamable que se puede prescindir de los fuegos artificiales para que cualquier reunión arda como antorcha: necesidad de balance propia de la época, reunión de quienes no suelen encontrarse en todo el año, ilusión de renacimiento y una buena –inevitable– dosis de alcohol. El resultado suelen ser confesiones hechas a deshora, cucharitas voladoras y vino derramado. Y qué se puede esperar de una fiesta montada sobre fábulas enmascaradas... En fin, de ilusiones también se vive; y se festeja.
› Por Liliana Viola
Nada más electrizante en noche de Navidad que una cucharita haciendo tin tin tin contra una copa de cristal. A agarrarse. Tiempo de confesión. Lo más temido llega. Bajo la presión de villancicos, de canastas repletas de productos inútiles, de frutas secas y lucecitas intermitentes, la amenaza del quiebre permanece, condición íntima del espíritu navideño.
El propósito de ser más buenos coincide con la temporada de balance, con la exigencia de reunirse y con la reiteración de un rito sagrado: cuatro elementos altamente inflamables. Hay que saberlo. Si no es este año, será el próximo. Mientras tanto, “una Navidad era tan parecida a otra que no consigo recordar si nevó durante seis días y seis noches cuando yo tenía doce años o si nevó durante doce días y doce noches cuando yo tenía seis años”, recuerda Dylan Thomas de sus fiestas galesas en la infancia. Así es y será, idéntico, hasta que suceda algo que señale a una noche como la única, punto de comparación con las restantes y anteriores Navidades.
La perfección de la sagrada familia en su pesebre, la convocatoria a una reunión de los que tanto cuesta reunir y el llamado a la armonía es ocasión propicia para terminar con el secreto familiar. Decirlo ahora y ante todos, evitar que una noticia retenida se convierta en un mito de familia. El secreto fundante, ya sea escandaloso o poco menos, se revela o se calla en cada Navidad: “Ella no es mi mejor amiga, somos novias”; “El mayor de los chicos es adoptado”; “Me queda un mes de vida”; “Nunca te amé”; “Tengo una familia paralela”; “Hace 3 años que dejé la facultad”; “No estuve de viaje, estuve preso”.
No es casual que la familia emblemática de los últimos tiempos (Los Simpson, claro) haya comenzado su saga (17 de diciembre de 1989 por Canal Fox) con un episodio navideño. En ese primer capítulo de media hora, Sin Blanca Navidad (Simpsons Roasting on an Open Fire), ya aparecen las hermanas de Marge, Patty y Selma ejercitando su relación de odio-odio con Homero. Esa noche algo está a punto de explotar (puede ser el inoportuno tatuaje de Bart, el dinero que Marge se gasta en borrárselo, el fracaso de Homero como Santa Claus, el mal día de su perro).
Matt Groening elige la Navidad para mostrar al público quién es quién en esta familia, en lo que ocultan y en lo que finalmente muestran. Siempre hay gato encerrado: nos enteramos ahora del triste fin del primer gato cuyo nombre lleva el segundo, sustituto. Bart rompe el clima navideño que consiste siempre en confiar: “Oh, por favor aquí sólo hay un hombre gordo que trae los regalos, y no se llama Santa”. Lisa detiene un escándalo familiar de parte de la boca de una de sus tías, suplicando silencio ya que Homero será lo que será pero es el único padre que tiene en esta vida...
Tiempo de confesión; si no queremos empezar por casa se puede dar un primer rodeo por las librerías que a esta altura del año dan su medida de lo que corresponde leer a finales de diciembre. Si la idea es tener la fiesta en paz, hay que regalar Jesús de Nazareth, la biografía escrita por el papa Benedicto XVI, versión poco académica pero acorde con las creencias conocidas. Pero si el objetivo fuera aguar la fiesta, habría que llevarse El nacimiento de Jesús de Geza Vermes, historiador de Oxford especializado en la historia del Nuevo Testamento. Geza Vermes es respetado por sus investigaciones lingüísticas que ponen en cuestión frases hechas y creencias avaladas por malentendidos. Ya antes documentó con varios ejemplos que la expresión “hijo de hombre” –en arameo, bar nasha– es un idiotismo con que los hablantes de Galilea solían referirse a sí mismos y que no significa un título divino.
Ahora, con El nacimiento de Jesús (Ed. Crítica), el autor hace sonar la copa de cristal: explica con detalles y fundamentos por qué la Navidad no es lo se dice que es. Para empezar, festejamos un día cualquiera. Según él, hay 365 posibilidades (366 si el año fue bisiesto) de que Jesús haya nacido el 25 de diciembre. Esta fecha la adoptó Constantino haciéndola coincidir con un culto pagano de origen sirio, el festejo del Sol Invicto que se celebraba ese día y que atraía a muchos fieles. Fue en el año 354 cuando el papa Liberio decretó que el 25 de diciembre era el día de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo.
¿Belén o Nazaret? No hay gran acuerdo. Pero esto no es nada comparado con lo que respecta a los tres reyes magos que probablemente fueran astrólogos pero seguro que no eran reyes. Más todavía: tampoco fueron tres. O quién sabe. Vermes explica que el indicio en el que se basa la idea de un trío es la enumeración de sus ofrendas: “oro, incienso y mirra”, una ofrenda, un mago.
Es sabido que en las fiestas nada detiene a la voz desmitificadora una vez que se ha lanzado. Y este libro no es la excepción. Ahora el autor patea el pesebre: esa escena con las cabras, los pastores y la estrellita es la versión de Mateo pero nada indica que haya que creerle más que a la de Lucas, que presenta a un José consternado porque su joven prometida, que se supone que era virgen, se le ha presentado embarazada mientras a su vez debe resolver cómo escapar de la ira de Herodes, que viene matando criaturas. Esto no es todo, faltaba lo peor: el asunto de la concepción del niño. La expresión “Hijo de Dios”, explica Vermes, era muy común entre los judíos contemporáneos de las escrituras, se usaba habitualmente para referirse a los nacidos en Tierra Santa y distinguirlos de los de fuera de Palestina. El Hijo de Dios era una metáfora, no un destino. Más: debido al rudimentario conocimiento de fisiología, era muy común atribuir a Dios la concepción de los niños, ya que “dios era quien abría o cerraba la matriz de las mujeres”. Claro que en todos los casos se presuponía cierta intervención del varón. Los nacimientos milagrosos que aparecen en las Escrituras antes de la llegada de Cristo se producen en mujeres estériles o muy viejas. María es el primer caso de joven virgen. Aun así, existía la creencia de que los ángeles eran capaces de embarazar a bellas mujeres, razón por la cual se exigió que asistieran a los templos con velo, ya que la cabellera de las jóvenes era irresistible tentación.
Si bien de José no se conoce mucho, Vermes aclara que la imagen del hombre maduro, viudo y con hijos de un matrimonio anterior pertenece a los evangelios apócrifos. En los oficiales no es María quien le dice a José que un ángel la ha visitado sino que es José quien desesperado por la evidencia de que su futura mujer le ha sido infiel, sueña con el ángel que le cuenta sobre la intervención del Espíritu Santo, y decide creerle.
El historiador inglés lleva más allá sus descubrimientos. Pero con lo resumido hasta aquí es posible dar crédito a aquel comentador anónimo de los Evangelios, también británico, que atribuía a la sinceridad de María el primer escándalo navideño de la historia. “José –le habría dicho la joven indignada ante la sonrisa de cordero–, no voy a blasfemar dudando de los ángeles. Pero déjame decirte que no deberías confiar tanto en tus sueños.”
Nadie sometería una tarjeta navideña a la prueba de la verdad. Los buenos augurios, esas palabras de las que no se espera nada salvo que suenen a tiempo, pasan sin control. Quien les busque el revés estará rompiendo otra regla navideña.
En el libro compilado por Leonor Arfuch, Pensar este tiempo: espacios, efectos, pertenencias (Paidós), Denise Riley analiza la esfera en la que orbitan las frases de cortesía, los saludos, ciertas formalidades. Se sabe que “felices fiestas”, la mirada en el brindis, el deseo del mejor año, el “te amo con todo” grabado en el contestador son los pasos básicos de una danza conocida por todos. Aun así, nadie quiere estar solo ese día y el regalito, el mínimo gesto, provoca una emoción infantil. Incluso más, se valora la opción cursi como una muestra de afecto: “Si se expone a esta ridiculez de la tarjeta musical, si se disfraza de Papá Noel es que le importo.”
El quiebre aparece entonces cuando se pretende buscar la verdad detrás de las convenciones. Eso ocurre en el cuento Una Navidad de Truman Capote. El pequeño Buddy ha sido criado por sus tías maternas, su madre se casó a los dieciséis años con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año. El cuento narra la única Navidad que el chico pasa con su padre: torpes intentos de acercarse por parte del adulto, temor y deslumbramiento de parte del niño. Por fin, sorteando sus ganas de vociferar barbaridades, el padre comprende a su hijo, le respeta su confianza en Papá Noel y le cumple los deseos incluido un carísimo juguete. Llega la hora de despedirse. El padre atormentado por la idea de dejar a ese niño querido, ajeno y malcriado, “afeminado” por sus tías, estalla rompiendo las reglas y quebrando para siempre la magia del encuentro y el candor de la infancia:
–No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel.
Me apretaba las muñecas, recuerda el personaje de Capote antes de ver a su padre por última vez, con tanta fuerza que me hacía daño.
En el último cuento de Dublineses, “Los muertos”, Joyce presenta una escena navideña en la casa de las Srtas. Morkan (ambas copiadas de las Srtas. Flynn, tías por parte materna del autor).
Las acusaciones de misoginia que carga Joyce podrían rebatirse con este solo cuento en el que las damas que han sido menospreciadas durante toda la velada (las tías por viejas ignorantes y su esposa Gretta por campesina que procede de Connacht, una región del oeste de Irlanda con una población mayoritariamente pobre y sin educación) por Gabriel, son las únicas que mantienen la vida en un ambiente de hombres muertos.
Es hora de irse, la reunión ha terminado. Gretta, que casi no ha participado de la velada, ya está en las escaleras. Escucha la canción que alguien canta en el piano. Gabriel, su marido la observa desde abajo. Otra vez la cucharita en la copa de cristal. El espíritu navideño ha hecho efecto. Gretta, sin razón aparente, llora desesperada. Lo confiesa. la canción le trajo el recuerdo de su antiguo novio, “creo que murió por mí” le dice a su marido obviando el dato de que el joven murió a causa de la tuberculosis. Gabriel se enfrenta ante esta imposibilidad de igualar tal grado de pasión. La esfera femenina, los deseos ocultos se convierten de pronto en el motor que las mantiene vivas en un mundo en el que los hombres disfrutan del poder pero están muertos. Nada será igual, afortunadamente, a partir ahora.
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