La pulsión por callar, por engañar un año más, por proteger, es tan fuerte como la otra. Y tan efectiva. En el Cuento de Navidad de Auggie Wren de Paul Auster el protagonista ha presenciado un robo, se encuentra de pronto con los documentos del ladrón y se dirige hasta su casa dispuesto a acusarlo ante su familia. Lo recibe una anciana ciega que se alegra de que su nieto esté tocando a su puerta el día de Navidad. El intruso no se atreve a desencantarla. “No llegué a decirle que era su nieto. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. (...) Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.” Finalmente el visitante se queda un buen rato en la casa, se toma unos chiantis y tentado por unas máquinas de fotos que encuentra en el baño, seguramente robadas por el ladrón ausente, se lleva una. No le dice la verdad a la anciana y sin quererlo tampoco le miente tanto, actuando como el nieto ladrón.
A veces las Navidades se convierten en una gran farsa voluntariosa que nos mantiene serenos por un año más. Las mentiras de Navidad tienen ese don. ¿cómo hacerlas? Depende de la convicción y de la buena voluntad de todos. Porque sin buena voluntad y sin cariño, nada es posible. Ni en las fiestas ni nunca. Muy claro lo decía aquella señorita de El amor de Stendhal que, sorprendida por su novio in fraganti, no sólo negó lo evidente sino que además agregó:
–¡Ah! ¡Ahora me doy cuenta de todo! Ya no me amas. A la hora de creer entre lo que ves y lo que digo, crees en lo que ves.
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